A Wladimir Vince
Tenía muchas ganas de escribirte, querido don Wlado. Desde que empecé esta nueva sección de e-mails dirigidos a grandes personajes pensé en ti, pero fui retrasando el momento de ponerte unas letras porque, la verdad, no sabía por dónde empezar, cómo continuar ni qué concluir. Eras demasiado grande para una página tan chica.
Nos conocimos en Gaztelueta en octubre de 1952. Yo tenía 11 años y tú estabas en el jardín del colegio con un grupo de alumnos junto a la rampa que desciende hacia el campo de fútbol. Llevabas un traje cruzado a rayas que me pareció muy elegante, y aunque no me conocías, te dirigiste a mí por mi nombre.
Alguien me dijo que eras croata.
—¿Y eso qué es? —pregunté—.
—Es que se ha escapado de los comunistas debajo de un tren.
Hablabas castellano sin el menor acento. Es más, imitabas todos los acentos españoles con notable fidelidad. Como además casi nunca contabas nada de tu tierra, tardé en comprender que ser croata no era una enfermedad, sino ciudadano de un país que por entonces formaba parte de la Yugoeslavia comunista.
Luego supe que lo del tren no era verdad, pero sí que desde muy joven fuiste prófugo de la justicia y perseguido político. Por no combatir contra los partisanos que se enfrentaban a los nazis durante la invasión alemana ni unirte a los guerrilleros, que estaban capitaneados por Tito, la máxima autoridad comunista, huiste a Roma. Allí conociste a José Orlandis y a Salvador Canals, dos fieles del Opus Dei, y pediste la admisión en la Obra.
Pocos años después llegaste a mi cole, a Gaztelueta, como subdirector.
¿Cuántos idiomas hablabas? A mí me salen ocho, pero a lo mejor me dejo alguno. Veamos: francés, inglés, alemán, croata, ruso, español, italiano, latín… Eso, en todo caso, es lo de menos. Lo importante es que hablabas mi idioma, el de los niños y lo comprendías tan bien que te convertiste enseguida en Maestro (así, con mayúscula), el más grande que he tenido nunca.
Un maestro no es un "enseñante" (horrible palabra), ni siquiera un profe, que es como se dice ahora. Un maestro no se limita a explicar una determinada asignatura; es alguien capaz de modelar almas y de dirigirlas atenta y eficazmente.
El maestro trata a sus alumnos uno a uno y les entrega pedazos de su vida. Es cariñoso, pero sin empalagos. Sabe ser recio y exigente. Austero en la expresión y en los gestos, se hace querer y respetar. Casi nunca levanta la voz, pero si lo hace, todos comprenden que tiene razón. En ocasiones corrige incluso con energía, pero no pierde los nervios ni descarga su mal humor en los alumnos. Prefiere estimular, aplaudir los éxitos de quienes aprenden y fomentar su autoestima, porque nada ayuda tanto para seguir mejorando como un elogio justo.
El maestro, acaba por ser amigo, no amiguete ni cómplice. Su auctoritas perdura también cuando el discípulo ya vuela por su cuenta.
Eso fuiste, querido don Wlado, para todos los que te tratamos en aquellos años. Charlabas conmigo a solas cada quince días o cada mes y en aquellas conversaciones —paseando por el jardín o sentados en una salita— me enseñaste a estudiar, a poner esfuerzo en el trabajo, a hablar con Dios, a vencer mi timidez, a proponerme metas altas y propósitos pequeños…
Un día, en 1957, anunciaste que volvías a Roma y la noticia conmocionó al colegio entero. Tuviste que pasar por las clases para consolar a los afligidos y explicar la razón de tu marcha. Dos años más tarde te ordenaste sacerdote y regresaste a Gaztelueta para celebrar la Primera Misa.
El Santo Padre, Pablo VI, te nombró director de la obra pontificia para la atención de los católicos croatas en el exilio, y como San Pablo veinte siglos antes, empezaste a recorrer el mundo para confirmar en la fe a tus compatriotas.
Claro que seguías siendo un perseguido. Estabas en la lista negra del régimen yugoeslavo, y el 6 de marzo de 1968 el avión que debía trasladarte desde Caracas a París hizo explosión en el aire.
Yo te esperaba en Roma. ¡Tenía tantas cosas que preguntarte! Han pasado muchos años, pero los maestros duran para siempre. Y tú sigues siendo el mío.
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