PADRE PÍO, A LOS 45 AÑOS DE SU FALLECIMIENTO
JOSÉ RAMÓN GODINO ALARCÓN
San Francesco Forgione, más conocido como el P. Pío de Pietrelcina, fue uno de los fenómenos espirituales más grande del s. XX. Conocido en todo el mundo por sus estigmas, sus milagros y su clarividencia, corre sin embargo el peligro de ser encorsetado en un mero pietismo milagrero que esconda su honda humanidad. Nada más lejano de su vida y su experiencia espiritual. Nació en Pietrelcina, en el Benevento, el 25 de mayo de 1887, su madre, devota y sencilla católica que influiría en él de forma decisiva, le puso por nombre Francesco en honor de san Francisco de Asís. Fue bautizado al día siguiente en su pueblo, donde pasaría su infancia.
Como en tantas otras familias humildes de la zona, Francesco no pudo asistir regularmente a la escuela. El trabajo de la tierra, necesario para la supervivencia, le retenía muchos días en el campo. Sólo cuando tuvo doce años comenzó a estudiar regularmente de la mano del cura del pueblo, Domenico Tizzani, quien vio en él un futuro candidato al sacerdocio. En dos años aprendió toda la escuela elemental, pudiendo pasar con normalidad a realizar los estudios de Secundaria.
El encuentro con Fray Camillo, un fraile capuchino del vecino convento de Morcone, a 30 kilómetros de Pietrelcina, que iba de pueblo en pueblo pidiendo limosna, hizo que expresase su deseo de hacerse capuchino. Corría el año 1902 y Francesco había tenido una niñez débil y enfermiza, lo cual en un primer momento disuadió a los frailes. Sólo en otoño de 1902 llegó el consentimiento para entrar en el convento, dejando a su madre y a sus hermanos, pues su padre había emigrado a América en 1898. El 6 de enero de 1903 entró oficialmente en el convento.
Días antes, el 1 de enero, había tenido una visión después de comulgar que le anunciaba una continua lucha contra Satanás. El 5 de enero, la noche antes de entrar en los capuchinos, declaró haber tenido una aparición de Jesús y la Virgen que le aseguraban su protección y predilección. Las visiones serían desde entonces una constante en su vida, así como los ataques por parte del demonio. El 22 de enero, con tan sólo 15 años, tomó el hábito, con el nombre de fray Pío.
En 1904, pronunció sus votos simples y el 25 de enero de ese mismo año se trasladó al convento de Sant’Elía para continuar con sus estudios. Es en este convento donde se produjo su primera bilocación, asistiendo al nacimiento de Giovanna Rizzani, futura hija espiritual suya, nacida en Udine, Venecia, lejos de donde físicamente se encontraba el padre Pío en ese momento.
El 27 de enero de 1907, hizo la profesión de sus votos solemnes. Ese mismo año fue trasladado al convento de Serracapriola, ubicado a quince kilómetros del mar, pero el clima no le sentó bien y su salud decayó. Sus superiores lo enviaron de regreso a Pietrelcina para ver si el clima de su casa le hacía bien. La gente de su pueblo confiaba en él, pidiéndole consejo, y así Francisco comenzó a dedicarse a la dirección de almas.
En 1908 marchó al convento de Montefusco y n noviembre de ese año, recibió las órdenes menores (ostiario, lector, exorcista, acólito) y luego el subdiaconado. Toda esta época fue para él de mucha oración y estudio. El 10 de agosto de 1910 fue consagrado sacerdote en la catedral de Benevento. Sin embargo, permaneció con su familia hasta 1916 por motivos de salud. Es en este periodo cuando fray Pío comenzó a experimentar un fenómeno que alteraría su vida: los estigmas en las manos. En estos años, aún eran invisibles y sólo sentía los dolores. Lo comunicó por primera vez el 8 de septiembre de 1911, en una carta a su padre espiritual en la que afirmaba que el fenómeno se llevaba repitiendo desde hace un año y que había sido callado por vergüenza.
