La pedofilia en la Edad Media
La pedofilia o el abuso de los hijos espirituales no es patrimonio exclusivo de nuestros democráticos tiempos. La Iglesia militante siempre ha sido un cambalache donde la Biblia y el calefón se amigaban en las letrinas, según decía Discépolo.
Para que veamos que desde los primeros siglos la depravación existió siempre en el seno de la Iglesia (que es santa por su fundador y no por sus miembros), nuestro santo trae a colación lo que San Basilio Magno decía allá por el siglo IV:
“El clérigo o monje que abusa de niños o de adolescentes, y cualquiera que fuera sorprendido con ellos en un beso o alguna otra torpeza, será públicamente azotado y despojado de su rango. Tras rasurar sus cabellos, se le escupirá en la cara; y, atado con cadenas de hierro, será entregado a los tormentos de la cárcel durante seis meses, y alimentado tres veces por semana con pan de cebada. Tras otros seis meses bajo la custodia de sus superiores en un lugar apartado, será admitido a la oración y al trabajo manual, y sometido a vigilias y oraciones. Caminará siempre acompañado de dos hermanos espirituales, evitando toda palabra ociosa, así como la compañía de jóvenes (…). Si un simple beso es castigado con semejante pena, ¿qué no merecerá quien se pervierte con otro? (…). Quien se mancha cometiendo pecados lujuriosos con otro hombre no es merecedor del sacerdocio. Y no puede administrar las cosas santas quien antes se ha ensuciado con estos vicios”[1].
Pasados los siglos, y ya en pleno siglo XI, San Pedro Damián titulaba así el capítulo sexto de su obrita:
“Sobre los padres espirituales que cometen perversiones con sus hijos”,
Donde declaraba:
“Si son reos de muerte quienes consienten que otros pequen, ¿qué castigo habrá que imaginar para aquellos que cometen abominaciones tan réprobas y asquerosas con sus propios hijos espirituales? (…). Debe, por tanto, aplicarse el mismo castigo a quien corrompe a su hija carnal que a quien pervierte a la hija espiritual con tan sacrílego contubernio. Y aún en estos crímenes debe reconocerse que ambos, a pesar de ser incestuosos, se han cometido según la naturaleza, puesto que el pecado se realizó con una mujer. Pero quien comete semejante sacrilegio con el hijo, y perpetra el incesto con un varón, atenta además contra la naturaleza. Me parece incluso más tolerable pecar con un animal que enfangarse en la ponzoña de la lujuria con un varón”[2].
Y agrega algo que deberíamos recordar cada vez que pensamos en estos escándalos:
“Es menos grave lanzarse uno solo a la muerte que llevar a la perdición eterna a otro consigo. Es una acción especialmente miserable, porque la ruina de uno depende del otro; y, mientras uno se echa a perder, el otro le sigue necesariamente en su camino a la muerte”[3].
Pero esos eran tiempos antiguos, donde había aún cierto remordimiento por el pecado cometido. Se pecaba, y se pecaba fuerte, pero luego existía el arrepentimiento, fingido o sincero, ¿qué más da? Los pecadores pecaban, pero luego sabían que debían celebrar Misa, comulgar, etc., y sodomitas y confesores, daban sodomíticas absoluciones:
“Algunos, una vez saciados con la ponzoña de este pecado, cuando sienten remordimientos, para que los demás no conozcan su maldad, se confiesan entre ellos (…). Cuando un enfermo confiesa sus pecados al enfermo con quien los ha cometido, no se presenta ante los sacerdotes, sino ante otro leproso”[4].
A Dios gracias la cosa es distinta hoy en día, en que superamos esa época de remordimiento y pecado para discernir en la conciencia adulta lo que debemos o no hacer…
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Es habitual pensar que “todo tiempo pasado fue mejor”, pero para que no se crea que ahora, en tiempos del viagra descubrimos la pólvora, ya existía por entonces un lobby gay medieval que se las arreglaba para aplicar penas canónicas en dosis homeopáticas a los del gremio:
“Dicen, entre otras cosas: el sacerdote que no tenga votos monacales, si peca con una joven o con una prostituta, ayune a base de pan duro durante dos años y tres cuaresmas los lunes, jueves, viernes, y todos los sábados. Si peca habitualmente con una monja o con un hombre, prolónguese el ayuno a cinco años. Del mismo modo los diáconos, si no son monjes, dos años, al igual que los monjes que no sean sacerdotes. Poco después se dice, el clérigo que fornica con una joven, si no es monje, haga medio año de penitencia; lo mismo si se trata de un canónigo. Si el pecado es frecuente, dos años. Si el pecado es de sodomía, algunos imponen diez años de penitencia; aunque quien lo comete con frecuencia debe recibir un castigo mayor. Si está ordenado, debe ser reducido al estado laical. El hombre que peca entre las piernas de otro hombre debe hacer un año de penitencia. Si reincide en el pecado, dos años. Si fornica abrazando a otro por la espalda, tres años. Si es un joven, dos años”[5].
