–Yo creí que ya había dado cristiana sepultura a la serie sobre la muerte.
–Pues ya ve lo que valen sus «creíques» y sus «penséques».
La serie de artículos sobre «La muerte cristiana» la inicié en noviembre de 2016, en el mes de los difuntos. Quedaron publicados cuatro artículos: (403) La muerte cristiana, 1 –hoy silenciada; (404) 2. –doctrina católica, I; (406) 3. –doctrina católica, y II; y (408) 4. –en la Biblia (A.T.). Y ahora, vueltos ya al Tiempo ordinario, sigo y prosigo con el (417) 5. –en la Biblia (N. T.).
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–Bajo el imperio de la muerte
Por el pecado de Adán, entra el pecado en toda su descendencia, pues recibe una naturaleza humana herida, inclinada al mal, débil para el bien. Con el pecado, queda el hombre sujeto a una muerte inexorable (Rm 5,12.17; 1Cor 15,21). Ya lo avisó previamente el Creador a Adán y Eva en el Paraíso: «no comáis de él [del árbol prohibido], ni lo toquéis siquiera, no vayáis a morir» (Gen 3,3).
Y por el pecado, con la muerte, entra también en la humanidad «el espíritu que actúa en los hijos rebeldes» (Ef 3,2), el influjo del demonio. Él viene a hacerse el «príncipe del mundo» (Jn 16,11), y es «homicida» desde el principio (8,44). El pecado es, pues, «el aguijón de la muerte» (1Cor 15,56); es su «salario» propio (Rm 6,16.21.23); es «la carne», cuyo fruto es el pecado y la muerte (Rm 7,5; 8,6). «¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? (7,24)…. «Pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros pecados, nos dió vida por Cristo –de gracia habéis sido salvados–, y nos resucitó y no sentó en los cielos por Cristo Jesús» (Ef 2,4-5).
Hoy el pueblo que ha apostatado de la fe cristiana pretende vencer el horror a la muerte con argumentos que ya los estoicos, los cínicos y otros filósofos antiguos enseñaban. El otro día leía yo un reportaje amplio sobre los voluntarios de un Hospital especializado en tratamientos paliativos para enfermos próximos a la muerte. En él se transcribían consideraciones de médicos, asistentes sociales, familiares de moribundos, enfermos terminales… En ningún caso salía la visión de la fe: Dios-vida, la vida eterna, la victoria de Cristo sobre la muerte… Todo se reducía a medicinas sedantes y ansiolíticas, y a fórmulas verbales vacías: «hay que recibir la muerte con naturalidad serena», «la muerte es parte de la vida humana y hay que asumirla», etc. Patético. Y más perteneciendo ese Hospital a religiosos católicos…
El hombre, sin Cristo, es esclavo de la muerte. Sin Cristo resucitado el hombre no es más que un «condenado a muerte» (Ap 6,8; 8,9; 18,8). Por eso Él bajó del cielo como Salvador, para «luminar a los que están sentados en tinieblas y sombras de muerte» (Lc 1,79).
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–«Muriendo, destruyó nuestra muerte» (pref. I Pascua)
El inmortal Hijo de Dios se hizo hombre mortal. Para librarnos del pecado y de la muerte, el Unigénito divino entró en este mundo de muerte; haciéndose «en todo semejante a nosotros, menos en el pecado» (Heb 4,15). Quiso así solidarizarse de tal modo con la raza humana, incapaz de vencer por sí sola al pecado y a la muerte, haciéndose Él un deudor más de la muerte. Y pagando con su sangre para librarnos de ella.
Su muerte no fue un accidente –como afirman heréticamente algunos escrituristas y teólogos–. Él mismo la había anunciado repetidas veces a sus discípulos (Mc 8,31; 9,31; 10,34 y parall.). Y antes que Él, muchos siglos antes, ya había sido anunciada su muerte por «todos los profetas», como reprocha Jesús a los de Emaús (Lc 24,25-27). Especialmente las profecías de Isaías sobre «el Siervo de Yavé» (Is 53) son impresionantes en su descripción de la Pasión de Cristo: parecen un Vº Evangelio.