En febrero de 1916 volvió a la vida conventual en Foggia. El 28 de julio llegó a S. Giovanni Rotondo, lugar en el que parece ser que se sentía mucho mejor y podía descansar, por lo que pidió al provincial de la orden que le dejara establecerse allí. La respuesta tardaba en llegar y escribió al provincial diciéndole que “Jesús le había asegurado que allí estaría mejor”. Se estableció con permiso de sus superiores definitivamente en el Seminario seráfico de S. Giovanni Rotondo como director espiritual. En su nueva comunidad era muy difícil esconder los estigmas por el profundo dolor que le ocasionaban. El 17 de octubre confesó al Padre Agustín de San Marcos que sufría los estigmas, pero que había pedido a Dios que no se mostraran, lo que le había sido concedido, aunque sin que se retirara el dolor. Confesó, además, que semanalmente sufría los dolores de la coronación de espinas y la flagelación de Cristo. Esto le producía dolores agudísimos.
Entretanto, fray Pío tuvo que prestar servicio militar durante la Primera Guerra Mundial, participando en el servicio sanitario. Su servicio fue intermitente por su debilidad física, llegando a ser definitivamente alejado del servicio activo en 1918 por afecciones pulmonares. En agosto de 1918, aseguró haber recibido una visión en la que un hombre armado con una lanza le atravesaba, dejando una herida constantemente abierta, fenómeno conocido como transverberación. Esta lesión, junto con los estigmas, fue interpretada con distintos matices: unos pensaban que era signo de santidad, otros que era una enfermedad de la piel y otros directamente que eran heridas autoinfligidas.
Los estigmas constituyen el fenómeno más conocido del P. Pío y por ello debemos detenernos a hacer una cronología de los orígenes de este. Como ya hemos visto, el inicio de la manifestación está en 1910, cuando por su debilidad debió permanecer en numerosas ocasiones en su casa de Pietrelcina para reponerse. Todos los días solía retirarse al campo a rezar después de la Misa matutina, algo que hacía que sus pulmones mejoraran. Según lo revelado a su confesor, recibió allí los estigmas el 7 de septiembre de 1910, pero no comenzó a sentirlos con intensidad hasta septiembre de 1911. La mañana del 20 de septiembre de 1918, rezando ante el crucifijo del coro de la vieja iglesia pequeña de San Giovanni Rotondo, el P. Pío tuvo otra experiencia mística en la que los estigmas o las heridas se hicieron visibles y quedaron abiertas, frescas y sangrantes, algo que continuaría durante medio siglo. La noticia de los estigmas no tardó en correr desde el establecimiento en San Giovanni Rotondo, donde se hicieron imposibles de ocultar.
El tranquilo convento pronto se convirtió en meta de peregrinación de personas que deseaban obtener gracias por la intercesión del P. Pío. La fama del religioso se extendía cada vez más. De él se decía que conseguía conversiones inesperadas por medio de la confesión y el “boca a boca” hacía que se extendiese la fama de su santidad. El convento acogía cada vez a más visitantes y se convirtió en lugar de peregrinación, no sin envidia de los párrocos de los alrededores. La situación se volvió preocupante para las autoridades eclesiásticas. En el Vaticano había división de opiniones ante la falta de noticias claras sobre lo que verdaderamente estaba sucediendo. Las continuas peregrinaciones alimentaban el temor de que pudiera tratarse de una estafa económica o de que pudiera estallar un escándalo. La credibilidad de la Iglesia estaba en juego y comenzaron las investigaciones. El primer encargado de investigar fue el general de los capuchinos, quien envió al médico Giorgio Festa al lugar de los hechos. La investigación no fue concluyente, pero se mostró favorable al origen sobrenatural. Ante la insuficiencia de las conclusiones, que expresaban quizás demasiado entusiasmo, continuaron las investigaciones, a menudo de forma secreta.
Comenzaron los estudios médicos. Primero investigó el doctor Romanelli por orden del superior provincial capuchino. El 15 y el 16 de mayo de 1919, certificó que las heridas no eran superficiales, pero tampoco sangraban. El 26 de julio, llegó de Roma el profesor Bignami, que coincidió con Romanelli, pero encontró una razón patológica para las heridas: necrosis neurótica, una enfermedad motivada por la autosugestión o por el uso de alguna sustancia química. En 1920, el cardenal español Merry del Val encargó al famoso franciscano P. Agostino Gemelli el estudio del caso en nombre del Santo Oficio. El Santo Oficio estaba preocupado por las acusaciones que llegaban de conducta escandalosa del capuchino y se pedía la ayuda del científico franciscano, dado su conocimiento de la medicina y de los fenómenos místicos.
