Hace un tiempo publicábamos aquí y aquí un texto acerca de la moral conyugal que desató cierta polémica (el texto completo puede descargarse aquí).
La inmensa mayoría de los lectores, tanto en los comentarios como en mensajes privados se mostraron agradecidos de que hubiésemos tocado un tema tan delicado, aunque otros se vieron molestos e “invadidos".
Como complemento presentamos aquí dos artículos publicados por el psicólogo católico argentino, Don Abelardo Pithod donde analiza la estrechísima relación que hay entre el progresismo y el rigorismo jansenista de corte tradicional.
A quien le quepa el sayo, que se lo ponga.
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi
JANSENISMO Y PROGRESISMO EN LA CONCIENCIA CRISTIANA ACTUAL
Abelardo Pithod
Mendoza : Universidad Católica Argentina, 1967
“… el moralismo tampoco ha perdonado al mundo católico.
Apenas se termina en nuestros días la liquidación del jansenismo”.
Gustave Thibon
Hay una pasión del miedo como hay una pasión del odio, de los celos, una pasión sensual. Solo que el miedo puede ser tan salvaje como el odio, violento como la carne, más enloquecedor que los celos.
El miedo anida en lo profundo del alma humana como un fantasma ancestral, siempre pronto a convertir nuestra vida en pesadilla. Belloc, al hablar de la religión terrorífica de Calvino, dice que “existe un oscuro instinto de horror”, “agazapado o patente”, fuerza cavernaria que se presenta como “una exigencia de víctimas y un anhelo de postración ante un poder terrible” (1)
La actitud religiosa, la virtud de religión, por su índole misma corre constantemente el peligro de ser arrastrada, sofocada por la vorágine del miedo. Es que una de las raíces psicológicas de la “religación” religiosa es, sin duda, el temor. Claro que, así como hay un temor sano y necesario, está el miedo, enfermizo, disolvente, que puede alcanzar el terror.
Es esta realidad fundamental la que psicológicamente explica y condiciona tantas desviaciones religiosas, tantas deformaciones de la conciencia, en particular de la conciencia moral. Hemos conocido los estragos de esa pasión en el alma de personas cuya psicología tal vez las predisponía a ello, pero que fueron empujadas al miedo por una mala formación. Eran las infiltraciones de una herejía que subrepticiamente ha contaminado nuestra conciencia cristiana; es el moralismo del que nos habla Thibon, de raíz jansenista y protestante y, más allá, seudo agustiniana. En última instancia maniquea.
La raíz de toda relación auténtica con Dios, que eso es religión, no puede inherir, alimentarse y crecer sino, primero, en el “timor Domini” y en la “veneración respetuosa”; luego, sobre todo en la perspectiva de la revelación evangélica, en el Amor. Reemplazados éstos o sofocados por el miedo, toda religión va camino de la desvirtuación y la muerte. Por enajenación o por reacción.
Una historia sin final feliz
Para aquellos que, habiendo sido formados en el ámbito católico, cuentan hoy más de sesenta o setenta años, la primera parte del presente trabajo servirá simplemente de recordatorio de algo que, de seguro, conocen bien y tal vez por propia experiencia. Para los jóvenes lo más probable es que sea un mundo del que no pueden haber tenido ni tener experiencia directa, porque hace tiempo que parece estar muerto y enterrado.
Intentaremos rememorarlo comenzado por lo que tenemos al mismo tiempo más en claro y relativamente más cerca, que es el pasado mediato. Este resulta más nítido que el presente, en el que estamos inmersos y por ello un poco confundidos, y es lo más próximo de todo lo que, por pasado, podemos ya mirar en perspectiva.
