Homilía XXX domingo durante el año C
San Lucas nos dice que el Fariseo y el Publicano subieron los dos al Templo para rezar. El Fariseo rezó verdaderamente, y su plegaria podría hasta considerarse en un sentido humilde. Es verdad que él es consciente de ser justo, pero sabe que esto es un don de Dios. Da gracias a Dios por el don que ha recibido: ser un hombre justo: “¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.” En realidad su comportamiento no es muy diverso de aquél de san Pablo en la carta a Timoteo: “He combatido el buen combate, terminé mi carrera, conservé la fe…”. En cuanto al Publicano, no osa ni siquiera levantar los ojos al cielo. Dice simplemente: “¡Oh Dios, ten compasión de este pecador!”.
Los dos han orado. El Publicano salió del Templo justificado, pero el Fariseo no. ¿Qué sucedió?, ¿qué era distinto entre los dos?, ¿Simplemente había una diferencia entre humildad y orgullo? No. La diferencia es que ellos no rezaban al mismo dios (no es que existan varios dioses, solo hay un Dios, esto se dice de manera conceptual, Dios es uno, para cristianos judíos y musulmanes, ver Nostra aetate 3 y 4, pero los individuos pueden construirse imágenes falsas de este único Dios verdadero). Tenemos siempre la tendencia a construirnos un dios a nuestra imagen y medida -un dios conforme a nuestros deseos. Este es precisamente el punto de ruptura entre Jesús y los fariseos. La idea de dios de los fariseos era que este les daba a ellos todas las virtudes y los hacía mejores que el resto de los hombres. Este dios no existe. Es un ídolo. No era el Dios que anunciaba Jesús. El Fariseo de este Evangelio no creía en Dios, sino, como nos dice Lucas, creía en el proprio ser justo. San Lucas, como el domingo pasado, nos dice también el motivo de esta enseñanza de Jesús, a causa de: “algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”.
El Publicano, en su humildad y pobreza, no tiene una imagen de Dios. No se ha construido un dios según sus deseos. No reza en voz alta a Dios. Se mira a sí mismo, ve su estado de pecado y entonces su deseo de curación y su capacidad de crecer y de recibir una nueva vida. Encontró a Dios en la experiencia de su propia indignidad.
Como dijimos muchas veces, en nuestros evangelios dominicales, hemos visto como tendemos fácilmente a interpretar como enseñanzas morales lo que Jesús presentó como enseñanza a propósito de su Padre. En otras palabras, transformamos una enseñanza sobre Dios en una enseñanza sobre nosotros mismos. Esta manera de distorsionar el sentido original de una parábola, es en ciertos casos más antigua que los escritos del Nuevo Testamento, que inicialmente estaban recogidos oralmente.
Al poner esta parábola junto a una parábola de Jesús sobre la oración (que era nuestro Evangelio del domingo pasado), san Lucas la presenta como una enseñanza sobre la plegaria. Después Lucas agrega un dicho bien conocido de Jesús: “Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”, recordemos que san Lucas anotaba al comienzo: “Esta parábola fue dicha por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”. Si nosotros le quitamos estos datos de Lucas, al principio y al final, la parábola es como todas las enseñanzas de Jesús: una enseñanza sobre su Padre, una enseñanza sobre Dios.
