Escribe Ignacio García de Leaniz: La advertencia de Tocqueville sobre el presentismo anejo a nuestras democracias y su tendencia a despreocuparse por el futuro, tiene a su vez directa consecuencia en la estructura y proyección demográfica de un país.
Cuando Tocqueville visita en 1833 Estados Unidos para estudiar su sistema penitenciario, trasciende su misión oficial para acabar analizando todo el régimen democrático americano. De donde nace su clásico La democracia en América, en la que hay una observación de mucha vigencia hoy. Esa en la que Tocqueville comenta que la democracia borra tanto el pasado como el porvenir: "No sólo la democracia −escribe− hace olvidar a cada uno sus propios antepasados, sino que le oculta también sus descendientes". En tanto que asamblea de votantes vivos es lógico que los que ya han sido-los muertos- no puedan votar y queden al margen de las decisiones. Y que los que todavía no son, los por venir, tampoco: su capacidad de voto y por tanto de influencia política es igualmente nula. Por eso, deduce el pensador francés, la democracia es un magnífico sistema para gestionar el presente pero con serias dificultades para hacerlo con el eje pasado-futuro.
La advertencia de Tocqueville sobre el presentismo anejo a nuestras democracias y su tendencia a despreocuparse por el futuro, tiene a su vez directa consecuencia en la estructura y proyección demográfica de un país. Como aflora ahora en el invierno demográfico en que nos hallamos y que me parece que explica en parte el "inexplicable malestar" de Occidente. La frívola boutade de Keynes, tan frecuentemente citada, de que dentro de 100 años todos calvos, se puede explicar también porque el economista inglés no tenía ni hijos ni nietos. Como tampoco los tienen, dato elocuente, varios dirigentes europeos como Macron, May o Merkel, entre otros. Pero si no hay conciencia del futuro, el aseguramiento de la supervivencia del género humano −al menos del hombre occidental− queda en entredicho. No es de extrañar que algunos cálculos realizados en Francia −tan atenta siempre a la cuestión demográfica− nos digan que de seguir así dentro de 250 años el actual homo europaeus −nosotros, en suma− se extinga. Algo que angustiaba a De Gaulle cuando contemplaba al final de su vida el despoblamiento de la campiña francesa. Y algo que sabe muy bien, nos guste o no, el Islam.
Y lo más sorprendente de esta tendencia, en la que, por ejemplo, cada nueva generación de españoles es en torno a un 35%-40% menor que la anterior, reside en que ni siquiera nos llama la atención. Al respecto, comentaba Alejandro Macarrón, gran especialista en nuestra despoblación, que en ninguna encuesta del CIS sobre los problemas de España ha figurado entre las respuestas el problema de nuestra falta de nacimiento de niños. Como tampoco se le ha mencionado en los discursos de Estado. No creo que ese fenómeno sea muy distinto en el resto de los países de Europa. De hecho, he escrito alguna vez que Tony Blair decía entre sus íntimos que esta cuestión sólo se podía mencionar en las grandes cumbres entre susurros a media voz, por no figurar en ninguna agenda y considerarse tabú. Se cumple así en el plano nacional y europeo aquella sentencia de Ortega de que son más importantes las cosas de las que no se habla que de las que se habla.
A este respecto, es mérito del profesor de La Sorbona Rémy Brague rastrear lúcidamente en su reciente libro Moderadamente moderno la conexión que hay entre la vocación democrática por el presente y el "nihilismo europeo" preconizado por Nietzsche y Heidegger con la dramática caída de la natalidad en Francia y Occidente en general. Porque la renuncia europea a engendrar, esto es al porvenir, sólo se puede entender si previamente el concepto de "persona" como algo digno de venir a la existencia ha sido sustituido por el de un Dasein más o menos superfluo para quien el sentido de la vida y del mundo, del futuro en suma, resulta más afín a la nada que al ser. Nietzsche se dio perfecta cuenta del derrotero que iba a escoger Europa −propuesto por él en gran medida− cuando escribe aquel envite inquietante que vemos hoy cumplirse: "Evocar una decisión horrible: poner a Europa ante la decisión de saber si su voluntad quiere la extinción". Y me parece a mí que la cuestión ha alcanzado una gravedad tal, que ya tenemos que dar respuesta individual, social y política a la gran pregunta escamoteada: en la encrucijada en que nos hallamos, ¿queremos proseguir en la extinción de Europa o cabe hacer un vigoroso acto de reafirmación en que somos dignos de futuro?
La hondura de una crisis tal la previno ya con visionaria anticipación uno de nuestros grandes avisadores, T.S. Eliot, en La tierra baldía, sin duda, el poema más representativo de nuestro siglo XX occidental. Y cuya lectura o relectura aconsejo para comprender ese inexplicable malestar que está desolando a Europa. No es casualidad que la infertilidad europea sea el 'leitmotiv' que entrevera los cinco movimientos del poema, el primero de los cuales se titula significativamente El entierro de los muertos. Y resulta muy simbólico que el protagonista invisible del poema no sea otro que el Rey Pescador del ciclo artúrico, cuya esterilidad individual se corresponde con la perdida de fecundidad de su reino −Europa misma− que lo convierte en páramo yermo de naturaleza y nueva vida humana. Lo que el anciano Tiresias ve como verdadero espectador del poema es un continente agotado dominado por el tedio de Baudelaire y el nihilismo que nada aguarda: "Mi gente, humilde gente que no espera nada". Y de esa nada, nada se hace −salvo morir− como reza el adagio clásico.
Pero a la desolación que habita La tierra baldía podemos oponer como contrapunto el espléndido retrato de Ghirlandaio, muy europeo él, anciano con su nieto. Representa un noble florentino de cabellos canos en el atardecer de su vida con su nieto, de acaso cuatro o cinco años, en brazos. Tiene el abuelo, todo benevolencia, la nariz protuberante aquejada de rifima. El rostro del niño, en cambio, cumple en su rubia perfección el ideal de belleza del Renacimiento. Pero al nieto no parece importarle la tacha de su abuelo y le tira sus brazos menudos. De modo que las dos miradas −la de ayer al hoy y la del hoy al mañana− quedan enlazadas en el cuadro como si el memento nasci y el memento mori se llamarán recíprocamente con vocación de sentido. Y el niño mismo fuera lluvia que empapa y hace fértil y habitable la tierra yerma, como se presiente en el final del poema de Eliot. De manera que el cuadro todo, tan profundamente europeo, pareciera susurrarnos que el ser sigue siendo mejor y más digno que la nada, en refutación de este nihilismo de Nietzsche que nos está matando. Hora será de rebelarnos frente a su pobre tanatología. En nuestras manos está.
Ignacio García de Leániz, en elmundo.es.
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