29 de julio.

SANTA MARTA

En la pendiente oriental del monte Olivete, y a una distancia aproximadamente de un kilómetro de su cúspide, yace una aldea típicamente árabe llamada El-Azariyeh, que acaso tenga relación con el Lazarion, nombre que se daba a la población cristiana bizantina construida a unos 200 ó 300 metros del emplazamiento del villorrio de Betania de que habla el Evangelio. Dice San Juan que el poblado “estaba cerca de Jerusalén, como unos quince estadios” (11, 18), o sea, a unos tres kilómetros (exactamente: 2.775 m.), en el supuesto de seguir el camino recto que conduce a Betania a través de Getsemaní, la cima del monte Olivete y Betfagé. Más largo es el trayecto por la carretera de Jerusalén a Jericó y Transjordania, que roza el poblado de Betania.

 Por su proximidad muchos judíos de Jerusalén iban frecuentemente a Betania, y el mismo Jesucristo se retiraba allí al atardecer, una vez terminado su magisterio diurno en el Templo, buscando en el hogar de una familia amiga el calor que un corazón humano comprensivo podía proporcionar al peregrino divino que no disponía de una piedra donde reclinar su cabeza. Componían la familia los tres hermanos: Marta, María y Lázaro. No parece que vivieran sus padres, ni que alguno de los mencionados hermanos estuviera ligado en matrimonio o lo hubiera contraído en un tiempo. Era Marta la mayor de la hermandad y hacía ella las veces de ama de casa. Esto último significa su nombre en lengua hebraica, martah, que no aparece en el Antiguo Testamento, pero se halla en la literatura talmúdica bajo la forma femenina con el significado de “ama”; “dueña”. En uno de los muchos sepulcros judío-cristianos del siglo I descubiertos en el paraje llamado Dominus Flevit, en la vertiente occidental del Olivete, han aparecido juntos los nombres de “Marta y María” (martah wemariah).

 Una santa amistad unía la familia con el divino Redentor. Marta, como ama de casa, era la encargada de recibir y atender a los huéspedes. El santo Evangelio señala algunos de sus encuentros con Jesús. La primera vez que Marta salta al terreno de la historia fue con ocasión de hospedar a Jesús en su viaje a Jerusalén siguiendo el camino de Jericó. Al llegar a Betania decidió detenerse en casa de sus amigos. La noticia de la llegada del Maestro puso en revuelo a la piadosa familia, que le acogía con sincero y devoto afecto. Como ama de casa salió Marta a su encuentro e introdujo a Jesús en ella.

 Como de costumbre, al poco de entrar empezó Jesús a hablar, quedando todos los presentes, incluso los apóstoles que le acompañaban, pendientes de sus labios. Marta pudo gozar unos momentos de beatífico reposo escuchando al Maestro, pero su condición de “ama de casa” la forzaba a tener que abandonar la compañía del Maestro divino para dedicarse a los trabajos conducentes a asegurarle un hospedaje digno. Trataba Marta de armonizar su actividad con sus ansias de escuchar al Maestro, pero, dado el volumen de trabajo, comprendió que se le escapaba la oportunidad de poder oír las palabras de Jesús. Con envidia contemplaba a su hermana María, abstraída totalmente de toda preocupación material, atenta a las palabras de Cristo. En su ir y venir echó Marta sus cálculos de que, si María le ayudara en sus quehaceres, más pronto quedaría libre para escuchar tranquilamente a Jesús. Dada la íntima confianza con que la familia trataba a Jesús, se atrevió Marta a proponerle lo que había premeditado en su interior, diciéndole: “Señor, ¿no te da enfado que mi hermana me deje a mi sola en el servicio? Dile, pues, que me ayude” (Lc. 10, 40). No eran sus palabras un reproche para su hermana, sino una angustiosa llamada al bondadoso Jesús para que sugiriera a María la idea de que, con el trabajo aunado de las dos, tendría Marta más tiempo libre para dedicarlo también a la contemplación.

 Comprendió Jesús que las palabras de Marta estaban dictadas por el ardiente anhelo que tenía de escucharle, Por eso le contestó con otras que tenían más de lección para los presentes y para las generaciones venideras que de reprensión para la hacendosa hermana: “Marta, Marta, tú te acongojas y conturbas por muchas cosas, cuando de pocas hay necesidad; en rigor, de una sola. María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada”. En efecto, dado el inestimable privilegio dispensado a la familia de tener a Jesús como huésped, lo principal era escucharle, pasando a segundo término las preocupaciones por el alimento material.