Los Fariseos interpretaban que Dios solo pedía cierto número de reglas y preceptos: algo así como conocer una receta y hacerla, bastaría poner en nuestra vida los buenos ingredientes, mezclarlos como se debe y cocinarlos bien, y la salvación estaría asegurada. Has hecho todo lo que estaba mandado; tendrás entonces derecho a lo que se había prometido. El Publicano interpreta que Dios, no es un Dios que se puede comprar, ni siquiera con una vida virtuosa. Es un Dios de misericordia (pero si aceptamos que somos miserables; si creemos que Dios, hagamos lo que hagamos, está obligado a perdonarnos, estamos a nivel de la receta farisea). Hace un par de años, el Prefecto de la Congregación para la doctrina de la Fe, Mons. Müller, confirmado por el papa Francisco, explicaba: “Además, mediante una invocación objetivamente falsa de la misericordia divina se corre el peligro de banalizar la imagen de Dios, según la cual Dios no podría más que perdonar. Al misterio de Dios pertenece el hecho de que junto a la misericordia están también la santidad y la justicia. Si se esconden estos atributos de Dios y no se toma en serio la realidad del pecado, tampoco se puede hacer plausible a los hombres su misericordia… La misericordia de Dios no es una dispensa de los mandamientos de Dios y de las disposiciones de la Iglesia. Mejor dicho, ella concede la fuerza de la gracia para su cumplimiento, para levantarse después de una caída y para llevar una vida de perfección de acuerdo a la imagen del Padre celestial”. La justificación y la salvación que, Dios, desea darnos tan ardientemente están fundadas no sobre nuestras buenas acciones y nuestras virtudes, si no en su misericordia y en su gracia. “Dios mío ten compasión de mí que soy un pecador”, pero para que cambiemos, el cambio a una vida mejor es necesario, no hay que resignarse, como diríamos en Argentina: “si soy así que voy a hacer…”
Para nosotros, que somos tan conocedores y celosos de nuestros derechos, es muy desconcertante aprender de Jesús que nosotros no tenemos ningún derecho para hacer valer ante Dios. Todo lo que Él hace por sus creaturas, es una manifestación gratuita de su benevolencia. La intervención de Dios para salvarnos del pecado no es una recompensa por nuestros méritos, sino una demostración que Él es un Dios de misericordia, de ternura y de perdón, pero nosotros tenemos que querer ser perdonados, como el Publicano y no resistirnos a ese perdón como el Fariseo, que está a gusto consigo mismo.
Dice San Agustín que la humildad obtiene el perdón. «“El Publicano se quedaba lejos”, pero se acercaba a Dios. Su remordimiento lo alejaba, pero la piedad lo acercaba. “El publicano se alejaba, pero el Señor lo esperaba de cerca. El Señor está en el cielo”, pero mira a los humildes… Mira mejor la humildad del publicano. No le basta tenerse lejano; “ni siquiera alzaba los ojos al cielo”. Para ser mirado, no miraba, no osaba levantar los ojos; el remordimiento lo abajaba, la esperanza lo levantaba. Escucha ahora: “Se golpeaba el pecho”. Quería expiar el pecado, por eso el Señor lo perdona: “Se golpeaba el pecho diciendo: Ten compasión de mi pecador”. Esto es plegaria. ¿Qué sorprende que Dios lo perdone, cuando él se reconoce pecador? Has visto el contraste entre el publicano y el fariseo, escucha ahora la sentencia; has escuchado al soberbio acusador, al reo humilde, he aquí el juez: “En verdad les digo”. Es la Verdad, Dios, el Juez que habla: “En verdad les digo, que el publicano salió del Templo justificado a diferencia de aquel fariseo”. Dinos Señor, ¿por qué?. ¿Quieres el por qué? Aquí lo tienes: “Porque el que se exalta, será humillado, y quien se humilla será exaltado”. Has escuchado la sentencia, has visto el motivo; has sentido la sentencia, cuídate de la soberbia». Agostino, Sermo 115, (Lezionario “I Padri vivi” 200)
Conocer verdaderamente a Dios, sin crear un ídolo, nos ayuda a ser humildes y a crecer en la oración y llegar a la salvación, por la oración y relación con Dios. Confiemos en ser más humildes, pidamos ayuda a María, la Virgen humilde, y vivamos esta relación con Dios, misericordia y amor, aprendiendo a orar de verdad, ahora que próximamente terminará el Años de la Misericordia, sumerjámonos por la humildad en el mar de la misericordia del Padre.
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