Jansenismo y progresismo en la conciencia cristiana actual (2-2)

El placer, la pureza y el pecado

Una última observación sobre este tema capital. Es inevitable que si se convierte la aspiración natural a la pureza en una obsesión patológica (es un síndrome neurótico bien conocido por la psicología actual, como mecanismo típico de presiones “morales” inconscientes), todo lo vinculado a la vida sexual se hace sospechoso o repugnante. Pero el gozo sexual no sólo es bueno, sino creado y permitido por Dios; no es algo “permitido” a nuestra debilidad, sino puesto por el Creador en la naturaleza. Dios creó al hombre adámico así; el pecado de Adán lo que introduce es un desorden en el apetito humano, un exceso de voluptuosidad que hace que no obedezca al dominio de la razón.   Se desordena lo que debe estar sujeto a la libre voluntad racional, al espíritu. Pero no es la intensidad del placer, ni su carácter carnal lo que lo hacen malo.  Es que en el estado de naturaleza caída, el hombre no domina perfectamente el ciertos sectores de sí mismo, la voluptuosidad de sexo y otras emociones violentas. Puestos en la ira extrema, o en le exaltación sexual, o bajo el terror, la razón queda presa de su torbellino. Tal desorden pasional es malo, no la concupiscencia como tal.

Como vemos, una distorsión de esta doctrina ha arrojado una sombra de duda y de vergüenza sobre el amor humano[1].

El puritanismo se presenta así como una desordenada aspiración a una pureza angélica.

Como si los ángeles fueran más puros por ser inmateriales; como si no hubiera entre ellos demonios y entre los hombres –materia, carne y sangre- el Dios Encarnado. Todo esto es fruto de cierta soberbia. La dignidad del cuerpo fue elevada para siempre desde la Encarnación, dignidad de sus goces y de sus dolores, dignidad superior a la dignidad angélica. Frente a una carne gloriosa, ángeles y arcángeles se postrarán eternamente. A un pequeño y desvalido cuerpito humano adoramos en Navidad. Fue engendrado y creció en el seno de María, reina y señora de todo lo creado, reina también de los espíritus puros, que la Iglesia canta llamándolo panis angelicus, fit panis hominum.

No hay peor herejía, por anticristiana, que la herejía puritana. No es raro que por ser la más anticristiana sea también lo más inhumana, porque desgarra nuestra naturaleza misma. Por esto, por ser la herejía suprema al negar la Encarnación el maniqueísmo no muere. “El hombre, cuya naturaleza fue asumida por el mismo Dios en su Hijo Jesucristo, constituye el punto medio de toda la creación. En él se unen en orgánica unidad, todas las categorías de ser del mundo: materia, plantas, animales, espíritu”, dice Pieper en su “Catecismo del Cristiano”[2].

La teología moral del Demonio

No nos extrañe, pues, que la teología moral del demonio sea puritana. Como agudamente señalaba Thomas Merton, el demonio ha hecho muchos discípulos predicando contra el pecado[3]. Su teología moral parte del principio disimulada pero insistentemente susurrando a nuestros oídos: “el placer es pecado”. Pero, claro, añadirá pronto: “todo pecado es placer”. A continuación, como el placer es inevitable y tenemos tendencia natural a él, concluye convenciéndonos de que nuestras tendencias naturales son malas –¡manes de Lutero!- que nuestra naturaleza es mala en sí. Entonces somos ya sus presas: nadie puede evitar el pecado, puesto que el placer es inevitable.

Una natural rebelión gritará desde el fondo del corazón: “lo que es inevitable no puede ser pecado”. Sólo resta ya decidirse a echar por la borda el concepto de pecado y vivir al margen de él. Ya no queda, continúa Merton, sino vivir para el placer, con lo cual este estado es peor que el primero, y de este modo placeres que son naturalmente buenos vuélvense malos por degradación y se desperdician vidas en la infelicidad y la culpa.