Cómo sucedió aquella historia
Después del gnosticismo maniqueo de los primeros tiempos, la cristiandad vuelve a conocer un impresionante rebrote de estas tendencias con el movimiento albigense. Fue, dice Belloc, “una perversión particularmente vil, maniquea (o, como decimos hoy, puritana)…”(2). En las postrimerías de la Edad Media, inmediatamente antes de la Reforma, se repite el fenómeno. Es curioso que la misma expresión de Belloc, “religión del terror” sea usada por un teólogo protestante de comienzos del siglo XX, el Rev. T. M. Lindsay, para aludir al clima religiosa en que se crió Lutero (3). Lindsay cree ver una de las raíces de la rebeldía del Reformador en su reacción contra tal clima. De todos modos esta reacción resultaría estéril y hasta contraproducente, conforme lo demuestra la ola de puritanismo que poco después la Reforma desencadena, tras los primeros momentos de aparente “liberación”. El protestantismo, particularmente calvinista, influirá sobre el mundo católico a través del jansenismo. Jansenio, sus seguidores o simplemente los influidos por él, reaccionan contra los excesos molinistas de cierta teología jesuita, en la moral, y, quizá, del materialismo neopagano que se infiltró en Europa con el Humanismo y Renacimiento.
El actual modernismo o progresismo dentro de la Iglesia es una suerte de reacción contra el rigorismo jansenista, aunque no sólo eso, por supuesto. Pero una reacción desafortunada, pues se constituye en una suerte de rechazo a la llamada Contra Reforma católica que se inicia a partir del Concilio de Trento.
Pero detengámonos todavía un momento en lo que podríamos llamar la fenomenología del jansenismo. Jean de la Varende en su novela “El centauro de Dios“(4) ha mostrado su fuerza rediviva en la Francia de la segunda mitad del siglo XIX y, creemos, de la primera mitad del XX. En una descripción que nos servirá para adentrarnos en la atmósfera psicológica que rastreamos, hace así el retrato de un personaje típico de aquel medio religioso, un cura rural:
“…su debilidad se revela por una boca incierta, que tartamudea tanto en la emoción como en la cólera. Cuando llegue a viejo morirá de escrúpulos; la idea de que una partícula de la hostia quede olvidada durante la misa, le pondrá en la imposibilidad de celebrar, le conducirá a una especie de demencia”. “El abate abandona pronto el amor donde su alma no encuentra apoyo bastante firme, y se lanza a los castigos amenazando a las generaciones hasta la séptima”.
“La religión en Normandía -prosigue de la Varende- en esa época, no se explicaba sino por una supervivencia del jansenismo y uno de sus últimos sobresaltos”. “La secta austera de Jansenio presentaba al espíritu no sé qué idealismo de hierro que extasiaba a las almas endurecidas; el alejamiento de toda facilidad, y, a fuerza de vivir en lo absoluto, el desdén de la práctica, el gusto por las soluciones fuertes, las condenaciones, atracción por lo excepcional y la fatalidad melancólica de la gracia. Ese renuevo de jansenimo fue el retardado romanticismo de la Iglesia”. Nosotros, cuando niños, muchas veces oímos decir a nuestros religiosos educadores aquella tremenda sentencia “Cristo pasa y no vuelve”.
Estamos frente al tipo religioso y al clima espiritual que buscábamos. Nosotros también los conocimos: rigurosos, formalistas, descarnados –hubiéramos escrito desencarnados-, pero, también, sinceros y rectos como verdaderos ministros del “más allá”. En el modo de decir de la Varende, tras sí iban dejando a los que desesperaban de tanto rigor:
“No obraron como prosaicos, sino como poetas de lo sobrehumano; sus enseñanzas alcanzaban alturas donde los mejor dispuestos confesaban: “es imposible llegar”. “Más vale no ir a escucharles”. “He aquí las reacciones de las buenas gentes que nos rodeaban. Sus pastores las descorazonaban. ¿La prueba? El vacío de los actuales templos (segunda mitad del siglo XIX), que no son sino una tercera parte de las Iglesias que existían en 1830. Prefirieron no reflexionar, ni aun en esa dispersión que es la plegaria, pues la condenación los esperaba a cada vuelta del pensamiento; y sin la oración, la fe se escapa lentamente del ser, la fe no se retiene sino con las manos juntas”.
