–Un cura me dijo que después del Concilio ya estas cosas, agua bendita y demás, no tienen sentido.
–Dígale que se lea la constitución Sacrosanctum Concilium (60-61) del Vaticano II, y que nos explique cómo del Concilio, que elogia los sacramentales, procede su desaparición.
El agua bendita es un sacramental, instituido por la Iglesia, y usada con fe y devoción, purifica al cristianos de sus faltas veniales. Las bendiciones de personas y de cosas van acompañadas de algunos signos, y los principales son la imposición de manos, la señal de la cruz, el agua bendita y la incensación (Bendicional 26). El agua bendita es constituida por la bendición del sacerdote o del diácono (ib. 1224-1225), y como todos los sacramentales, «tiende como objetivo principal a glorificar a Dios por sus dones, impetrar sus beneficios y alejar del mundo el poder del maligno» (ib.11),
El agua bendita «gozó siempre de gran veneración en la Iglesia y constituye uno de los signos que con frecuencia se usa para bendecir a los fieles» y también a los objetos. «Evoca en los fieles el recuerdo de Cristo… que se dio a sí mismo el apelativo de “agua viva”, y que instituyó para nosotros el bautismo, sacramento del agua, como signo de bendición salvadora» (ib. 1223).
–Los judíos no bendecían el agua, considerándola, a diferencia de otros pueblos, una criatura bendita por sí misma, y le daban un uso religioso como elemento de purificación. Una ablución total es prescrita antes de la unción sacerdotal de Aaron y de sus hijos (Ex 29,4). Y después de la época de cautividad, el agua se empleaba en Israel como un bautismo de conversión y purificación, semejante al de Juan el Bautista. Los que se convertían, confesaban sus pecados, y mientras oraban, recibían del bautizador el agua purificadora (Mc 1,4.8; Mt 3,6.11; Lc 3,3.16.21). En Babilonia, en Grecia, en Roma, también se practicaban ritos de purificación mediante el agua. Tertuliano (+220) describe los ritos de purificación de personas, objetos y lugares mediante el agua, que eran usuales entre los romanos (De baptismo V).
El libro de los Números habla de «un agua de expiación», que era ritualmente preparada y empleada (19,7-9). El libro de los Salmos refleja este uso: «rocíame con el hisopo, y quedaré limpio; lávame: quedaré más blanco que la nieve» (Sal 50,9). Y el Señor promete: «derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará; de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar» (Ez 36, 25). En la tradición bíblica de Israel son muchas las indicaciones de veneración por el agua. El Espíritu divino planea sobre las aguas primordiales, dando vida por ellas a todas las criaturas (Gén 1,2).
Son las aguas en el diluvio universal las que dan muerte al pecado de la humanidad, y vida a los supervivientes, que «se salvaron por el agua», como dice San Pedro. Ella es una figura del bautismo en Cristo (1 Pe 3,18-21). Las aguas del Mar Rojo, a las que Moisés dedica un himno, dan muerte a los egipcios y vida a los israelitas, anticipando así también el bautismo cristiano (1Cor 10,2). Golpeada por Moisés la Roca en el desierto, la convierte en fuente, que da la vida a los que morían ya de sed (Núm 20,1-11); «y la Roca era Cristo» (1Cor 10,4), de cuyo costado salió en la Cruz «sangre y agua» (Jn 19,34). Agar e Ismael, en el desierto, se salvan por el agua que Dios les da (Gén 21,14), como también Naamán se libra por el agua de su lepra (2Re 5,1ss). El profeta Ezequiel ve que del costado del Templo, al oriente, brota un agua viva que todo lo vivifica a su paso (47,1-12).
En fin, es el agua del Jordán, donde Jesús es bautizado, el comienzo del bautismo cristiano; es el agua, como dice San Cirilo de Alejandría (+444), «el principio del Evangelio», como antes fue «el principio del mundo» (Catequesis III,5). Se sirve Dios del agua en la piscina de Betsaida para sanar a los enfermos (Jn 5,1-9). Y enseña Jesús a Nicodemo que los hombres nuevos han de nacer de nuevo «del agua y del Espíritu» (Jn 3,5).
–Los cristianos, pues, desde el principio veneran siempre el agua, viendo en esa criatura el inicio de la primera creación y el comienzo de la creación nueva. Esta transformación del mundo por la gracia de Cristo es elocuentemente anunciada en Caná, donde el Nuevo Adán convierte el agua en vino (Jn 2,1-11). En el pozo de Jacob se manifiesta Jesús a la samaritana (Jn 4,6), y después a todo el pueblo, como fuente inagotable de una agua que da la vida eterna: «si alguno tiene sed, venga a mí y beba» (7,37-39).
