Hoy es la fiesta de santa María Magdalena, de la que ya comenzamos a hablar ayer. Una mujer que tuvo una importancia decisiva en la primera generación cristiana y que en los textos posteriores (todos escritos por varones) fue silenciada. Ciertamente no fue la amante de Jesús, como pretenden algunas noveluchas escritas en los últimos años. Al menos no amante como entienden esos escritos, que reducen todo a las relaciones sexuales. Amó mucho a Jesús y se supo amada por Él, que la liberó de siete demonios.
Los evangelios no dicen el nombre de su padre ni de su esposo, como era común en la época, sino que la identifican con su ciudad de proveniencia (Magdala), lo que indica que fue una mujer liberada e independiente, de las que se arriesgaron a seguir a Jesús con todas las consecuencias.
Hoy no podemos comprender lo que supuso para algunas mujeres saltarse todos los convencionalismos sociales y seguir a Jesús incondicionalmente. ¿Cuántos insultos e injurias tendrían que soportar en sus desplazamientos? ¿y a los pies de la cruz?
María Magdalena y las otras mujeres descubrieron que alguien las trataba como seres humanos, de tú a tú, sin considerarlas inferiores. No encontramos nada similar en la literatura antigua de ninguna cultura. Se sintieron valorizadas y esto las animó a convertirse en discípulas del Galileo y colaboradoras suyas en el servicio del Reino de Dios.
Cuando Jesús fue crucificado y los discípulos varones huyeron, ellas permanecieron junto a la cruz. Ellos intentaron olvidar y rehacer sus vidas, volviendo a sus ocupaciones anteriores. Ellas no podían regresar al pasado. La sociedad no se lo habría permitido y ellas tampoco habrían aceptado volver a ser considerados objetos propiedad de los varones sin capacidad de decisión personal.
Por eso se quedaron en Jerusalén, primero cerca de la cruz y después cerca del sepulcro. El recuerdo de Jesús era su único consuelo. Y llorar junto a su cadáver su único deseo.
Y Jesús resucitado salió al encuentro de las que tanto le amaban, dándoles el encargo de testimoniar la resurrección, precisamente a ellas, que eran conscientes de que el testimonio de una mujer no era admitido en un juicio y que nadie se habría fiado de sus palabras.
Hoy los curas y los frailes predicamos mucho, aunque pocos nos escuchan, pero ellas siguen anunciando la presencia viva del resucitado en el mundo con sus vidas, como recordábamos aquí. ¡Benditas Magdalenas que saben amar sin medida!
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