2 de octubre.

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Homilía para el domingo XXVII durante el año C

El profeta Habacuc vivió en un tiempo de pruebas, cuando el pueblo judío fue expuesto a las invasiones y a la destrucción. En su plegaria a Dios él hace sentir el grito del pueblo: «¿Por qué? ¿por qué toda esta violencia y destrucción?» Pero su visión se termina con un grito de esperanza: «El hombre justo vivirá a causa de su fe»

En la segunda lectura, tenemos un texto de san Pablo. En el momento que san Pablo escribe esta carta, está avanzado en edad, prisionero, esperando la muerte que no tardará en venir. Escribe a su discípulo Timoteo, a quién ordenó mediante la imposición de las manos. Lo invita a no ser tímido y a no dudar en asumir la responsabilidad que recibió. No debe avergonzarse de la misión que recibió de testimoniar su fe en Cristo dónde esté, es una consecuencia de la ordenación para los presbíteros y para los obispos.

Y, finalmente, en el Evangelio, los Apóstoles le dicen a Jesús: «auméntanos la fe». Y Jesús les responde: «Si tuvieran fe, como un granito de mostaza, le dirías a esta morera:“arráncate de aquí y ve a plantarte en el mar”, y les obedecería».

Hay un tema común, entonces, que recorre las tres lecturas: es el tema de la fe. ¿Pero qué es la fe?¿Estamos seguros que tenemos fe en Dios y en su Hijo, Jesucristo? Evidentemente somos creyentes. Si no fuésemos creyentes, no vendríamos a Misa, entre otras cosas, a celebrar la Eucaristía, el santo Sacrificio, memorial de Cristo. Ahora bien, ser creyente significa tener unas creencias; y el hecho de «poseer unas creencias» no es lo mismo que «tener fe».

La fe es confianza total. Y no se puede tener confianza total en alguien a quién no conocemos íntimamente, alguien con quien no se tiene una relación personal profunda, alguien que no nos ama de verdad (no hablo de la caricatura del amor que expresa más una necesidad (el constante reclamo) que una donación-comunión). Y he aquí otra distinción importante: yo puedo conocer un montón de cosas sobre una persona y no conocerla verdaderamente. Puedo haber leído la biografía de nuestro Papa Francisco, o de un jefe de Estado o de un autor de cualquier disciplina. Puedo conocer todos los detalles de su vida, pero si jamás me encontré con ese personaje, si nunca establecí una relación personal con él, no puedo decir que lo conozco. Es lo mismo con Dios, puedo haber leído, incluso, estudiado mucho la teología. Puedo conocer, e incluso repetir de memoria pasajes del Antiguo y Nuevo Testamento. Puedo conocer y aceptar todo lo que la Iglesia enseña, pero si no tengo una relación personal de amor con Dios en la oración, en el encuentro en su Palabra, en la Eucaristía, en la vivencia con mi prójimo, no puede decir que lo conozco. Conozco solamente cosas buenas en relación a Él, pero no a Él.

Esta, es la razón por la cual Jesús, un día, pregunta a sus discípulos: no que dicen los otros de Él, si no más bien: «Ustedes ¿quién dicen que soy yo?» es como si les dijera: «¿me conocen realmente?» Jesús no pregunta: «¿Qué dicen ustedes de mis enseñanzas, de mis milagros, etc.?» la pregunta es: «¿Quién dicen ustedes que soy?» «¿me conocen en serio?».

Tener fe en Jesucristo es aceptar ser guiados por Él, y también en ciertos momentos ser llevados sobre sus hombros, seguramente sin saber bien a dónde el nos conduce. Tener fe es aceptar que cada vez que Él entra en nuestra vida, nuestra existencia cambia totalmente. Esta fue la experiencia de los profetas del Antiguo Testamento. Esta fue la experiencia sobre todo de la Virgen María, donde su vida fue totalmente cambiada cuando recibió en ella al Verbo de Dios, y se transformó, con un acto de fe, en la Madre de Dios.