Pareciera que en un similar clima espiritual se formó Lutero. Los tormentos de esos años le durarán siempre, incluso después de la “liberación”, dice un autor protestante, Lindsay, ya citado. El pequeño Martín temblaba al entrar en la Iglesia parroquial y enfrentarse con la imagen de Cristo Juez. “La religión del terror se había apoderado por completo de su imaginación”, afirma Lindsay. Cuenta la impresión que le causó, adolescente, un cuadro expuesto en Magdeburgo que “fue su pesadilla durante muchos años” (5). Se trataba de un retablo que representaba así el negocio de la salvación humana: un mar proceloso, agitado por la tempestad; lo navega una barca y a bordo el Papa, los obispos, sacerdotes y religiosos. Alrededor de la embarcación ahogándose unos y debatiéndose el resto, se hallan los simples laicos, a quienes los eclesiásticos que acaparan la nave arrojan cabos para rescatarlos del seguro hundimiento. Ni un solo eclesiástico se veía en el agua, se apresura a decir Lindsay, ni un solo hábito clerical. Viceversa, ningún seglar hallábase a seguro.
No pudimos dejar de sonreírnos con la anécdota y ante la indignación del biógrafo… sobre todo que nosotros habíamos oído, sino visto, la misma imagen, utilizada por alguno de nuestros maestros religiosos cuando nos hablaban del mundo y sus peligros o de las ventajas del estado clerical. No necesitábamos remontarnos, pues, a aquel turbulento siglo XV. Pero Lindsay, protestante al fin, interpreta la anécdota haciendo hincapié en lo que puede mostrar de “clericalismo”. Seguramente es una forma velada de clericalismo. Pero hay algo más hondo y más sutil. En ambas situaciones, la de nuestro recuerdo y la de Lutero, se trata de una de las típicas actitudes puritanas, de evidente raigambre maniquea: la subrepticia identificación de lo profano, de lo laico, con el “mundo” como enemigo del alma; de lo natural con lo enemigo de lo sobrenatural. No eran pocos, me parece, los religiosos que tenían una duda práctica respecto de las posibilidades de salvación de aquellos que “se quedan en el mundo”. No es que creyeran que seguramente se condenarían, sino que les iba a resultar bastante difícil. Según el autor que venimos citando Lutero, víctima de aquella imagen representada en el retablo de Magdeburgo, parece haber entrado en la vida religiosa menos atraído vocacionalmente que arrastrado por su temor a la condenación.
Retornemos a nuestra experiencia personal, que fue la de muchos cristianos. Recordemos los internados religiosos. Oigamos la queja de una sus víctimas.
“¡Aquella tristeza de la vida de piedad! Postrimerías y novísimos, exámenes de conciencia y confesiones y nuevos exámenes, rondados siempre por la predestinación y el temor a la infidelidad frente a una gracia despiadada y sin retornos. ¡Aquella tristeza de los días de retiro! ¿Cómo escapar al Dios celoso? Y en lo cotidiano, el puritanismo. De la gota de agua que podía romper el ayuno eucarístico a los pantalones de trapo negro con que había que tomar la ducha”.
Las niñas de los colegios de monjas debían ducharse con camisón. En un colegio de nuestra Mendoza las hermanas no permitían visitas de las exalumnas embarazadas para “evitar malos pensamientos”.
Recuerdo aquellos pequeños seminaristas (chicos de la primaria) que alguna vez veíamos, el pelo cortado al rape, en largas filas silenciosas, la vista baja, por las calles de algún pueblo. El peso de la tradición monástica sobre niños de ocho, diez, once años. En seminarios y casas de formación era común tener las comidas en silencio, leyendo libros de espiritualidad, alguna vez una novela edificante, con lo que, sobre la moralina probablemente el mal gusto… Y esas cosas tan graves como “el silencio de la noche”. Se iba a la cama en total silencio. Niños que pasaban sin solución de continuidad de la alegría de la sobremesa familiar y el beso materno antes de ir a dormir, a los fríos dormitorios semicastrenses del seminario, sumidos en largos recogimientos claustrales.