El moralismo considera el placer de dos maneras exclusivamente: como malo o como “permitido”, se descarta “a priori” la existencia del placer naturalmente bueno. Ciertos placeres, se piensa, son permitidos en vista de nuestra debilidad, al modo como se permitieron la poligamia o el divorcio en el Antiguo Testamento, como una divina concesión. Hemos escuchado mil veces decir que si Dios ha puesto en el hombre el placer de la comida es para asegurar que nos alimentemos, lo mismo que el placer sexual asegura la perpetuación de la especie. Esto no es falso, por cierto. El error está, en que tales afirmaciones esconden una resistencia a concebir el placer como un constitutivo intrínseco del acto natural. Se lo reduce a un sobreañadido para asegurar, debido a nuestra debilidad y maldad, dicho acto. A esta mentalidad le repugna que el placer sea en sí naturalmente bueno y que el dolor sea, en cambio, un mal, secuela del pecado y contrario al orden de la naturaleza tal como la creó Dios. Si el dolor, después, transformado misteriosamente por Dios y sacado de su inmanencia de puro castigo, fue convertido en vehículo de gracia y medio de glorificación, esto  pertenece a un orden sobrenatural nuevo surgido después del pecado, para nuestra salvación, en un milagro de amor divino. Todo sucedía para aquella mentalidad como si no supiera que es el infierno el que es dolor y el cielo gozo perfecto. Sólo accidentalmente en esta vida itinerante y por causa del pecado, Dios dispuso realizar el milagro de la Redención a través, fundamentalmente, de la paradoja viviente del Dolor. Porque desde el Calvario y para siempre, antes y después, es necesaria la Pasión para alcanzar la Resurrección, hasta que la Parusía cree un orden de nuevos cielos y nueva tierra. Que la actual reacción contra las exageraciones del jansenismo tampoco nos haga olvidar esto. Es necesario completar la Pasión de Cristo y no hay posibilidad de restaurar el orden de la naturaleza sin violencia. La concupiscencia sólo tiene un remedio, aún en el orden de la simple naturaleza, la penitencia. El progresismo ha disminuido a tal punto estas verdades que cree que la penitencia es sólo “metanoia” (conversión) sin darse cuenta que no hay conversión sin mortificación. No hay mística sin ascética. No hay siquiera vida humana sin ascética.

De este error simétricamente contrario al error puritano hablaremos más adelante. Ahora nos interesa concluir, sencillamente, que el valor espiritual del dolor no proviene de sí mismo, ni demuestra el disvalor del placer, como fácilmente se deja convencer la conciencia moralista. Esta se resiste a ver el placer como lo que es, bueno en sí y por ello digno de ser sacrificado a Dios. Se niega en el fondo a reconocer que sólo es malo si es desordenado y lo es entonces por desordenado y no por placer. Ver al placer como in-moral y al dolor como bueno en sí mismo es una visión dialéctica que está en radical oposición con la visión de la filosofía cristina. Para ésta todo lo que es naturalmente, es bueno. El placer no puede ser malo en sí, porque pertenece al orden natural. Para el dualismo maniqueo la realidad es el campo de lucha entre opuestos: bien y mal, materia y espíritu, naturaleza y gracia. No entiende que la gracia supone la naturaleza.

José María Cabodevilla[4]observa que esta errónea concepción es la que nos hace identificar lo meritorio con lo penoso. “Creemos que el mérito está en proporción directa con el esfuerzo y nos equivocamos tristemente”. Este autor transcribe esta hermosísima sentencia tomista: “Si la caridad fuera tan completa que suprimiese en absoluto la dificultad, será entonces más meritoria”. Es ésta la teología que nos ha escamoteado el moralismo.

La renuncia al placer, es decir el sacrificio en general, tiene solamente dos sentidos admisibles: como ejercicio ascético para lograr el dominio de nuestros impulsos, sean sensibles (animales) o intelectuales (la vanidad y el orgullo son más  pecado del espíritu que de la  carne), y en segundo lugar el sacrificio tiene el sentido etimológico de lo que se ofrenda a Dios como reconocimiento de su dominio y de nuestra dependencia, convirtiéndose así en sagrado (sacrificial).

