30 de octubre.

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Homilía para el XXXI Domingo durante el año C

El deseo de ver a Dios atraviesa todo el Antiguo Testamento. Muchos profetas pidieron explícitamente ver el rostro de Dios, según la misma expresión de Isaías: “mirándose el uno al otro a los ojos”.

La razón es que la cara, o el rostro, de una persona, particularmente sus ojos, revela, la mayoría de las veces, aquello que esa persona tiene en su corazón. Allí uno lee el amor o el fastidio, la alegría o el dolor, la exaltación o la aflicción. Cuando alguien quiere ver el rostro de Dios, no quiere un conocimiento abstracto, sino más bien saber quién es Dios para él.

Al mismo tiempo, el hombre tiene miedo de mirar a Dios cara a cara, porque es pecador y ante él toma más conciencia de su limitación. Hubo también en el Antiguo Testamento la creencia que no se puede ver el rostro de Dios y vivir. De ciertos patriarcas y profetas se dice que no vieron el rostro de Dios, sino su “gloria” y que la vieron desde atrás y no enfrentándose.

Con la Encarnación, sin embargo, el rostro de Dios nos fue revelado y nosotros podemos verlo. San Pablo nos dice que la gloria de Dios brilló sobre el rostro de Cristo (2Cor 4, 6), y que la plenitud de la divinidad habitó en Él corporalmente (Col 2, 9). Ahora podemos ver el rostro de Dios y vivir.

Tenemos en el Evangelio de hoy el ejemplo de alguien que quería ver el rostro de Dios: Zaqueo. Zaqueo no era precisamente un monaguillo devoto. Era un recaudador de impuestos, y encima jefe de recaudadores de impuestos de Jericó. Él era conocido en la ciudad como un pecador: un ‘corrupto’. Parece que sin embargo, tenía un corazón de niño, algo de ternura había en algún recoveco de su interioridad. Sabe que Jesús va a pasar por su ciudad y quiere verlo, por un instante olvida su importancia y se pone a correr como un niño y se sube a un árbol para ver a Jesús.

¿Qué le pasa entonces? Se invierten los roles. Aunque Zaqueo quiere ver a Jesús, es Jesús que ve a Zaqueo y lo mira con ojos llenos de un amor que lo transforma. Jesús levanta los ojos hacia Zaqueo en el Sicomoro y le dice: «Zaqueo, baja pronto: es necesario que hoy me aloje en tu casa». Cuando Jesús mira a alguien, lo ama, y este amor lo llama a crecer: «voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres, y si he perjudicado a alguien, le daré cuatro veces más» Recordemos la historia del joven rico que Jesús había encontrado antes de encontrar a Zaqueo. Él quería saber qué hacer para encontrar la salvación eterna. Jesús lo mira y lo ama. Entonces lo llama a crecer, no solo pensar en la vida eterna sino también en el prójimo: vende lo que tienes y dalo a los pobre y sígueme. Pero, como él quería la vida eterna después de la muerte, pero en esta vida prefería sus riquezas, él se va entristecido. Zaqueo, por el contrario, desde que es tocado por la mirada de Jesús, se preocupa por los pobres y por los que él perjudicó. Y Jesús declara que la salvación (no una salvación para más tarde, después de la muerte, sino para el hoy, y por supuesto para después de la muerte) ya se realizó en él. «Hoy la salvación llegó a esta casa»

Esto es lo que nos pasa cuando no sólo queremos ver a Dios, sino que osamos exponernos a su mirada: la alegría y la convocatoria para el crecimiento y, por lo tanto, para la conversión. Cuando alguno nos mira, muchas cosas pueden suceder en nosotros. Cuando algunas personas nos miran, nos sentimos miserables, humillados, deprimidos, parece que hicieron salir a la superficie lo que hay de menos bueno en nosotros. Cuando otros nos miran, es todo lo contrario. Sentimos que estamos animados, capaces de cambiar y crecer. Estos muestran en la superficie lo mejor de nosotros. Es evidente que en el Evangelio de hoy, con la segunda forma Jesús mira a Zaqueo. Así es como nos mira siempre Jesús a nosotros.

Manteniendo vivo nuestro deseo de amar a Dios, expongámonos a sus propios ojos y aceptemos que él nos llame a la conversión y nos de la alegría, como a Zaqueo. Al mismo tiempo, en nuestra vida de todos los días, miremos a nuestros hermanos como Jesús los mira. No digamos nunca como los Fariseos: «se ha ido a alojar a casa de un pecador» digamos más bien con Jesús. «Él también es un hijo de Abraham». Esta es la misericordia de Dios, que durante este años, especialmente el Papa Francisco quiso resaltar.

Comentando este pasaje san Ambrosio nos enseña cómo debemos crecer y llegar a la sabiduría: «¿Por qué las Escrituras no precisan nunca la estatura de ninguno, mientras que de Zaqueo se dice que “era pequeño de estatura” (Lc 19, 3)? Ve si acaso él no era pequeño en su malicia, o pequeño en su fe: él no había prometido todavía nada, cuando subió al sicomoro; todavía no había visto a Cristo, y por eso era pequeño. Juan en cambio era grande porque había visto a Cristo, vio al Espíritu como paloma, posarse sobre Cristo, tanto que dice: “He visto al Espíritu descender como paloma y posarse sobre él” (Jn 1, 32). ¿En cuanto a la muchedumbre, no se trata quizá de una turba confusa e ignorante, que no había podido ver la altura de la Sabiduría? Zaqueo, mientras está en medio de la muchedumbre, no puede ver a Cristo; se levanta por encima de la gente y lo ve, mereció contemplar a quien quería ver, traspasando la ignorancia de la muchedumbre…. Así ve Zaqueo que estaba en lo alto; ahora por la elevación de su fe, él emergía entre los frutos de las nuevas obras, como del alto de un árbol fecundo… Zaqueo sobre el sicomoro es el nuevo fruto de la nueva estación.»Ambrogio, In Luc., 8, 82.84-90 (Lezionario “I Padri vivi” 201).

La mirada de Cristo nos transforma, nos da la vida y la dignidad, nos hace reconocer la verdadera sabiduría, que equivale a reconocer la única riqueza que se debe amar en sí misma. Dejémonos mirar por Jesús y aprendamos a ver el mundo y a los hermanos con la mirada de Jesús, para que nuestra vida crezca, no sea enana, sino que alcance las alturas del auténtico amor, para dar frutos en el árbol de la Iglesia. María intercede por nosotros.

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