Escuchamos, en el evangelio de la misa de hoy, un mensaje que necesitamos oír las personas y la sociedad entera, especialmente en momentos como el que vivimos de profunda crisis, que padecen también los inocentes: que el bien triunfará y el mal será derrotado, pero que la victoria exige, nada menos, que la entrega incondicional del único verdadera y totalmente inocente, Jesucristo, y nuestra propia entrega.
Eso sugiere el misterioso apelativo con que el Bautista llama a Cristo: “El Cordero de Dios que quita los pecados del mundo”. Manifestó así –enseña el Catecismo- que Jesús es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero y carga con el pecado de las multitudes y el Cordero pascual, símbolo de la redención de Israel. Toda la vida de Cristo expresa su misión: “servir y dar su vida en rescate por muchos”.
Lo concreta aún más el salmo responsorial, expresando la actitud obediente de Cristo, que dice al hacerse hombre: Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad. Enseñándonos de este modo que al mal lo vence la obediencia al supremo bien y a la suma verdad, que es Dios, y no el sometimiento al propio egoísmo.
Ojala aprendiéramos en el nuevo año, que estamos estrenando, esta obediencia liberadora a la ley de Dios, que es ley de amor, entrega y servicio. Muchas cosas cambiarían en nuestro mundo.
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