San Cirilo de Alejandría considera el agua, en el orden de la naturaleza, como «el más hermoso de los cuatro elementos» que constituyen el mundo (Catequesis III,5). Y en el orden de la gracia, sabemos que Dios elige el agua no sólo como medio de salvación en el Bautismo, sino también como materia imprescindible de la Eucaristía. Ya a mediados del siglo II, San Justino, al describir la celebración de la Eucaristía, testimonia que se realiza con «pan, vino y agua» (I Apología 67). Tertuliano (+220) refiere el lavatorio de manos en la celebración del sacrificio eucarístico (Apologia 39), rito, por cierto, que sigue vigente en el Novus Ordo de la Misa (n. 24), aunque no pocos sacerdotes lo omiten, rompiendo una tradición de al menos dieciocho siglos. «El sacerdote, a un lado del altar, se lava las manos, diciendo en secreto: Lava me, Domine, ab iniquitate mea, et a peccato meo munda me».
No obstante la gran devoción de los cristianos hacia agua, criatura excelsa y sacramento de regeneración, la Iglesia en un principio se mostró reacia a establecer el sacramental del agua bendita, precisamente porque eran muchos los ritos paganos –egipcios, romanos, griegos, casi todos los pueblos antiguos, también la India– que usaban el agua lustral profusamente en sus ritos sagrados, casi siempre con un sentido de purificación. En esos ritos era antiquísimo el uso de la sal y de otros elementos que se mezclaban con el agua.
Al principio del siglo II se halla ya, sin embargo, en la Iglesia la primera fórmula conocida de bendición del agua, mezclada con la sal, y está prescrita por el papa San Alejandro (105-115) para aspersión de las habitaciones (A. Gastoué, Dict. Spiritualité IV, 1982). El agua bendita es, pues, uno de los muchos casos en que la Iglesia, realizando históricamente un misterio de encarnación, cristianiza –asume, purifica y eleva– antiguos ritos paganos, que también usaban el agua y la sal. Ninguna religión, ciertamente, tiene tantos motivos como el Cristianismo para venerar el agua y para convertirla, con la gracia de Cristo, en uno de sus sacramentales más preciosos. Posteriormente, esta tradición se expresa con relativa plenitud en las Constituciones Apostólicas (380), en las que hallamos preciosas fórmulas de bendición del el agua bautismal (VII,43), y también del agua y el aceite (VIII, 29):
«Es el obispo el que bendice el agua o el aceite. Pero si él se encuentra ausente, que lo haga el presbítero, asistido por el diácono. Pero si el obispo se encuentra allí, que el presbítero y el diácono lo asistan. Y que diga así:
«Señor del universo, Dios que todo lo puedes, Creador de las aguas y dador del aceite, misericordioso y amigo de los hombres, tú, que das el agua que sirve como bebida y para las purificaciones y “el aceite que alegra el rostro” [Sal 103,15] para nuestro gozo y alegría [Sal 44,8.16], tú mismo, ahora, por Cristo, santifica esta agua y este aceite, en nombre de aquel (o aquella) que los ha traído, y concédeles la fuerza de dar salud, de evitar las enfermedades, de alejar los demonios, de proteger la casa, de apartar de cualquier asechanza. Por Cristo, “nuestra esperanza” [1Tim 1,1], por quien te sean dados gloria, honor y veneración, en el Espíritu Santo, por los siglos. Amén».
El sacramentario gelasiano antiguo (mediados del s. VII) contenía ocho fórmulas de bendición del agua. Alcuino (+804) reunió cinco fórmulas, añadidas al sacramentario gregoriano-adrianeo, que el Papa Adriano envió a Carlomagno (finales del s. VIII). Estas oraciones se mantuvieron en el Ordo ad faciendam aquam benedictam del Ritual romano hasta el ritual De benedictionibus (1984), compuesto por la Congregación del Culto divino y de los Sacramentos, que expongo a continuación.