De allí que San Pedro Damián concluya con parresía: “antes que introducir semejantes burlas en las leyes, mejor hubiera sido escupirlas”[6]. En efecto parecía chiste el modo de acomodar las penas para que algunos se irguiesen en dos patas.
¿Cuáles eran las disposiciones criticadas por el santo?
“«Quien fornique con una res o con un jumento, haga penitencia diez años. Igualmente, el obispo que fornique con un animal haga diez años de penitencia y sea apartado del cargo. Si es un sacerdote, cinco; un diácono, tres; un clérigo, dos» (…). ¿Cómo se compadece esto con lo que sigue: que por el pecado de animalismo se imponga una penitencia de cinco años al presbítero, tres al diácono, y dos al clérigo? O sea, que a cualquiera que cometa el pecado se le imponen diez años; pero, si es sacerdote, se le rebaja la pena a la mitad, y se le imponen cinco”[7].
Evidentemente, la perversión era grande. Pero… ¿de dónde venía esta legislación?
“Estos cánones de los que venimos hablando nos consta que no han sido promulgados en los santos concilios, y hemos comprobado que no tienen nada que ver con los decretos de los papas. Por lo tanto, puesto que ni proceden de los decretos de los papas, ni parece que hayan sido dictados en los santos concilios, no deben, de ningún modo, figurar entre las leyes eclesiásticas”[8].
Las verdaderas penas eran durísimas:
“Quienes cometan ese pecado antes de cumplir los veinte años, tras hacer quince años de penitencia serán absueltos. Y sólo cuando hayan transcurrido cinco años desde la absolución podrán acercarse a comulgar (…). Los casados mayores de veinte años que hayan cometido este pecado serán absueltos tras veinticinco años de penitencia, y sólo cinco años después de cumplida serán readmitidos a la comunión. Y si un casado de más de cincuenta años peca de esta forma, sólo al final de su vida se le impartirá la absolución (…). Si, por tanto, a un seglar que haya cometido ese pecado se le absuelve después de veinticinco años de penitencia, y aún no se le admite a la comunión, ¿qué no será necesario para que un sacerdote no sólo la reciba, sino que ofrezca y consagre tan sagrado misterio? Si a aquél a duras penas se le permite entrar en la iglesia entre la multitud del pueblo, ¿qué no se le exigirá a éste para que, en el altar de Dios, pueda interceder por ellos?”[9].
El lamento de un santo
Los hombres de Dios son los que más lamentan el pecado y, aunque a veces deban censurar las malas costumbres, no por ello dejan de padecerlas en sus almas. Así gemía San Pedro Damián por la fetidez de la Esposa de Cristo:
“Lloro y me lamento por ti, alma miserable, porque a ti no te veo llorar. Me postro en tierra pidiendo por ti, mientras veo que tú, después de cometer un pecado tan grave, aún luchas por ascender hasta la cumbre de las dignidades eclesiásticas”[10]. “¿No ves cómo el rey Ozías, cuando, en su soberbia, quiso quemar incienso sobre el altar, y fue castigado con el azote de la lepra y expulsado del templo por los sacerdotes, se apresuró él mismo a salir de allí? (…). Si el rey, golpeado en su cuerpo por la lepra, no rehusó ser expulsado del templo por los sacerdotes, tú, leproso en tu alma, ¿cómo no te retiras del altar sagrado movido por la sentencia de tantos santos padres? Si él no rehusó, abandonada ya la dignidad real, marcharse a vivir hasta su muerte en su casa particular, ¿por qué no te decides tú a recluirte en el sepulcro de la penitencia, y a vivir como un muerto entre los vivos? Y, siguiendo con el relato profético de Joab, si has sucumbido bajo esa misma espada, ¿cómo darás vida a otros por medio de la dignidad sacerdotal? (…). Si has sido golpeado en la frente con la lepra de Ozías, es decir, si llevas en el rostro la marca de la impureza, ¿cómo podrás purificar a otros de los pecados que han cometido?”[11].
Lejos de hacer caer en desesperación a quien hubiese caído en la sodomía y recordando la sentencia católica que manda odiar el pecado pero amar al pecador, exhortaba a salir de estos pecados con estas palabras:
“Levántate, levántate y despierta, tú que yaces postrado en el sopor de la miserable lujuria. Resucita, tú que caíste ante la espada letal de tu enemigo. Aquí tienes al apóstol Pablo; escucha cómo grita, déjate golpear y sacudir por él, mientras te exhorta con sus clarísimas advertencias: «Despierta, tú que duermes, resurge de entre los muertos, y Cristo te levantará (Ef 5)». No son los pecadores quienes tienen que desesperarse, sino los impíos. Y no es la gravedad de los pecados la que debe desanimar al alma, sino la impiedad. Si poderoso ha sido el diablo como para hacerte caer tan bajo en tu pecado, ¿cuánto más la fuerza de Cristo podrá levantarte de donde has caído? «¿No dará fuerzas a quien ha caído, para que se levante? (Sal 50)»”[12]. “Piensa por un momento en el peligroso engaño de semejante comercio: por el placer de ese brevísimo instante en que se derrama el semen, deberás pagar un castigo que no termina ni en miles de años. Mira qué trato tan miserable: por un solo miembro que te proporciona placer, todo tu cuerpo y tu alma será entregado eternamente a las llamas. Considera despacio los horrores de los males que te aguardan, y borra, con tu penitencia, los pecados del pasado. Que el ayuno quebrante la soberbia de la carne. Que la mente a la que cebaron los pecados se alimente ahora con los manjares de la oración. Que el espíritu dispuesto someta a la carne con el freno de la disciplina, y se apresure a recrearse cada día con el deseo fervoroso de la Jerusalén celeste”[13].
