El silencio puede parecer un capricho inalcanzable. En una sociedad de tertulianos de televisión gritones, donde se compite por llenar los hogares de pantallas, y la timidez se asocia injustamente a caracteres débiles y pusilánimes, bajar el volumen no está de moda. Y pagamos por ello una muy alta factura. “La contaminación acústica se vincula con sordera, problemas de sueño, enfermedades cardiovasculares y trastornos digestivos. También se sabe que los jóvenes que viven en un ambiente de ruido ven alterada su capacidad de memoria y aprendizaje”, avanza Pablo Irimia, neurólogo y vocal de la Sociedad Española de Neurología (SEN).
La OMS publicó un informe en 2011 donde revelaba que 3.000 de las muertes sucedidas ese año en la Europa occidental por enfermedad cardiaca tenían que ver con el exceso de ruido. En España, el 22% de la población está en una situación de riesgo a causa de la carga de decibelios (más de 65 se considera peligroso), según la misma organización. Ya en 1859, la enfermera británica Florence Nightingale escribió lo siguiente en un documento que recoge el historiador Hillel Schwartz en su obra Making Noise: From Babel to the Big Bang & Beyond: “El ruido innecesario es la ausencia más cruel de cuidado que se puede infligir sobre una persona. El ruido repentino es incluso una causa de muerte entre los pacientes niños”.
¿Pero tiene el silencio algún efecto positivo sobre el organismo, más allá de garantizar la ausencia de taladros y motores? El médico e investigador Luciano Bernardi fue uno de los primeros en responder afirmativamente a esta cuestión, con un estudio publicado en la revista Heart. “Estábamos indagando en los efectos de los distintos tipos de música en los sistemas cardiovascular y respiratorio e introdujimos pausas de dos minutos entre los extractos de canciones. Entonces vimos que los indicadores de relajación humanos se disparaban durante estos episodios, mucho más que con cualquier música o que durante el silencio previo al arranque del experimento”.
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