Ser cristiano, no es pertenecer a una organización que se llama Iglesia, y de observar suficientemente las leyes de tránsito para llegar al cielo, y si es posible sin recibir muchas multas en esta ruta. Ser cristianos es tener antes que nada fe en Jesucristo, tener con Él una relación personal en la oración. La Iglesia no es tanto una organización como la comunión de todos los que comparten la misma fe, en el mismo Hijo de Dios. Y esto es así para todas las vocaciones: para los laicos, casados o solteros, para los monjes y monjas, para los sacerdotes, para las religiosas y religiosos. Tener fe es la construcción de estas vidas en torno a este valor fundamental de la relación personal con Dios. Y esto es lo que da sentido a todos los demás aspectos de nuestra vida, que son muchas maneras de lograr este objetivo. Estos recursos, distintos en cada vocación, son importantes, ya que en algunos casos se compromete una promesa ante Dios y ante la Iglesia, pero no son el objeto de nuestra fe. Estos medios están al servicio de la fe. Cuando, mediante la oración, estamos en comunión con Dios, el Espíritu Santo nos regala esta nueva expresión de la fe, una fe que nos hace eficaces en el obrar cristiano, y entonces tiene sentido la moral y las leyes: Muchos años de cumplimiento sin unión con Dios en la oración, produce una vida estéril (recordemos el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo); una hora de fe en unión con Jesús hace maravillas, el Espíritu nos regala una fe que nos da ocasión incluso de ver cosas extraordinarias, escuchemos a San Cirilo de Jerusalén:

«El término “fe” es único como vocablo, pero la realidad que él significa es doble. Hay una especie de fe, aquella de los dogmas, que consiste en el asentimiento del alma a una verdad, esto es útil al alma según la palabra del Señor: “Quién escucha mis palabras y cree en aquél que me ha enviado tiene la vida eterna y no será condenado” (Jn. 5, 24); y entonces: “Quién cree en él no está condenado” (Jn. 3, 18): “sino que ha pasado de la muerte a la vida”. (Jn. 5, 24). ¡Oh, el gran amor de Dios por los hombres! Jesús te dona gratuitamente, en el curso de una sola hora, aquello que esos ganaron haciendo méritos muchos años, obrando rectamente. Si tu crees que Jesucristo es el Señor y que Dios lo resucitó de entre los muertes, te salvarás (Rom. 10, 9) y serás transportado al paraíso con aquellos que introdujo el buen ladrón. No crean que es cosa imposible. Aquél, que sobre este santo Gólgota ha salvado al ladrón (Lc. 23, 43) que creía desde hacia una sola hora, te salvaré a ti, si crees. Hay una segunda especie de fe, aquella que nos es donada por Cristo como puro don gratuito. “Por el Espíritu a uno le es dado el lenguaje de la sabiduría, a otro el lenguaje de la ciencia según el mismo Espíritu, a uno la fe, en el mismo Espíritu; a otro el don de la curación” (1Co 12, 8-9). esta fe que es don gratuito del Espíritu Santo, no mira solamente los dogmas, sino también la eficacia de obrar cosas que superan las humanas posibilidades. Quien posee esta fe, dirá a este monte: “Transfiérete de aquí a allí”; y él se transferirá (Mt. 17, 20). cuando uno dice esto, movido de la fe que nos refiere la frase del evangelio: “si tuvierais fe como un granito de mostaza” (Mt. 17, 20). Un grano de mostaza es pequeño en tamaño, pero tiene la fuerza de arder; sembrado en un pequeño recinto, produce grandes ramas y, una vez crecido, es capaz de dar sombra a los pájaros” (Mt. 13, 32). Así también la fe tiene la fuerza de obrar grandísimas cosas buenas en poquísimo tiempo. Ella representa a Dios con imágenes y lo instruye, por cuanto le es concedido, iluminada por la fe de los dogmas. Ella gira en torno al confín del mundo y, antes todavía del fin del siglo presente, ve el juicio y la retribución de los bienes prometidos. Ten aquella fe que está en tu poder y que conduce a Él, para recibir por Él también aquella fe que supera las posibilidades del hombre.» (Cirillo di Gerusalemme, Catech., 5, 9-11. Lezionario “I Padri vivi” 197)

Al recibir la Eucaristía con la que Cristo se nos da como alimento de vida, digámosle de todo corazón como los Apóstoles, con María : «Señor, aumenta nuestra fe».

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