Y porque no hay que mostrar solamente el posible mal sino también el bien, animaba con el pensamiento del cielo a los que se sentían abatidos:
“La recompensa de los castos aún es mucho más dichosa y resplandeciente, porque su descendencia guarda hacia ellos tal fervor que no podrá olvidarlos jamás, y así su recuerdo permanecerá para siempre. A los castos les promete Dios un nombre mejor que hijos e hijas, porque el recuerdo que la progenie pudiera extender durante un tiempo, en el caso de ellos se prolongará para siempre sin nunca apagarse: «El recuerdo del justo será perpetuo (Sal 121)». Y también en el Apocalipsis dice san Juan: «Caminarán conmigo vestidos con blancas vestiduras, porque han sido hallados dignos, y no borraré sus nombres del libro de la vida (Ap 3)». Dice allí mismo: «Son los que no se han manchado con mujeres; son puros, porque siguen al Cordero a donde quiera que vaya (Ap 14)». Y entonan un canto que nadie puede cantar, sino aquellos ciento cuarenta y cuatro mil. Los puros cantan al Cordero un canto único, porque con él, ante todos los fieles, gozan eternamente de la incorrupción de la carne”[14].
Y casi como previniéndose contra los que en tiempos mejores como los nuestros lo tildarían de “homófobo”, decía:
“Si este libro acabara cayendo en manos de alguien a quien le incomodase todo lo que más arriba he escrito, y me tuviese por acusador y delator de los pecados de mis hermanos, ha de saber que lo que busco, ante todo, es la indulgencia del Juez que escruta el interior de los hombres, y que no temo, en absoluto, ni al odio de los malvados, ni a las lenguas de los traidores. Prefiero correr la suerte de José, quien, siendo inocente, fue arrojado a un pozo por acusar de un horrible crimen a sus hermanos ante su padre (Cf. Gn 37), que la de Helí, quien, por haber callado al contemplar los pecados de sus hijos, mereció mayor castigo de la cólera divina (I Re 2, 4)”[15]. “Si me corriges a mí por corregir yo a otros, ¿por qué no corriges a Jerónimo, quien arguyó tan fieramente contra tantísimas sectas de herejes? ¿Por qué no la emprendes con Ambrosio, quien condenó públicamente a los arrianos? ¿Por qué no con Agustín, quien se aplicó con tanta dureza contra donatistas y maniqueos? (…). Si mala es la blasfemia, no sé qué tiene de mejor la sodomía. Aquélla mueve al hombre a extraviarse; ésta lo hace perecer. Aquélla separa al alma de Dios; con ésta copula el diablo. Aquélla aparta del Paraíso; ésta arroja en el Infierno. Aquélla ciega los ojos del espíritu; ésta lo precipita entero en la ruina (…). No busco el oprobio, sino la corrección fraterna que sirva para salvación. No vayáis vosotros, por perseguir al que corrige, a terminar defendiendo al delincuente”[16].
Y termina infundiendo valor para aquellos que a veces aún vacilan en defender la hermosa virtud de la pureza y el orden natural:
“Así pues, quien se tenga por soldado de Dios, que se revista para luchar contra este pecado, y que no renuncie a combatirlo con todas sus fuerzas. Allá donde lo encuentre, que dispare contra él las agudísimas saetas de sus palabras, y que no desista hasta hacerlo pedazos. Y que el raptor de tantas almas se vea rodeado de la más densa lluvia de flechas hasta que el cautivo que le sirve quede liberado de sus cadenas. Que la voz unánime de todos clame contra el tirano hasta que el tiranizado, presa de monstruo tan feroz, se arrepienta. Y que, ante semejante cantidad de testimonios, quien no dudó en entregarse a la muerte se convierta y se apresure a volver a la vida”[17].
* * *
Hasta aquí entonces un pequeño resumen de este tesoro escondido.
El planteo de San Pedro Damián resulta altamente recomendable para nosotros no sólo por la temática tan actual que trata –dolorosa y triste si las hay-, sino porque a menudo pensamos que no se puede estar peor que en esta época. Y no. Si el buen Dios nos ha hecho nacer en los tiempos que corren, es porque es ahora cuando hay que dar el buen combate de la Fe y el testimonio de la Verdad completa.
La historia, que es magistra vitae, nos marca el rumbo.
P. Javier Olivera Ravasi
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