La poca flexibilidad de unos médicos empeñados en que su apreciación era la única posible, la posterior judicialización del procedimiento, y la ideologización del caso tras su aparición en los medios han hecho que la voz de los padres, los más interesados en que se actuara en bien de Charlie, no haya sido valorada como debiera.
El caso de Charlie Gard, un bebé inglés con una enfermedad mitocondrial al que los médicos quieren retirar la respiración artificial en contra de la voluntad de sus padres, ha ocupado titulares en periódicos de todo el mundo en las últimas semanas. Lo más comentado ha sido el aspecto ético del caso: ¿cuál era realmente el mejor interés de Charlie: dejarle morir en paz, como recomendaba el hospital (el GOSH, en Londres), o probar un tratamiento experimental ofrecido por un médico estadounidense, como querían los padres? ¿Sería eutanasia lo primero? ¿O encarnizamiento terapéutico lo segundo?
La complejidad ética del caso deriva, en parte, de la médica. El Hospital que ha atendido a Charlie en los últimos meses ha defendido que los daños cerebrales producidos por la enfermedad eran irreversibles. También, que cualquier terapia alternativa a los cuidados paliativos sería inútil, pues no existían posibilidades reales de aumentar la calidad de vida del niño. Sin embargo, otros médicos señalaron que sí había margen de mejora, aunque la probabilidad no fuera grande, si se utilizaba una terapia con nucleósidos, que ya se ha ensayado con éxito en otros pacientes, aunque con un cuadro no exactamente igual al de Charlie.
Lo normal y lo extraño
La discrepancia “científica”, con su deriva ética, es totalmente normal. Hay que presumir que tanto los profesionales del GOSH como el neurólogo que ofreció el tratamiento experimental a los padres, Michio Hirano, buscaban lo mejor interés para el niño. Se entiende que los primeros defendieran su diagnóstico, basado en una gran experiencia profesional. También es comprensible, y loable, que Hirano, un reputado investigador, respondiera a la petición de los padres ofreciendo su ayuda. Todavía más entendible es que los padres de Charlie, Chris y Connie, se aferraran a esta posibilidad como a un clavo ardiendo.
Lo que no parece tan normal es lo que ha sucedido después. Por ejemplo, que el GOSH reaccionara a la petición de los padres de probar una terapia experimental pidiendo a un juez que le permitiera retirar la respiración artificial al niño, como si tuvieran prisa o temieran una actuación cruel por parte de los progenitores. No se entiende el argumento de que el tratamiento alargaría el sufrimiento del bebé; sobre todo, después de que el propio hospital señaló que, debido a los daños cerebrales, no era posible determinar si Charlie estaba sintiendo dolor. Connie, la madre, repitió varias veces que a ella no le parecía que su hijo sufriera.
Es cierto que, como señala Ian Kennedy en The Guardian, la opinión de los padres no tiene por qué ser la mejor, porque carecen de los conocimientos técnicos de los médicos, y pueden estar demasiado afectados sentimentalmente para emitir un juicio desapasionado. No obstante, en este tipo de situaciones, esa cercanía emocional de los progenitores, que difícilmente igualarán los médicos por muy atentos y sensibles que sean, es también una garantía de que el interés del menor estará por encima de todo.
Los derechos de los padres
Así lo explica Margaret Wente, una conocida columnista americana residente en Canadá, en un artículo publicado en The Globe and Mail. “Creo que, en general, deberían prevalecer los deseos de los padres. En estas decisiones importan tanto los valores y creencias como los conocimientos médicos. Por eso, no deben ser tomadas por jueces o parlamentos, sino por las personas cercanas que más quieren a los enfermos”.
Si bien los derechos de los padres no son absolutos, en el caso de Gard no se cumplen, a juicio de Wente, los criterios para tener que proteger al niño frente a sus progenitores: la actitud de estos no se puede calificar como abusiva o negligente. No se trata, por ejemplo, de unos padres que, debido a creencias infundadas, se oponen a que su hijo reciba un tratamiento necesario, arriesgando gravemente su salud. Pero Chris y Connie “solo querían ofrecer a Charlie una última oportunidad. Quizá la probabilidad de éxito fuera mínima, y la posible ganancia no mereciera la pena, pero eso es también hacer un juicio de valor. Y no es tu hijo. Además, los padres de Charlie no demandaban demasiado del sistema de salud; simplemente querían llevárselo a otro sitio, pagando el tratamiento de sus bolsillos. Es algo que la gente rica hace constantemente (Chris y Connie podían costeárselo gracias a las donaciones de particulares). El Estado, por muy buenas que fueran sus intenciones, debería haber liberado a Charlie”.
