Homilía para el II Domingo de Cuaresma B
Las tres lecturas de hoy nos llevan sobre la cima de una montaña. En la primera lectura es aquella del país de Moriah, lugar del sacrificio de Abraham, en el Evangelio es el Tabor, donde Jesús es transfigurado delante de sus tres discípulos más cercanos. La segunda lectura, tomada de la carta de san Pablo a los Romanos, reenvía al Calvario, sobre el cual Jesús fue entregado por nosotros.
Hay algo fascinante en una montaña, aún para aquellos que no nos gusta escalar, que intuye la sensación de elevarse por encima de la llanura por encima de las personas comunes y cuyos picos, entre el aire enrarecido provocan una cierta euforia. Se conoce la atracción que estas cimas ejercitan sobre grandes alpinistas, mientras son conscientes que ponen en riesgo sus vidas. En la Biblia sin embargo la montaña es también y sobre todo el lugar del encuentro con Dios, sea en las grandes teofanías, sea simplemente en los momentos de oración silenciosa, lejos de la multitud. Es sobre la montaña que Moisés, en el corazón mismo de la nube, encuentra a Dios que le habla cara a cara como a un amigo. Y sobre el mismo monte Sinaí el profeta Elías, al término de una larga peregrinación, yendo más allá de sus miedos y descubriendo su debilidad, hace experiencia de Dios, no entre truenos, relámpagos y movimientos telúricos, sino en la “briza suave”.
Jesús, cuando quería separarse de los discípulos que lo seguían y de la muchedumbre que lo alcanzaba, para encontrase con su Padre en una plegaria silenciosa, subía la montaña, preferiblemente de noche. Un día, hacia el final de su vida, mientras comenzaba a preparar a sus discípulos para la perspectiva de su muerte violenta, conduce consigo a la montaña a sus tres discípulos predilectos: Pedro, Santiago y Juan, para asociarlos a su oración –los mismos que asociará en su oración dolorosa y lacerante en el huerto de los olivos, en Gethsemaní.
Como la cima de una montaña es el punto de contacto simbólico entre la tierra y el cielo, así la oración es el momento del encuentro del tiempo con la eternidad. Sí, la oración nos hace salir del tiempo, ella nos libera de los límites del tiempo, y nos introduce en el eterno presente de Dios, aquél eterno presente al que se refería Jesús, cuando hablaba del “Dios de Abraham, Isaac y Jacob”, que es el Dios de los vivos y de los muertos, para demostrar, precisamente, la resurrección de los muertos. La oración nos libera también de los límites geográficos. Y es así que la montaña donde Jesús conduce a sus discípulos es contemporáneamente el Tabor y el Sinaí, se encuentran simultáneamente Jesús y sus discípulos, pero también Moisés y Elías. Todos se unen en el Eterno presente del Encuentro con Dios, en la nube que esconde temporalmente las diferencias de tiempo y de espacio.
Pedro está tan satisfecho, trasportado, al punto que quiere quedarse, sin saber demasiado que le está pasando, y entonces sin saber qué decir. Lo único que sabe es que es bello, y quisiera hacer durar ese momento de profunda felicidad. La revelación que le hace el Padre es que Jesús, quien lo introdujo en aquella experiencia, asociándolo a su oración, es su Hijo: “Este es mi Hijo predilecto. Escúchenlo”. Lo que le debe decir a ellos, aquello de lo que hablaba con Moisés y Elías, es de su muerte próxima. De la experiencia que apenas han vivido, pide que no se la cuenten a nadie, hasta que el “resucite de entre los muertos”. Una experiencia que por cierto en ese momento no llegan a comprender.
La felicidad, o bendición, que los discípulos viven durante aquellos pocos instantes privilegiados, es aquella que estaba prometida a Abraham y a su descendencia, como recompensa de su obediencia radical a eso que entendían como la voluntad de Dios (primera lectura).
Isaac, hijo de Abraham, fue salvado y en su lugar fue inmolado un carnero. Jesús habiendo puesto fin a la época de los sacrificios, ha muerto el mismo por nosotros, como nos recuerda la carta a los romanos. Y está ya a la diestra del Padre, uniendo definitivamente el tiempo y la eternidad, cada vez que nosotros nos acercamos a él en la oración. Esta nos permite entrar con él en contacto con su Padre y con todos aquellos que están ya en su gloria, más allá de los límites del espacio y del tiempo en los cuales todavía nos encontramos.
Jesús en el Tabor se encuentra, en su profunda oración, con el Padre y con su misión, al aceptar la voluntad del Padre, al aceptar la cruz, se aparta por un instante el velo de su realidad de Verbo encarnado, no se produce algo que antes no había, sino que se muestra para que nosotros también encontremos el camino de la transfiguración, cada vez que nos ponemos en contacto con lo eterno al subir al monte de la oración y al aceptar nuestra vocación y misión. Que María nos ayude en esta cuaresma a ser fieles a la oración y a vivir de tal forma unidos a Dios que con Pedro exclamemos: “qué bien estamos aquí”.
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