Gemelli, interesado por el tema, decidió conocer en persona al P. Pío, a pesar de estar en un principio opuesto a él. El religioso se negó a enseñar los estigmas a Gemelli alegando que no tenía autorización de su provincial, a pesar del mandato de Merry del Val por parte del Santo Oficio. Gemelli salió irritado de San Giovanni Rotondo por el apoyo de los superiores al religioso, quienes pidieron que la investigación se hiciera por canales oficiales. El dictamen del famoso franciscano, buen científico, pero hombre de gran arrogancia, fue durísimo. Tildó al fraile de histérico y psicópata, achacando las heridas a autolesiones a una enfermedad mental. Más adelante definiría al P. Pío como “psicótico, autodestructivo y fraude”. Estas afirmaciones no se debían al examen clínico de las heridas, pues no las examinó, pero la autoridad del que las afirmaba hizo que pesaran en lo que restaba de vida del fraile de Pietrelcina.
Entre abril y mayo de 1921, el Santo Oficio decretó una visita apostólica a San Giovanni Rotondo que estudiase la personalidad del P. Pío. Se eligió al obispo de Volterra, Raffaele Carlo Rossi, después cardenal. Tras una semana en el lugar redactó un informe en el que analizaba los casos de posibles curaciones y bilocaciones. En él afirmaba que el P. Pío a muchas de las preguntas había respondido que no estaba en su conocimiento que hubiera realizado ciertas acciones y negaba un caso de bilocación. La conclusión final de Rossi fue escéptica, dando por falsos todos los milagros y situaciones misteriosas puestos a examen.
Las consecuencias de este examen llegaron en 1923. El 31 de mayo, apareció un decreto en el que el Santo Oficio declaraba que no constaba nada sobrenatural en lo sucedido en San Giovanni Rotondo y exhortaba a los fieles a no visitar San Giovanni Rotondo ni propagar su fama. Oficialmente la Iglesia manifestaba que no había fenómenos sobrenaturales en el lugar, sin negar la posibilidad de que en un futuro los hubiera. La noticia llegó a todo el mundo. En 1924, Giorgio Festa pidió realizar un examen exhaustivo con nuevas técnicas, a lo que se negaron las autoridades eclesiásticas. Mientras tanto, con el paso de los años el dictamen del Santo Oficio se revelaba inservible ante la creciente avalancha de peregrinos. En 1931, llegó un documento más duro que prohibía las peregrinaciones e imposibilitaba al P. Pío decir Misa en público y confesar.
Pío XI, después de estudiar el caso, revocó estas restricciones en 1933, pero el decreto de negación seguía vigente y oficialmente los fenómenos ocurridos al P. Pío no eran reconocidos. Esto no preocupaba ni a la gente común ni a las personalidades. A partir de 1938 acudieron en visita a San Giovanni Rotondo miembros de numerosas familias reales católicas y personajes públicos italianos y de otros países buscando conocer al fraile y pedir consejo. El fenómeno creado en torno al P. Pío se convirtió en mundial. Las colas para confesar eran larguísimas, emulando las del Cura de Ars. Él pasaba la mayor parte del día en el confesionario y la mayor parte de la noche en oración en el coro de la iglesia. Paralelamente, comenzó a gestarse una gran obra social que canalizaba los donativos hechos al santuario: el hospital “Casa de Alivio en el sufrimiento”, comenzado en 1940. En 1950, el fenómeno era ya de tal magnitud que entró en funcionamiento un sistema de reserva de turno para confesar con P. Pío. Pío XII le había librado del voto de pobreza para administrar el hospital, pero ante el posible escándalo le fue retirada dicha dispensa al poco tiempo.