 Cuando Jesús se dignó entrar en casa de Marta no pretendía que se le dispensara a Él y a sus discípulos una recepción fastuosa o que se les preparase un exquisito banquete. El divino Maestro tenía un manjar que los hombres no conocían (lo. 4,32), y quería que todos pospusieran el alimento material a la comida espiritual. Cristo había dicho: “No, os preocupéis diciendo: ¿Qué comeremos, qué beberemos, o qué vestiremos? Los gentiles se afanan por todo esto… Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura” (Mt. 6, 31-33). Jesús entró en casa de sus amigos de Betania con el fin de saciar el hambre espiritual que sentían sus moradores, por lo cual no convenía que desviaran su atención a otras cosas secundarias, aunque tuvieran como finalidad exclusiva el servicio de Cristo y su móvil fuera el amor hacia Él.

 Puestos a enjuiciar la actitud de las dos hermanas conforme a la jerarquía de los valores espirituales, cabe decir que la ocupación de María es en sí más perfecta que la de Marta. De suyo es más noble vagar en la contemplación de las cosas divinas que andar entre ollas y pucheros. ¿De lo dicho se deduce que debemos ser todos unos contemplativos, abismándonos en el estudio de las cosas de Dios, olvidados del mundo que nos rodea? No; Jesús, dice San Agustín, no reprende a Marta; sólo señala diferencia de ministerios. Hay vocaciones a un estado superior de contemplación. Que no digan los activos que los que contemplan no trabajan: trabajan mejor que ellos si contemplan mejor. De aquí la importancia suma que a la vida contemplativa dio siempre la Iglesia. Pero, cuando debe prevalecer la acción, entonces la misma Iglesia es la que orienta la actividad de sus hijos en este sentido. Este criterio ha hecho que surgieran en el campo de la Iglesia, en días de lucha con el enemigo, esta pléyade de hombres, de instituciones, que tienen por lema unir la acción a la contemplación (GOMÁ).

 Otro encuentro más sensacional tuvo Marta con Cristo en su misma casa de Betania. Se hallaba Jesús al otro lado del Jordán cuando una cruel enfermedad se apoderó de Lázaro. Desde el primer momento sus dos hermanas, Marta y María, pensaron que el mejor médico era su amigo Jesús, dueño de las enfermedades y de la muerte. De ahí que le mandaran un recado con las palabras: “Señor, el que amas está enfermo”. Bien conocía Cristo la gravedad del mal que aquejaba a Lázaro y su desenlace, pero tardó en ir para dar lugar a un ruidoso milagro. Cuando fue “se encontró con que Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro”. Al enterarse Marta de que Jesús llegaba, le salió al encuentro, en tanto que María se quedó sentada en casa. Transida de dolor y abrigando al mismo tiempo gran confianza en su corazón, se atrevió Marta a decirle: “Señor, si hubieras estado aquí no hubiera muerto mi hermano; pero sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo otorgará”. Díjole Jesús: “Resucitará tu hermano”. Marta le contestó: “Sé que resucitará en la resurrección en el último día”. Viendo Jesús el dolor que embargaba a Marta, quiso disipar cualquier sombra de duda que pudiera atormentar el corazón de aquella laboriosa ama de casa diciéndole: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre. ¿Crees tú esto?”. Respondió Marta: “Sí, Señor; yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, que ha venido a este mundo” (lo. 11, 20-27).

 Apenas oyó Marta las palabras esperanzadoras de Jesús, le dejó y corrió a casa para anunciar en secreto a su hermana María que el Maestro estaba allí y la llamaba. De repente se levantó María y corrió también al encuentro de Jesús. “Así que María llegó donde Jesús estaba, viéndole, se echó a sus pies, diciendo: “Señor, si hubieras estado aquí no hubiera muerto m¡ hermano”. Las lágrimas de las dos hermanas y sus gritos de dolor contagiaron a la muchedumbre allí presente, que lloraba con ellas la desaparición del hermano querido.

 El mismo Jesús, ante aquel espectáculo, “se conmovió hondamente, se turbó y dijo: “¿Dónde le habéis puesto?”. Mientras se dirigían todos presurosos al sepulcro de Lázaro, las lágrimas asomaron en los ojos de Jesús, resbalando silenciosamente sobre sus divinas mejillas, lo que hizo exclamar a muchos de los judíos presentes: “¡Cómo le amaba!”. Rodeado de las hermanas y demás comitiva Jesús llegó al monumento, que era una cueva tapada con una piedra. Dijo Jesús: “Quitad la piedra”, a lo que contestó Marta, acaso para evitar que un cuadro espeluznante se ofreciera a su vista: “Señor, ya hiede, pues lleva cuatro días”. Jesús atajó toda duda diciendo: “¿No te he dicho que, si creyeres, verás la gloria de Dios?”. Pocos momentos después, Lázaro salía del sepulcro, “ligados con faja pies y manos y el rostro envuelto en un sudario” (lo. 11,32-44). Jesús había premiado con un extraordinario milagro la fe de una familia amiga que le amaba entrañablemente.

