NOTA PREVIA:
Tras el post que titulé “Sembrar gominolas", y que en definitiva fue mi predicación de ese domingo, y la homilía del día de Santiago, algunos lectores y comentaristas me han pedido la posibilidad de colocar aquí, con alguna anticipación, mis homilías dominicales.
No me comprometo a que sea cosa semanal, porque no sé si podré sostener el ritmo, ni si mis elucubraciones dominicales serán especialmente útiles. Pero bueno, lo intentaré, dejando claro que uno no es ni exegeta, ni experto en liturgia, ni nada que se le parezca. Si de algo sirve, bien está, y si digo muchos disparates, ustedes se encargarán amablemente de hacérmelo ver.
HOMILÍA. Domingo XVII T.O. Ciclo A
Don Adolfo, mi maestro, era un maestro de los de antes. Cincuenta chicos en clase, entre los diez y los catorce, a los que nos enseñaba y educaba con la fiel ayuda de Gorgorito, un palo de algo más de un metro de longitud, especializado en poner cordura cuando la cosa se salía de madre.
De don Adolfo aprendimos muchas cosas y fue maestro queridísimo entre nosotros, con Gorgorito y todo. Hoy, al ver las lecturas del domingo, me ha venido a la cabeza una de sus grandes frases: no hay es que, ni creí que, ni pensé que, que invariablemente repetía cada vez que uno de nosotros le venía con disculpas por la lección no aprendida o los trabajos sin hacer.
Las lecturas de este domingo comienzan por la petición de sabiduría que hace Salomón. Ya era sabio antes de pedirla. Sabiduría necesitamos nosotros, en este mundo de locos, que nos haga comprender cómo vivir y en qué vale la pena gastar la vida. Comprender qué es lo que de verdad merece la pena.
Lo único que merece la pena, vamos al evangelio, es el Reino de Dios. Lo único, lo definitivo, ser de Cristo, vivir como fiel hijo de Cristo y de la Iglesia y llegar un día al cielo. LO ÚNICO. Por eso, al colocar el Reino en primer lugar, uno, como el mercader de perlas, o el que encontró el tesoro, a cambio del Reino, por el Reino, se da absolutamente todo. Por el Reino, por Cristo, por el cielo, se deja todo lo que haya que dejarse: la relación ilegítima, el dinero injusto, la mentira interesada, el propio yo con tal se seguir a Cristo.
Lo sabemos. Y aquí comienza a sonar la frase de don Adolfo: si, pero es que… Sí, pero creí que… Sí, pero pensé qué… Conocemos el evangelio, nos han explicado los mandamientos, sabemos que la meta es el cielo. Pero… Es que la sociedad, es que las circunstancias, es que los mandamientos, es que me dijeron, es que creí que era otra cosa, es que pensaba que uno…
Cuántas veces hemos dicho, quizá con la boca pequeña, que amamos la voluntad de Dios, sus mandatos, sus preceptos. Que los apreciamos más que miles de monedas de oro y plata. Pero es que…
Nos jugamos la vida eterna. Y aquí sí que no nos valen las disculpas. Sí, si yo tendría que confesar, pero es que no tengo tiempo, y me vendrá bien rezar, pero es que… y sé que tengo unas cosas que resolver de dinero y de cosa afectiva, pero es que… El comerciante de perlas vio la gran adquisición de su vida y todo lo entregó por conseguir aquello. Nosotros, que se trata del reino, de la vida eterna, ¿seguiremos con el es que…?
Estamos llamados a ser de Cristo, somos de Cristo, destinados a la gloria y a la vida. ¿Qué estamos dispuestos a dar por Cristo? Todo. Piensen que un día se nos preguntará por nuestra vida. Qué diremos al juez ene se día: bueno sí, pero es que… No creo que valga la disculpa.
Pidamos al Señor que nos haga amar de corazón sus mandatos, que no volvamos a colocar disculpas, que la frase de don Adolfo quede desterrada por siempre de nuestra vida cristiana. Hemos conocido el reino. Sabemos que nuestro destino es el cielo. Todo por el cielo, todo por Cristo, todo por su gloria. Bendito sea.
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