Podemos preguntarnos por las causas del temor frente al placer, que acompaña al moralismo obsesivamente. Los psicólogos hablan de mecanismos mentales tales como la auto-punición, el complejo de culpa y la necesidad de castigo; la identificación (consciente o no) de placer con lo impuro; en ciertas neurosis es típico cómo el sujeto suprime lo que le complace. Es fácil sospechar una relación entre tales mecanismos y la manera moralista de considerar el placer. ¿Todo esto se halla vinculado a aquella tendencia a la postración ante lo terrible, que observaba Belloc? ¿Tiene un condimento de necesidad de castigo o punición, es una suerte de “masoquismo”? Hay una tendencia natural del alma a la purificación por el sacrificio, por el arrepentimiento y la reparación de las culpas, tendencia que puede desequilibrarse ya sea individual o colectivamente. De la primer manera tenemos una neurosis con sus diversos síndromes de complejo de culpa, auto punición, etc.; de la segunda, el puritanismo y la religión del terror. 

Moralismo, Psicología y Vida Espiritual

El moralismo parte o desemboca, pues, de un desconocimiento de la naturaleza humana. Violenta los dinamismos psicológicos en nombre de la moral, sin reparar en que ésta se verá arrastrada por la quiebra de aquéllos. El que hace de ángel hará de bestia, decía Pascal. Una normal conciencia psicológica es condición indispensable para una recta conciencia moral. No se trata de suprimir toda tensión en el hombre, todo combate, pero se necesita un mínimo de equilibrio y armonía biopsíquica - espiritual. 

Paradójicamente los puritanismos exacerban a la bestia. Es notable el poder excitante de ciertas inhibiciones. Julien Green, en su novela “Moira”, ha hecho el trágico retrato de la fuerza explosiva de una pasión carnal sometida a fuertes represiones espirituales. Thibon, que tan agudamente ha visto estas cosas[5], en el capítulo que dedica a las relaciones entre sexualidad y vida espiritual, en su “Crise moderne de l’amour[6] recuerda el estupendo mito de que se vale Platón en el “Timeo” para expresar las relaciones entre sexo y espíritu. El mito platónico dice que la simiente sobrenatural, es decir, la facultad que nos hace capaces de acceder a lo eterno, existe en nosotros a la manera de un ser viviente. Este ser es, como nosotros, compuesto de cuerpo y alma, y su cuerpo gira en el cerebro a la manera de un astro: sigue estrechamente el ritmo de las revoluciones celestes, ese movimiento cíclico que, el único aquí abajo, reproduce la inmovilidad de lo eterno, y respira por los orificios del cráneo. Mas si a causa de la fuerza de la inercia y de la materialidad de los pensamientos, el movimiento de rotación del cerebro no lo arrastra más, cae en la columna vertebral y allí la necesidad de respirar lo empuja a los órganos sexuales de donde quiere salir para vivir. Pero no puede hacerlo más que por la emisión del semen en el hombre y el parto en la mujer. Así, la perpetuidad remeda lo eterno: lo sexual es lo espiritual degradado. Antes de Freud, Platón había notado este carácter anárquico de la sexualidad en relación a la persona espiritual. Thibon señala a continuación que “todo lo que hay de verdadero en Freud sobre la represión de la libido y etiología de las neurosis (…) está ya contenido en germen en Platón, con la diferencia de que Platón explica el fenómeno sexual partiendo del espíritu, mientras que Freud tiende sin cesar a explicar las cosas del espíritu a partir del sexo”. La misma diferencia de interpretación se encuentra a propósito de los fenómenos llamados de sublimación. Pero lo innegable es que la relación existe y es entre ambos muy íntima.

