“Se presentaron los fariseos y se pusieron a discutir con Jesús; para ponerlo a prueba, le pidieron un signo del cielo. Jesús dio un profundo suspiro y dijo: “¿Por qué esta generación reclama un signo? Les dejó y se embarcó de nuevo y se fue a la otra orilla”. (Mc 8,11-13)
Uno de nuestros mayores defectos es pedirle razones a Dios.
Es Dios quien tiene que justificarse ante nosotros para que podamos creerle.
La fe nunca nace de los razonamientos, ni de los argumentos.
La fe nace de la confianza.
La fe nace de fiarnos de él.
Y no de que se justifique ante nosotros.
Resulta curioso que cuando nosotros queremos que alguien nos crea digamos:
“Te lo juro por mi madre”.
“Te lo juro por mi hijo”.
“Te lo juro por Dios”.
El único argumento que Dios nos ofrece para creer en él es su Hijo encarnado.
Dios no se justifica por argumentos racionales.
Tampoco se justifica por milagros.
El único argumento válido de Dios es su amor.
Por eso la fe es “creer en el amor de Dios”.
Por eso creer no es “creer que Dios existe”.
Sino que Dios nos ama y nos dejamos amar por él.
Por otra parte “la discusión” no es el mejor camino para descubrir la fe.
La discusión suele ser más bien una pelea y una lucha para ver quien gana.
Y peor cuando la discusión es maliciosa.
“Para ponerlo a prueba”.
Pedirle milagros para creer no es el camino de la fe.
Más bien suele ser nuestra fe la que hace posible los milagros.
Jesús decía:
“¿Crees que puedo hacerlo?”
“Tu fe te ha curado”.
Para creer es preciso estar abierto a Dios.
Para creer es preciso quitarnos los prejuicios.
Para creer es preciso a sinceridad del corazón.
Y quienes pretenden “ponerlo a prueba” no preguntan con sinceridad sino con malicia.
El mismo Jesús, dice el texto, “dio un profundo suspiro”.
Una especie de dolor y de angustia ante la cerrazón de los fariseos.
No pedían signos para creer.
Más bien pedían signos para justificar su incredulidad.
Jesús sintió una profunda pena de que no supiesen ver los signos que hacían, y pedían los signos que a ellos les interesaba.
Y Dios no está para hacer de malabarista y titiritero para que crean en él.
A Dios no podemos ponerle condiciones.
A Dios no podemos pedirle razones.
A Dios no podemos pedirle milagros.
A Dios no podemos pedirle escuche nuestra oración y nos sane.
Quien pide razonamientos no cree.
Quien pide milagros no cree.
Quien pide escuche nuestra oración y nos conceda lo que pedimos no cree.
Tal vez no con la malicia de los fariseos.
Pero, con frecuencia, a Dios le exigimos muchas cosas para creer en él.
“Estoy perdiendo la fe porque le he pedido y no me ha escuchado”.
No te ha escuchado porque tu oración no nacía de la fe sino de tus intereses.
Tu oración era una manera de “utilizar a Dios” a tu servicio.
En todo caso sería Dios quien nos pida razones a nosotros y no nosotros a él.
Nuestra fe no nacerá discutiendo con Dios, ni poniéndolo a prueba.
Nuestra fe nacerá de nuestra confianza y abandono en él.
Nuestra fe nacerá y florecerá de sentirnos amados por él aunque las cosas nos salgan mal.
No nos irá peor que al mismo Jesús a quien crucificamos.
Y sin embargo morirá abandonándose en las manos del Padre.
“Padre, en tus manos pongo mi espíritu”.
No pidamos milagros para creer.
Tengamos tanta fe que todo en la vida sea un milagro.
Clemente Sobrado C. P.
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