“Pidan y se les dará” (Mt 7, 7-12). En este Evangelio, Jesús no solo nos anima a pedir a Dios, sino que nos garantiza que lo que pidamos, nos será concedido (se entiende, obviamente, que se nos concederá todo lo que esté de acuerdo con la Voluntad de Dios y sirva para nuestra eterna salvación). Teniendo en cuenta las palabras de Jesús, que es Dios, nos preguntamos: ¿qué pedir? Porque la primera tentación es pedir que se nos quite la cruz, o que se haga lo más liviana posible, lo cual sería, de nuestra parte, una muestra de egoísmo y una muestra también de que no hemos comprendido el mensaje de Jesús: “El que quiera venir detrás de Mí, que cargue su cruz de cada día y me siga” (Lc 9, 22-25). ¿Qué pedir, entonces, para no caer en el egoísmo y en la incomprensión del mensaje de Jesús?
Pidamos la gracia de ser una imagen viviente de los Sagrado Corazones de Jesús y de María.
Pidamos el participar de la Pasión de Jesús en cuerpo y alma.
Pidamos recibir su corona de espinas, beber del cáliz de sus amarguras y sentir sus mismas penas.
Pidamos la gracia de morir, antes de cometer un pecado mortal o venial deliberado.
Pidamos la gracia de tener los mismos pensamientos que tiene Jesús, coronado de espinas.
Pidamos a la Virgen sus ojos para ver a su Hijo Jesús como Ella lo ve y su Corazón Inmaculado, para amarlo con el Amor con el que Ella lo ama, el Amor de Dios, el Espíritu Santo.
Pidamos la gracia de participar activa y santamente de la Santa Misa, lo cual no quiere decir movimiento físico, sino unión espiritual del alma con Jesús, que renueva sacramental e incruentamente su sacrificio en la cruz, sobre el altar eucarístico, por la salvación de los hombres.
Pidamos la gracia de que, por cada latido de nuestro corazón, unido a los Corazones de Jesús y de María, se salve un alma, como lo prometió Jesús a los Siervos del Divino Amor: “Si me pedís salvar un alma por cada latido de vuestro corazón, os lo concedo a quien me lo pida”.
Pidamos la gracia de ser tenidos como malditos en favor de nuestros hermanos, como lo dice la Sagrada Escritura: “Yo mismo desearía ser maldito, separado de Cristo, en favor de mis hermanos, los de mi propia raza” (Rom 9, 3), imitando así a Jesús y uniéndonos a Él, que por nosotros se hizo maldito en la cruz: “Maldito el que cuelga del madero” (Dt 21, 23), convirtiendo la maldición en bendición y salvación eterna por su poder divino: “Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros” (Gal 3, 13).
“Pidan y se les dará”. Todo esto podemos pedir, con la certeza de que seremos escuchados.
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