El hombre, pues, ni ángel ni bestia. Tampoco un ángel unido a una bestia. Las relaciones entre cuerpo y alma son las de dos partes de un solo ser, no las de dos seres. Las relaciones entre espíritu y sexo, son tan íntimas y estrechas como las que puedan tener dos porciones de algo que soy yo mismo. “Yo mismo” es mi ser cuerpo y mi ser espíritu, y mi “yo” fundamental no sólo los asume sino que los une. Mejor: ellos lo constituyen también y son él mismo. Las partes de mi ser humano sin confundirse se interpenetran y no necesitan en su unidad de algo que las una, como un puente o un lazo une dos cosas que sólo están juntas. Ser uno es mucho más que estar unido. Por eso nuestra animalidad es racional y nuestra razón carnal. Nuestra sexualidad está traspasada de espíritu. Por eso puede corromperse. Y el espíritu degradarse. A la bestia y al ángel no les puede pasar nada de todo esto.

El pobre Joseph, de “Moira” siente estallar en pedazos su superestructura espiritual puritana por la fuerza de lo que su carne desea y él odia. Su cuerpo salta vorazmente, por debilidad, sobre la carne ansiada, y su espíritu destruye con la misma fuerza, por odio, lo que lo degrada. El ángel que se le enseñó a querer ser, prefiere el infierno a la humillación de la carne. No acepta la condición humana. Por eso, después del pecado, Joseph mata con la misma desesperada ansia el cuerpo que recién poseyera.

El odio de Joseph fue más fuerte que el deseo, porque el pecado del espíritu es más terrible que el pecado de la carne. Por los pecados del espíritu se entra al mundo sin esperanza de lo que el mismo Dios misericordioso no puede perdonar[7].

La intuición de otro artista, el autor de “Los cipreses creen en Dios”[8] ha captado certeramente el peligroso juego que se entabla entre el espíritu y la vida. El desenlace de las penurias de un muchacho en un seminario español de ambiente puritano, es una caída sexual. De nuevo la trágica paradoja: tal vez esa pureza se hubiera preservado de no haber sido ahogada por una sobrecarga de tensiones moralistas.

El huracán de la carne suele desencadenarse justamente en los momentos de mayor tensión espiritual. Como en las famosas tentaciones de San Antonio. A la carne, enemigo del alma, es mejor no presentarle combate de frente; con ella más vale la habilidad que la fuerza. El moralismo desearía tenerla aherrojada y en tal afán halla su fracaso.

Espíritu y vida

El hombre, ese magnum miraculum, resume el prodigio de una confluencia cósmica: espíritu y vida. En la delicadísima trama de ese encuentro, el pecado introdujo el conflicto. La corrupción de algo tan bueno, fue pésima. La complejísima estructura de este alarde creador resultó herida para siempre. Y las relaciones de dos mundos maltrechos se hicieron de una dificultad insuperable. Pero ese mismo conflicto, ese desgarramiento, por la bondad de Aquel que sabe sacar bien del mal, se convierte en posibilidad y medio de salvación. El conflicto del espíritu y la carne que proviene de la debilidad de uno y de otro y no del hecho de la unión de un espíritu y una carne, se transforma así en el potente trampolín de la elevación del hombre. Pero, como advierte Thibon, puede también desembocar en la ruina común de ambos si se lo lleva más allá de ciertos límites o si se le erige en absoluto como hacen el maniqueísmo y en general los dualismos. Thibon utiliza una imagen sugestiva. El espíritu del hombre se cierne sobre las aguas de su vitalidad; si éstas se desbordan, el esquife del espíritu corre el riesgo de ser arrastrado. Este riesgo justifica las prácticas ascéticas, cuyo objeto es hacer navegables   las aguas de la vida. El ascetismo asegura la conducción de lo sensible por lo espiritual. No hay vida realmente humana sin ascetismo. Pero –nos advierte Thibon- una  cosa es encauzar un río y otra secarlo. El ascetismo que se erige en fin de si mismo y adopta las forma de odio a la vida, “trabaja a la par por el agotamiento del espíritu”. “Muy alta, el agua lleva a la barca al naufragio; muy baja, la encalla en  la arena”[9].