La jornada de aquellos niños, incluso en los internados que no eran seminarios, comenzaba, oscuro todavía, saltando militarmente de la cama, sin concesiones. Y luego oración, misa, desayuno y estudio. Eran conocidos los egresados de una congregación que salían diciendo que habían oído tantas misas que ya no volverían a asistir a ella. No nos sorprenda que muchos no hayan podido ver el gozo tras el cristianismo. Comprendemos el resentimiento que esconden. Pero sobre todo el resentimiento de clérigos y religiosos/as hasta el Concilio y la posterior desbandada y pedidos de reducción al estado laical. Un tercio de la Compañía de Jesús (jesuitas) abandonó su estado religioso y el ministerio sacerdotal. Por todas partes se vaciaban los seminarios. En Mendoza se produjo un alzamiento de 27 sacerdotes diocesanos que pedían la renuncia del Arzobispo. Del grupo la gran mayoría abandonó después el ministerio. En fin, una hecatombe que, personalmente, creo que tuvo que ver con la reacción contra el puritanismo anterior. Ustedes se sorprenderán pero, en el mundo protestante cuando se alude al puritanismo se piensa en los católicos.
Monseñor Jorge Luis Lona me contaba, siendo aún laico, que en un viaje por la Francia rural, se detuvo un domingo en un pequeño pueblo para asistir a la Santa Misa. La iglesia estaba llena de gente. Pues bien, él fue el único que comulgó. Al terminar, se apersonó al párroco y le preguntó por qué nadie había comulgado, y éste, sin hesitar, lo contestó: “son jansenistas”.
Frente a la enorme deserción postconciliar en el estamento clerical, alguien que contemplaba de afuera la crisis, me preguntó: “¿De qué tienen tanta rabia”? Era la impresión que daban, que los habían tenido sojuzgados. Por supuesto que el puritanismo no explica todo en este sacudón progresista en el seno del catolicismo.
Aquella atmósfera no era exclusiva, ciertamente, de los seminarios o internados religiosos. También podía alcanzarlo a uno en el mundo. En el colegio, en la parroquia, en la propia casa. En Mendoza las chicas de Acción Católica (hablo de alrededor de 1954/55) debían impedir la entrada a Misa de mujeres sin medias, aún en pleno verano, y las que no iban con mangas largas eran provistas de unos “manguitos” para que pudieran entrar. ¿Extraña que hoy entren vestidas de cualquier modo y pasen así a comulgar? Los extremos se tocan. El hombre, decía Balmes, es como un borracho que va a caballo y que al inclinarse peligrosamente hacia un lado, da un fuerte envión para enderezarse, quedando inclinado para el otro.
El principal campo de batalla era, naturalmente, el sexto mandamiento. Se había vuelto tan importante que los otros languidecían a su sombra. El nombre mismo de ciertas virtudes se había olvidado. ¿Quién predicaría sobre la magnanimidad?¿Quiénes repararían en los pecados de pusilanimidad de la conciencia timorata? Una actitud formalista y negativa, olvidada de que existe la omisión, daba la tónica de la vida interior. No es que se pensara en negar explícitamente al amor como ley primera, pero se lo vaciaba de contenido entendiéndolo más como un “cumplimiento” que como donación y entrega. Con este escamoteo se invertían exactamente los términos del “ama et fac quod vis” agustiniano. La desconfianza instintiva respecto del amor que padecía esa conciencia timorata hacía que la vida espiritual se concibiera como una empresa en la que el principal actor era el sujeto. El que no ama, no confía más que en sí mismo; el que no ama está solo y tiene miedo. Un miedo desconfiado que constituía a los practicantes en celosos guardianes de un jardín interior al que había que desbrozar escrupulosamente, en el que se pasearían un Cristo celoso también, y lejano. Era la inversa de la imagen del Jardinero Divino que va cultivando con su Gracia el erial interior y a Quien más que ayuda debemos ofrecerle disponibilidad. He aquí la revolución que a fines del siglo XIX vino a producir Santa Teresita del Niño Jesús.