 En este episodio evangélico aparece Jesús como el sincero amigo, el huésped agradecido, el compasivo consolador, el sencillo bienhechor, el delicado compañero. ¡Oh, dichosos una y mil veces los que, como Lázaro, Marta y María, le tienen y tratan como amigo! Dichosos los que oyen y entienden las palabras: “Todo el que vive y cree en mí no morirá jamás, Aun cuando muera, vivirá” (VILARIÑO). A Marta debemos el que Cristo pronunciara estas palabras tan consoladoras para nosotros, mortales que caminamos hacia la eternidad con la esperanza de vivir para siempre en compañía del que es la resurrección y la vida”.

 Todavía el Evangelio nos ha conservado otro recuerdo de la solícita hermana de Lázaro. “Seis días antes de la Pascua vino Jesús a Betania, donde estaba Lázaro, a quien Jesús había resucitado de entre los muertos. Le dispusieron allí una cena; y Marta servía, y Lázaro era de los que estaban en la mesa con Él” (lo. 12, 1-2). Como siempre, también el Evangelio nos presenta en este pasaje a Marta sirviendo a Jesús, ejerciendo amorosamente con Él los deberes que le imponía su condición de “ama de casa”. También en este pasaje evangélico María demuestra su amor por Cristo con el modo que le es peculiar. Mientras Marta servía la cena su hermana “ungió los pies de Jesús y los enjugó con sus cabellos” (lo. 12, 3). De nuevo las dos hermanas son el prototipo de las dos vidas, activa y contemplativa.

 A partir de este hecho desaparece Marta del marco de la historia para entrar en el campo de la leyenda. Ningún documento antiguo nos informa sobre su comportamiento durante los días de la pasión de Cristo y del tiempo que siguió a su resurrección hasta la ascensión a los cielos; pero todo induce a creer que la hacendosa “ama de casa” a quien amaba Cristo, sintiera vivísimamente su pasión y muerte, aunque lo manifestara de manera menos espectacular que su hermana María. Cabe también suponer que vio al divino Maestro resucitado. Llena de méritos y madura para el cielo, murió a una edad que desconocemos, yendo a ocupar un sitio de honor en las mansiones de la casa del Padre celestial. en premio de su total devoción y entrega al servicio de Cristo. Muy probablemente murió y fue sepultada en Betania, donde se enseñaba su sepulcro en el siglo IV. Una leyenda, con muy poco fundamento histórico, asegura que en el año 1187 se descubrió su sepulcro en Tarascón (Francia), dando pie con ello a otra leyenda del traslado de toda la familia a Francia y de su afincamiento en Tarascón, con la consiguiente actividad apostólica corroborada con portentosos milagros.

 A causa de su familiaridad con Cristo, y por decir el Evangelio que “Jesús amaba a Marta” (lo. 11, 5), su culto penetró muy pronto en la liturgia, variando extraordinariamente el día de su conmemoración. En Roma se le dedicó una iglesia por sugerencia de San Ignacio de Loyola.

 En 1528 los familiares pontificios formaron una hermandad, y, con el permiso del papa Paulo III, edificaron una iglesia en honor de Santa Marta, junto al Vaticano. En el curso de los años fueron muchos los institutos religiosos femeninos que escogieron a Marta como protectora. Es considerada la Santa como patrona del ramo de hostelería por razón de haberse mostrado ella diligentísima en el servicio del huésped divino, Jesucristo. Siempre ha gozado Marta de muchas simpatías a causa de ser ella diligente, cariñosa y condescendiente hasta tolerar el exceso de fatiga que le ocasionaba el carácter diferente de su hermana María. En el desenvolvimiento de sus quehaceres ella mira siempre las cosas por el lado práctico. El Salvador la amaba extraordinariamente porque, si María se muestra insaciable en recibir de Él el alimento espiritual, Marta, en cambio, se comporta como una tierna madre, tanto para Él como para los discípulos. los cuales eran considerados en Betania como personas de casa. Tienen los hosteleros en Marta un modelo que imitar. A todos nos enseña la Santa que debemos tratar a nuestros hermanos con la misma solicitud con que ella atendía a Cristo y a sus apóstoles.

Anuncios

Let's block ads! (Why?)

09:18
Secciones:

Publicar un comentario

[facebook][blogger]

SacerdotesCatolicos

{facebook#https://www.facebook.com/pg/sacerdotes.catolicos.evangelizando} {twitter#https://twitter.com/ofsmexico} {google-plus#https://plus.google.com/+SacerdotesCatolicos} {pinterest#} {youtube#https://www.youtube.com/channel/UCfnrkUkpqrCpGFluxeM6-LA} {instagram#}

Formulario de contacto

Nombre

Correo electrónico *

Mensaje *

Con tecnología de Blogger.
Javascript DesactivadoPor favor, active Javascript para ver todos los Widgets