Inmenso misterio. «Dios lo hizo pecado por nosotros» (2Cor 5,21), para que el Inocente, sufriendo la muerte, nos librara de ella a los pecadores. «El castigo salvador pesó sobre Él, y en sus llagas hemos sido curados… Yavé cargó sobre Él la iniquidad de todos nosotros» (Is 53,5-6). «Y Él se anonadó, tomando la forma de siervo, y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,7-8). Cristo, «muriendo, murió al pecado una vez para siempre; pero viviendo, vive para Dios» (Rm 6,10).
Cristo «murió por el pueblo». El sumo sacerdote Caifás, sin saberlo, «profetizó que Jesús había de morir por el pueblo, y no sólo por el pueblo [de Israel], sino para congregar en la unidad a todos los hijos de Dios que están dispersos» (Jn 11,51-52). Muere como «Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29), inmolándose para salvarlo en la Cruz, donde se ofrece en «un sacrificio expiatorio» (Heb 9; Is 53,10). Su muerte es fecunda, como la del «grano de trigo que cae en el surco y produce mucho fruto» (Jn 12, 24). Más aún, «siendo nosotros pecadores» (Rm 5,6), «Cristo murió una sola vez por los pecados, el Justo por los injustos, para llevarnos a Dios» (1Pe3,18), reconciliándonos así con Dios (Rm 5,10).
–«Y resucitando, restauró la vida» (pref. I Pascua)
«Yo soy la resurrección y la vida», dice Jesús. Y estas palabra son el centro del relato de la resurrección de Lázaro (Jn 11,1-44). Esas palabras «increíbles» –Yo soy la resurrección y la vida– se hacen «creíbles» cuando Cristo hace pasar a Lázaro de la muerte a la vida, de las tinieblas absolutas a la luz de la vida. Lázaro llevaba cuatro días muerto y ya «olía mal» (11,39). Pero la voz de Cristo, la voz del Verbo divino encarnado, «Lázaro, sal fuera», produce una obediencia inmediata. Es la misma voz que en la Creación del mundo dijo: «Hágase la luz. Y hubo luz» (Gen 1,3).
La resurrección de Cristo es para Él y para nosotros la victoria sobre la muerte. Él es «la resurrección y la vida», y así vino a ser «el primogénito de entre los muertos» (Col 1,18). «Él destruyó por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo» (Heb 2,14). Muriendo y resucitando, Cristo nos liberó «de la ley del pecado y de la muerte» (Rm 8,2).
Y su victoria sobre la muerte tendrá en la Parusía una manifestación suprema. Cuando Él vuelva en el último día, será el día de la resurrección de los muertos. Quedará entonces la muerte definitivamente vencida: el mismo Dios secará nuestras lágrimas, «ya no habrá muerte, ni habrá duelo» (Ap 21,3-4). «Como por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos. Como en Adán hemos muerto todos, así también en Cristo somos todos vivificados» (1Cor 15,21-22). «El último enemigo reducido a la nada será la muerte» (15,26).
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–«Si morimos con Jesucristo, también viviremos con Él» (2Tim 2,11).Siendo Cristo «el nuevo Adán», nuestra cabeza, en su muerte «murieron todos» (1Cor 15,45; Rm 5,14; 2Cor 5,14). Y uniéndonos a Él los hombres por la fe y el bautismo, somos «sepultados con Él en la muerte» (Rm 6,3ss). Con Él morimos al pecado (Rm 6,11), morimos al hombre viejo (6,6), a la carne (1Pe 3,18), a todos los elementos del mundo pecador (Col 2,20). «Cada día muero», dice San Pablo (1Cor 15,31). La vida de la gracia nos mortifica y nos vivifica al mismo tiempo: «si vivís según la carne [el hombre viejo, carnal, adámico], moriréis; pero si con el Espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis» (Rm 8,13).
