Homilía para el VI domingo durante el año B
La primera y la tercera lectura de hoy hablan de algo que generaba terror en el mundo antiguo: la lepra. Lepra era un palabra genérica, que cubría una gran cantidad de enfermedades, especialmente enfermedades de la piel, y sobre todo las enfermedades contagiosas e incurables. Cómo reacción al horror que los hombres sentían en su interior frente a estas diversas formas de enfermedades, ellos enviaban al ostracismo a aquellos que eran víctimas y los separaban del pueblo, frecuentemente en virtud de leyes religiosas. Así, no solamente se protegían del contagio físico, si no que se ponían al resguardo, psicológicamente, de mirar dentro de ellos mismos.
Una de las grandes novelas del siglo pasado –novela que le hizo ganar a su autor un premio nobel- es La peste de Albert Camus, publicado poco después de la segunda guerra mundial (1947). Esta novela, cuenta la historia de una ciudad de Algeria, donde la población es improvistamente golpeada por una epidemia de peste bubónica, una peste que, en diversas épocas, en el curso de la historia, antes del descubrimiento de la vacuna, diezmó enteros sectores de la población del globo. La ciudad es puesta en cuarentena, y todo el libro es una descripción del comportamiento de un cierto número de personajes, los que son confrontados a este mal físico inesperado.
Camus no era cristiano, aunque en su juventud haya escrito una tesis doctrinal sobre san Agustín. No era tampoco ateo. Se consideraba post-cristiano. Y porque pone muy honestamente en cuestión al cristianismo, tal cual lo ha conocido en su modo de reaccionar al mal, descubre y trasmite verdades y comportamientos que son a veces profundamente cristianos.
Este libro es un mito moderno que concierne al destino del hombre y eso que el poeta inglés Hopkins llamaba “la danza de la muerte en nuestra sangre”. Para Camus esta “danza de la muerte”, esta propensión escondida a la peste, es algo más que la simple mortalidad, es la negación deliberada de la vida, el instinto humano de dominar o destruir, de buscar la felicidad propia destruyendo la felicidad de los otros, de establecer la propia seguridad en el poder y, por extensión, de justificar el uso perverso de este poder en términos de “historia”, “bien común” o “seguridad nacional”, o peor, en términos de “justicia de Dios”.
Hay dos personajes principales en la novela: un sacerdote y un médico. El médico –doctor Rieux- es el primero en descubrir los signos de la peste; y le llevará tiempo convencer a todos los otros de lo que era evidente. Todo el tiempo que la peste dura en la ciudad –y se trata de años- se dedica totalmente a curar a los enfermos, organizar los servicios de sanidad, sepultar los muertos, inventar una vacuna, y finalmente dar fin a la epidemia.
Todo esto no es considerado para nada por él, ni por Camus, como algo virtuoso o heroico. Es simplemente lo que él debía hacer inmediatamente. Uno no elogia a un profesor por enseñar que 2 más 2 son 4 (o tal vez pronto sí….), dice. Si alguno está en necesidad y tú puedes hacer algo por él, debes simplemente hacerlo. No hay nada de especial en esto, aunque pongas en riesgo tu propia vida, y aunque mueras. Después de todo, dice Camús, siempre hay un momento en la vida en el cual aquellos que afirmen que dos más más dos son cuatro, son matados.
La historia del sacerdote es interesante. Al incio tiene pronto todas las respuestas. La ciudad, dice, está golpiada por la peste, porque el pueblo se lo merece. Dios está desilusionado del mundo moderno en general y de ellos en particular. Pero la misericordia de Dios quiere darle a la ciudad otra chance. La peste indica el camino de una salvación futura. Este sacerdote puede ver a Dios en acción, transformando realmente el mal en bien. Razonando así “justifica” la peste y busca inducir al pueblo a amar su sufrimiento. A esto el doctor, que no es por cierto católico practicante, responde como hombre práctico, y con una buena dosis de compasión cristiana: “los cristianos hablan así a veces, sin que esto sea realmente lo que piensan” y agrega este mordaz elogio: “pero son mejores de lo que parecen”. Y agrega que el buen sacerdote habla así porque no aprendió nada más que sus libros de teología. “Por eso, dice, puede hablar con tanta seguridad de la verdad con la “V” mayúscula. Cualquier sacerdote en el campo, que sienta un hombre respirar con fatiga sobre su lecho de muerte, hace como el doctor, primero trata de aliviar el sufrimiento antes de proclamar las verdades. Dice la Carta de Santiago: “Y si el hermano o la hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y hartaos; pero no les diereis las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿qué aprovechará? ¿Creen ustedes en la sinceridad de los deseos del que ve a su hermano pasando hambre y frío, y le dice: “ojalá que comas y te abrigues”, pero no le da nada para comer o abrigarse pudiendo hacerlo? Así también la fe, si no tuviere obras, es muerta en sí misma”. También podemos pensar cuando el papa Francisco habla del hospital de campaña. Todo esto no hace renunciar a la doctrina pero pone al hombre en el centro y no al sábado.
De hecho el sacerdote, después de haber visto un niño morir tras atroces sufrimientos, al fin llegará también él a probar un poco de esta compasión
Si volvemos ahora a nuestro Evangelio, no creo que haya necesidad de un largo comentario. Es evidente que el comportamiento del sacerdote al inicio de la novela, con todas sus explicaciones concernientes al pecado y al castigo divino, era el comportamiento de los escribas y fariseos y, en general, de la religión oficial de Israel. El comportamiento el médico es aquél de Cristo, que nunca, en todo el Evangelio, da una explicación de la lepra o de otra enfermedad. Toca simplemente al leproso con la mano y lo cura
Ojalá nos dejemos curar y aprendamos a curar a los demás o mostrarles quién de verdad los puede curar. Santa María ruega por nosotros.
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