La controversia no terminó. Habiendo caído la curia general capuchina en práctica bancarrota por unas inversiones desafortunadas de sus fondos, se pidió al religioso de parte del General de la Orden que destinase algo de las donaciones que llegaban para el nuevo hospital a remediar el desfalco, a lo que éste se negó por querer respetar la voluntad de los donantes. Eso desencadenó una terrible ola de inquina por parte de algunos religiosos hacia él, inventándose éstos acusaciones falsas, incluso grabando sus confesiones. Juan XXIII pidió una nueva investigación en el ambiente del Concilio Vaticano II, ante las noticias tan contradictorias que le llegaban. Se envió a monseñor Maccari para averiguar si lo sucedido en San Giovanni Rotondo no era sino fruto de una religiosidad arcaica y se llevó a cabo una durísima investigación en la que se usaron incluso las pruebas magnetofónicas. El visitador trató con gran severidad al religioso, imponiéndole duras medidas para evitar su influjo entre los fieles. El Papa no se pronunció, pero sus diarios revelan que se inclinaba por creer que era un engaño. Sin embargo, algunos superiores del P. Pío y numerosos obispos manifestaron que, a pesar de las reticencias de los informantes del Papa, la conducta del fraile se guiaba por la obediencia y la ortodoxia.
El P. Pío callaba y vivía aquello que en cierta ocasión escribía a una dirigida espiritual: “Que toda su solicitud en medio de las tribulaciones que la invaden totalmente, se centre en un abandono total en los brazos del Padre celeste, ya que Él tiene sumo cuidado para que su alma, tan predilecta, no sea sometida al poder de Satanás. Humíllese, pues, ante la Majestad de Dios y déle gracias continuamente, a tan buen Señor, de tantos favores con lo que sin cesar enriquece su alma de Ud. y confíe cada vez más en su divina Misericordia. No tema, vuelvo a repetirle en el Señor, quien le ha ayudado hasta ahora continuará hasta su salvación”.
Las investigaciones quedaron paralizadas al ser elegido el nuevo Papa, Pablo VI, que dijo sobre el caso: “Dejad en paz al Padre Pío”, pues desde hacía años lo apreciaba, si bien no lo había conocido personalmente. Pablo VI autorizó al P. Pío a seguir celebrando la Misa según el misal previo a la reforma conciliar. Fue en esa época cuando la Santa Sede pasó a vigilar de una forma más cercana las actividades económicas del santuario y el hospital, sin encontrar aspectos negativos sobre el P. Pío, quien donó todos sus bienes a la Santa Sede y con ellos la institución hospitalaria. Murió el 23 de septiembre de 1968, rodeado del cariño de muchos. Sus funerales fueron multitudinarios. Al preparar el cadáver se encontró que las heridas habían cicatrizado y casi desaparecido, según se decía por haber pedido el P. Pío que se le retiraran antes de morir.
El proceso de canonización no tardó en empezar. Se reunieron 104 volúmenes de declaraciones positivas y negativas, que fueron estudiadas por la Santa Sede. Después de un largo proceso y certificados los milagros el P. Pío fue declarado beato el 2 de mayo de 1999 y canonizado el 16 de junio de 2002 por Juan Pablo II, que le había conocido en vida y le tenía grandísimo aprecio. En dicha ceremonia, el Papa dijo: “¡Cuán actual es la espiritualidad de la cruz que vivió el humilde capuchino de Pietrelcina! Nuestro tiempo necesita redescubrir su valor para abrir el corazón a la esperanza. En toda su existencia buscó una identificación cada vez mayor con Cristo crucificado, pues tenía una conciencia muy clara de haber sido llamado a colaborar de modo peculiar en la obra de la redención. Sin esta referencia constante a la cruz no se comprende su santidad.”
A pesar de lo controvertido de su figura, la Santa Sede reconoció los numerosos fenómenos sobrenaturales de su vida después de una nueva investigación sin prejuicios. Hoy san Pío es uno de los santos más invocados de la Iglesia, aunque desde numerosos medios se empeñan tozudamente en multiplicar las investigaciones para descubrir un nunca probado montaje. Actualmente él sigue respondiendo con las mismas evidencias que cuando estaba vivo, realizando conversiones y acercando a multitudes a Dios desde su sepulcro de San Giovanni Rotondo.
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