Con Cristo Jesús «hemos sido sepultados por el bautismo, para participar en su muerte, para que como Él resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva… Consideráos, pues, muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rm 6,4.11; cf. Col 2,9-15). «Mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí» (Gal 2,19-20). «Quien escucha mi palabra y cree en el que me envió tiene ya la vida eterna y no es juzgado, porque pasó de la muerte a la vida» (Jn 5,24).
En el tiempo presente, sin embargo, nuestra vida «está escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3). Pero ya «ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que cuando [Cristo] aparezca [en la Parusía], seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es» (1Jn 3,2). Se cumplirá entonces plenamente la palabra del salmista antiguo: «Contemplad al Señor y quedaréis radiantes» (33,6).
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–Ya ha cambiado en el cristiano totalmente el sentido de la muerte corporal. «Si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor» (Rm 14,8). Si somos discípulos de Cristo, morimos al pecado, al mundo, a la esclavitud del diablo, y vivimos en Cristo, por Cristo y para Cristo. Él mismo lo dice a todos claramente: «Si alguno quiere venir detrás de mí, niéguese a si mísmo, tome su cruz cada día (muerte), y sígame (vida)» (Lc 9,23). Si vivimos en Cristo, la hermana muerte será para nosotros nacimiento y vida (dies natalis). «Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida» (Ap 2,10). «¡Bienaventurados los que mueren en el Señor! ¡Descansen ya de sus fatigas!» (14,13). Requiem aeterna dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis!
La esperanza de la inmortalidad, de una vida nueva y feliz, santa y eterna, que tan oscura estaba en el Antiguo Testamento, en Cristo es ahora una absoluta certeza de fe, que nos llena de esperanza y de gozo. «El que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a nuestros cuerpos mortales» (Rm 8,11). No sobrevivirá únicamente el alma; también el cuerpo resucitará glorioso. Cristo salva al hombre entero, resucitándolo en alma y cuerpo.
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–El deseo cristiano de morir
Aquí en la tierra somos como «peregrinos advenedizos, extranjeros (1Pe 2,11), porque en realidad «nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos al Salvador y Señor Jesucristo, que reformará el cuerpo de nuestra miseria conforme a su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene para someter a sí mismo todas las cosas» (Flp 3,20-21).
De esa fe nace el deseo de morir, propio de los santos, como San Pablo: «Mientras moramos en este cuerpo estamos ausentes del Señor, porque caminamos en fe y no en visión. Pero confiamos y quisiéramos más partir del cuerpo y estar presentes al Señor» (2Cor 5,6-8)… «Para mí la vida es Cristo, y la muerte, ganancia. Y aunque el vivir en la carne es para mí fruto de apostolado, todavía no sé qué elegir. Por ambas partes me siento apretado, pues de un lado deseo morir para estar con Cristo, que es mucho mejor; por otro, quisiera permanecer en la carne, que es más necesario para vosotros» (Flp 1,21-24).
Como San Ignacio de Antioquía (+107), rogando por carta a los romanos que no impidan su muerte. «Ahora os escribo vivo con ansias de morir. Mi amor está crucificado y no queda ya en mí fuego que busque alimentarse de materia. Sí, en cambio, un agua viva que murmura dentro de mí y desde lo más íntimo me está diciendo: “Ven al Padre”» (Rom VII,2).
O como Santa Teresa de Jesús en una de sus poesías: «Vivo sin vivir en mí, y de tal manera espero, que muero porque no muero».
José María Iraburu, sacerdote
Post post.– Algunos predicadores silencian el tema de la muerte [cuestión tabú] porque temen asustar y alejar a los hombres… Al «predicar el Evangelio» –es un decir– prefieren tratar siempre de «temas positivos»… ¿Ustedes lo entienden?… Yo no.
¿No es la muerte de Cristo supremamente positiva? –«Dios probó [demostró, manifestó] su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8): así nos declaró su amor. –«Si morimos con Cristo, también viviremos con Él» (2Tim 2,11): así nos prometió la vida eterna celestial.
Índice de Reforma o apostasía
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