23 de julio.

Homilía para el Domingo XVI durante el año A

Nuestra tendencia natural es clasificar a las personas en dos categorías: los buenos los malos. Evidentemente, como es natural, nosotros nos ponemos en la primera categoría. Esta es la tendencia ya sea en los individuos como así también en las naciones o en los grupos religiosos.

Siempre preocupados por un profundo deseo de seguridad, somos fácilmente perturbados por el carácter relativo de todas las cosas. Entonces intentamos transformar en absolutos todos nuestros conceptos, y fácilmente nos perturbamos si los otros no sienten el mismo deseo (lo sienten pero a veces no coinciden los objetos, cada uno quiere hacer “su” dogma, como dice la sabiduría popular: cada loco con su tema). Aparece entonces la intolerancia y los sectarismos.

Los mismos Apóstoles estaban escandalizados del comportamiento de los Fariseos y de ciertos discípulos vacilantes, y habrían querido hasta que, Jesús, hiciese caer fuego del cielo sobre sus enemigos. Jesús rechazo estos comportamientos.

Él es el pastor universal. No vino con signos de poder, como un juez que tiene por misión separar los buenos de los malos. No establecía líneas de marcación entre los discípulos. No juzgaba. Había venido para los pecadores. Esperaba simplemente que todos se reconocieran tales. No apagaba la mecha humeante (algo que siempre me repetía el Obispo que me ordenó: cómo Jesús no hay que apagar la mecha, hay que tratar de que se vuelva a encender, me decía). En su amor, esperando una respuesta, tenía un respeto extraordinario por todos aquellos que amaba (todas las personas). Su paciencia es la expresión de un desapego radical de sí mismo.

En el curso de su vida humana fue la encarnación de la paciencia divina en relación con los pecadores. Mostró que el perdón divino era sin límites y que ningún pecado podía arrancar al hombre del poder del Padre (sólo el pecado contra el Espíritu Santo, que en su sustancia, es no querer conscientemente que Dios actúe en nosotros).

Pero el mensaje de la parábola de hoy va más lejos. Jesús no es un nuevo legislador, vino a dar plenitud, no a cambiar las reglas del juego. Trae una levadura para ponerla en la masa de la humanidad, esta levadura, invita a todas las generaciones a repensar, a remodelar sus vidas. Todo debe fermentar al calor del Evangelio.

La Iglesia, siendo el Cuerpo de Cristo, recibió la tarea de encarnar la paciencia de Jesús hacia la humanidad. El Papa Francisco ya nos lo ha dicho de todas las formas posibles, con gestos y palabras. Tampoco su misión es de separar a los buenos de los malos, sino la de presentar un rostro auténtico del amor. En la tierra el grano siempre está mezclado con la paja, y también con la cizaña. La línea de separación entre el bien y el mal pasa a través de cada uno de nosotros. La separación será sin duda después de la muerte.

El otro mensaje de la parábola es que la ley del Reino es una ley de crecimiento. Un buen acto de fe consiste en saber estar atentos a los gérmenes de vida nueva en nuestra comunidad, en nuestra familia, en nuestra Iglesia, y en favorecer el crecimiento de estas semillas, sin dejarse molestar por la presencia de eventuales cizañas en medio de ellas.

El pecado está pegado a nuestra piel. No es algo que entra de improviso en nuestra vida y que nosotros podemos despojarnos en cualquier parte. Hay en nosotros semillas de pecado y semillas de curación. La lucha entre estos dos tipos de semilla durará hasta el fin, hasta nuestra muerte. Lo mismo sucede para la Iglesia y para el Mundo.

Nadie puede esperar ser capaz de imitar la paciencia de Cristo, a menos que esté nutrido de su Palabra y de su Pan. Es por esta razón que nosotros celebramos la Eucaristía, que puede nutrir en nosotros la vida en germen. Acerquémonos entonces a este don con confianza y esperanza, que santa María, nos ayude a tener paciencia, en primer lugar con nosotros, para que vivamos en Jesús, y no muramos en nuestras propias trampas y después con nuestros hermanos para que los sepamos ayudar a encender la mecha que humea.

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