–La bendición del agua puede hacerse en la Misa, según indica el Bendicional (1224): «La bendición y la aspersión del agua se hace normalmente el domingo, según el rito descrito en el [actual] Misal Romano» (apéndice 1: Rito para la bendición del agua y aspersión con el agua bendita). Tras un breve saludo, una de las oraciones que el Misal ofrece, y que expresa los efectos propios del agua bendita, dice así:
«Dios todopoderoso, fuente y origen de la vida del alma y del cuerpo, bendice + esta agua, que vamos a usar con fe para implorar el perdón de nuestros pecados y alcanzar la ayuda de tu gracia contra toda enfermedad y asechanza del enemigo. Concédenos, Señor, por tu misericordia, que las aguas vivas siempre broten salvadoras, para que podamos acercarnos a ti con el corazón limpio y evitemos todo peligro de alma y cuerpo. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén».
Prevé este Rito que donde «la costumbre popular» lo aconseje, se conserve «el rito de mezclar sal en el agua bendita», bendiciendo previamente la sal. Una vez bendecida el agua, el sacerdote se rocía a sí mismo con el hisopo y puede luego recorrer la iglesia para la aspersión de los fieles. En el Tiempo de Pascua, por su carácter bautismal, este Rito es recomendado especialmente.
–La bendición del agua fuera de la celebración de la Misa es dispuesta en el Bendicional según su orden propio: signación trinitaria, saludo, monición, lectura de la Palabra divina, oración de bendición (ofrece dos posibles), aspersión y despedida. Transcribo una de las oraciones de bendición:
«Señor, Padre santo, dirige tu mirada sobre nosotros que, redimidos por tu Hijo, hemos nacido de nuevo del agua y del Espíritu Santo en la fuente bautismal; concédenos, te pedimos [ + ], que todos los que reciban la aspersión de esta agua queden renovados en el cuerpo y en el alma y te sirvan con limpieza de vida. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén».
Es de notar que en tanto que el Misal Romano bendice la misma agua con fórmula expresa y con el signo de la cruz, la bendición del Bendicional no realiza una bendición directa del agua como criatura, y no lleva el signo de la cruz, que le he añadido yo [ + ] en cumplimiento del Decreto de 2002, al que ya aludí (223). Por eso estimo más recomendable el uso de la fórmula bendicional que ofrece el Misal Romano del Novus Ordo, más fiel a la tradición.
–Las pilas de agua bendita en las parroquias y las aguabenditeras en los conventos y en las casas de familia han formado parte del mundo cristiano de la gracia durante siglos, pero hoy han desaparecido casi por completo en las Iglesias más o menos descristianizadas. En ellas la gran mayoría de los bautizados son alejados habituales –concretamente de la Eucaristía y de la Penitencia sacramental–, y si menosprecian los sacramentos, a fortiori ignoran y desprecian los sacramentales. Son pelagianos, que para seguir «el camino abierto por Jesús» solamente se apoyan en su voluntad, no en los sacramentos, que para ellos vienen a ser ritos mágicos. O son vagamente gnósticos, muy débilmente adictos a las fabulaciones de alguna ideología del Cristianismo, desvinculada completamente de Escritura, Tradición y Magisterio.
Y es frecuente hoy que incluso en el pequeño Resto de practicantes –no pocos de ellos voluntaristas semipelagianos, por falta de formación o por mal adoctrinamiento–, la fe y la devoción por el agua bendita hayan desaparecido. Ahora bien, debemos reconocer que el pueblo cristiano sencillo permanece normalmente en la fe de la Iglesia, en la fe de siempre –también en los sacramentales y el agua bendita–, aunque viva la fe con mayor o menor fidelidad, si no se la quitan ciertos sacerdotes, teólogos y liturgistas. Actualmente se la han quitado mediante comentarios despectivos o por un silenciamiento sistemático de los sacramentales, que los lleva a desaparecer, pues no creen en ellos.
«Creí, y por eso hablé» (2Cor 4,13). No creí, y por eso callé.
Reforma o apostasía.
José María Iraburu, sacerdote
Post post.– Señalo una aplicación práctica de esta doctrina verdadera. Busque usted un bote o botella de cristal limpio y digno, hágase una estampa con la oración ya citada «Dios todopoderoso, fuente y origen de la vida del alma y del cuerpo, bendice + esta agua», etc. La perduración de la estampa será más segura si la plastifica. Y en algún momento oportuno, acérquese con la estampa y el frasco lleno de agua a un sacerdote: «padre, bendígame esta agua, por favor». Si consigue su intento, bendiga al Señor y dé gracias al sacerdote. Y si se ve rechazado, bendiga al Señor y no sienta rabia contra el cura, sino una gran compasión, porque la mala doctrina lo ha deformado, y rece por su conversión a la plena fe de la Iglesia.
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