La moral del Sexto Mandamiento
Conocemos los estragos de la “moral del sexto mandamiento”; imaginémosla hecha obsesión de un escrupuloso. Uno de nuestros maestros religiosos nos perseguía constantemente armado de ese instrumento de tortura. Maestro de primer o segundo grado, los inocentes “juegos de manos” de los chicos (así los llamaban), le desazonaban hasta hacerle estallar en escrupulosas furias. No hace falta ser psicoanalista para darse cuenta del servicio que así prestaba a la formación del “tabú” y cómo ajaba con su malicia nuestra inocencia. Vigilante y malicioso de pura suspicacia, nos escrutaba continuamente, hasta las intenciones. Es de imaginar el enredo de quienes apenas si teníamos remotas sospechas de un “tema prohibido” en torno a terribles actos también prohibidos.
Era una moral mezquina que tenía algo de sucia o maliciosa. Sabemos de niños que han creído que sus padres vivían en el pecado por estar casados. Cosas de niños, pero había no pocos adultos que en el fondo no veían al matrimonio sino como un “pecado permitido”. Increíble que, almas rectas, pudieran distorsionar los sentimientos vitales más espontáneos: cómo podía dejar de serles conmovedor y admirable el espectáculo de un ser que lleva una vida humana en su seno, puesta, además, allí por el Creador. El puritanismo se ciega a la visión pura de las cosas; a esa visión de los limpios de corazón, únicos que, como en este caso, pueden ver en todo a Dios.
Desencarnar a Dios es realmente una gran tentación del demonio. Pantalones o camisones para la ducha, mil precauciones que enturbian, más que preservan, la limpia visión de los verdaderamente puros. Los tabúes puritanos afectaron la vida emocional y sexual de varias generaciones.
Terminemos con el sexto mandamiento, ese coto cerrado del moralismo. Un buen amigo, con el que conversábamos de estos temas, recordaba cómo uno de sus maestros religiosos, al hablar del sacrificio de San Luis Gonzaga de no mirar el rostro de su madre, lo distorsionaba a tal punto que quedaba interpretado como “modestia”, es decir, en vinculación con la virtud de la pureza. Singular anticipación edípica de Freud.
Tan grave como todo esto es la interpretación retorcida del sentido del amor y del matrimonio cristianos. En el prólogo al ensayo “Sobre el amor humano” de Thibon, el psicólogo español Miguel Siguan cuenta que “en un libro de moral popular bastante difundido en España a finales del siglo pasado (s.XIX) al hablar de las razones que los hijos oponen a los padres cuando éstos deciden sobre su matrimonio, se cita el “amor y niñerías parecidas” (6). Romero Carranza (7) señala que en la vida de Ozanan debida nada menos que a Lacordaire, el gran apologeta y predicador francés del XIX, se habla del matrimonio del ilustre vicentino como de una ”trampa que no supo evitar”. Se cuenta que al leer esto Pío Nono exclamó: “No sabía que existieran seis sacramentos y una trampa”.
(Continuará)
(1) Belloc, H. (1945). Cómo aconteció la Reforma. Emecé. Buenos Aires.
(2) Op. Cit., p. 30.
(3) (1913). Historia del Mundo en la Edad Moderna. Edit. Cast. La Nación. Buenos Aires. Dice Lindsay (p. 227) que “presenció la última mitad del siglo XV una forma de devoción muy distinta de la que imperó durante la infancia de la religión cristiana. El pueblo se sintió poseído de un terror extraño”.
(4) (1942). Madrid: Anfora. P. 45 y ss.
(5) Op. Cit., p. 234.
(6) (1995). Madrid: Rialp, p. 13.
(7) (1953). Ozanam y sus contemporáneos. Buenos Aires.
Publicar un comentario