Esta tensión entre espíritu y vida puede alcanzar complejidades infinitas. “Todavía hay algo peor que la opresión y mecanización de la vida por el espíritu, engendradora por rebote del formalismo de éste: la falsificación de los valores espirituales y la contaminación del espíritu por las energías vitales reprimidas”. Las morales, las costumbres o los ideales “que niegan a la carne y al yo individual sus derechos legítimos, no solamente agotan la vida, sino que la pervierten”. “Tras de la podredumbre de un Rousseau está la inhumana rigidez de un Calvino”[10].

La vida espiritual

Hemos ido pasando de los perjuicios psicológicos del puritanismo a los perjuicios morales y espirituales. Las consecuencias para la vida espiritual del espiritualismo exagerado son, irónicamente, lamentables. Termina congelando el fervor, seca el corazón, impersonaliza la relación religiosa –entrañable, personal y filial- haciéndola una especie de imperativo categórico, una obligación abstracta, es decir, un cumplimiento legal y formal en vez de una relación amorosa viva. Sin ésta la devoción languidece y puede morir, y con ella la comunión con Dios que es la plegaria; pero, ya lo sabemos, “la fe no se retiene sino con las manos juntas”[11].

La religión es reducida a la moral, y ésta a un reglamento. Pero entonces, hecha la reducción, se invierten los términos y se hace de la moral religión. La palabra de Dios se convierte en un conjunto de amonestaciones, de normas “para aplicar”… Muchos sermones infaliblemente iban a parar a eso: “lo que nos quiere decir el Señor en este pasaje es que debemos, o que no debemos…”. La Revelación pierde sustancia religiosa, mística; ésta es fagocitada por la ascética. La palabra de Cristo, palabra de vida, es disecada por el moralismo, como sucedió en el legalismo fariseo. Contra éste luchó y, humanamente, perdió Jesús la batalla.

El estilo pastoral del moralismo jansenista, fue permanentemente amonestador, vociferante y formulero, como si se tratase de mover los corazones desde fuera: es que la pasión que comúnmente toca es el miedo, y el miedo mueve desde fuera, porque es un movimiento de repulsa. El amor, en cambio, mueve desde dentro porque impulsa a abrazarse a lo amado e identificarse con él. 

La reacción contra el moralismo jansenista fue, en nuestros días, el progresismo, pero este remedio resultó ser tan malo o peor que la enfermedad.   

Abelardo Pithod

1967

[1] Para bien entender esta doctrina no debemos olvidar, por supuesto, que en el estado actual de naturaleza  caída, debido a la violencia irracional del placer que el acto sexual provoca, rompiendo de hecho su sujeción al comando de la voluntad, el acto sexual tampoco sería lícito dentro del matrimonio mismo, sino fuera porque recibe la justificación de los fines a que apunta, los fines conyugales. Fuera del matrimonio el acto sexual está doblemente injustificado: por su voluptuosidad y por no estar ejercido en el ámbito y orden exigido por la naturaleza y querido por Dios para garantizar la consecución de sus fines.

[2] (1954). Madrid: Rialp. P. 35.

[3]Semillas de contemplación. (1952). Buenos Aires: Sudamericana. P. 70.

[4]Señora Nuestra. (1957). Madrid: BAC. Pp. 30-32.

[5] Véase el ya citado ensayo Sobre el amor humano (Ce que Dieu a uni) sobre todo los dos primeros capítulos.

[6] (1953). París-Bruxelles: Ed. Universitaires, p. 79.

[7] No obstante, no nos engañemos: en el hombre no hay pecados puros, del espíritu y de la carne. Lo que sí las proporciones pueden ser muy desiguales. Que no confíe, pues, en la debilidad de su carne el pecador  para conseguir misericordia: porque esa presunción es ya pecado del espíritu.

[8] Gironella, J.M. (1953).Barcelona: Planeta.

[9]Sobre el amor  humano, op. Cit., p. 37.

[10] Op. Cit., pp 38 y 40.

[11] Jean de la Varende. op. cit., p. 47.

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