Suplantación de la patria potestad
Parecidos argumentos emplean Melissa Moschella, profesora de Ética Médica en la Universidad de Columbia, y Elisha Waldman, jefa de la división de pediatría paliativa en un hospital infantil de Chicago, que escribieron sobre el caso de Charlie en las páginas de USA Today y The New York Timesrespectivamente. Ambas coinciden con Wente en que aquí no concurrían las circunstancias que aconsejan limitar los derechos de los padres sobre sus hijos.
Ross Douthat, también en The New York Times, ha criticado duramente las actuaciones del hospital y los jueces en contra de los padres de Charlie. Al igual que los anteriores comentaristas, considera que se ha cometido una suplantación abusiva e injustificada de la patria potestad. Además, explica que, incluso desde un punto de vista exclusivamente científico, el desenlace ha sido contraproducente. Muchos avances médicos se han producido, precisamente, cuando se han explorado tratamientos que se consideraban innecesarios.
Ashya King es un ejemplo vivo de que la audacia médica y la pertinacia de los padres pueden ser beneficiosas para toda la comunidad científica. Como recordaba recientemente Joanna Sugden en The Wall Street Journal, en 2014, los padres de King, un chico de 5 años con un cáncer cerebral que estaba siendo tratado en un hospital inglés, decidieron llevárselo de allí sin permiso para que recibiera un tratamiento experimental en Praga. El gobierno inglés emitió una orden de captura y el matrimonio fue arrestado en España. Sin embargo, el juez les liberó y permitió que el chico recibiera la terapia, a pesar de que los médicos del hospital inglés señalaron que sería inútil Sin embargo, fue un éxito, y Ashya regresó a Inglaterra curado.
Un caso judicializado y mediatizado
Otro aspecto extraño del caso, que a la postre ha resultado negativo para los intereses de los padres, ha sido la judicialización del caso. Es cierto que, desde el momento en que los médicos del GOSH solicitaron al juez el permiso para desconectar a Charlie, en contra de los padres, este no tenía más remedio que sentenciar. Sin embargo, sorprende que las sucesivas instancias hayan razonado sus fallos –todos a favor del hospital– con argumentos más médicos que judiciales, entrando a valorar si la terapia alternativa iba en el mejor interés del menor.
Como comenta Sudgen, la tendencia a judicializar este tipo de situaciones, y a que los fallos vayan en contra de los padres, es más frecuente en Gran Bretaña que en Estados Unidos, donde se hubiera agotado cualquier posibilidad médica antes de arrojar la toalla.
La mediatización del caso, y su consiguiente ideologización, tampoco ha ayudado a que la solución al conflicto fuera pacífica. Parte de la prensa se posicionó desde el principio de parte del hospital, presentando a los padres de Charlie como una especie de fanáticos cristianos que querían alargar la vida del niño a toda costa. Los abusos de algunos de sus “partidarios”, con el hostigamiento a médicos del GOSH (que Chris y Connie condenaron públicamente), contribuyó a reforzar esta imagen falsa.
De esta forma, toda una serie de factores han ido “sustrayendo” a Charlie de la tutela de sus padres: primero, la obstinación de los médicos del GOSH y su respuesta excesiva ante la razonable petición de Chris y Connie; después, la intermediación de los jueces, que convirtieron un asunto médico en una “lucha de derechos”; por último, el ruido generado en los medios de comunicación, que simplificó y polarizó las opiniones.
La muerte del pequeño, quizá inevitable, ha resultado así innecesariamente dolorosa para los padres, que durante los últimos meses han sentido como si otras personas, con las mejores intenciones, hubieran “secuestrado” a su hijo, y suplantado su autoridad, robándoles la última oportunidad de ayudarle. Queda desear que, después de todo este sufrimiento, puedan al menos recuperar la paz que se les debería haber procurado antes.
Fernando Rodriguez Borlado
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