Si no fuera verdad -terrible y hermosísima verdad: terrible por lo que le ha costado; hermosa por lo que supone para nosotros los hombres-, nadie podría haberse inventado una cosa así. Imposible. Pero es la simple y la más pura verdad; porque habla el Logos, la Palabra, que solo es tal cuando es verdadera: “Yo soy la Verdad", nos revelará. Y el Camino. Y la Vida. “¡Es el Señor!", dirá Juan; y lo hemos de decir todos si queremos tener parte con Él, y salvarnos.
Sí. Jesús bajó a la tierra, tomó carne como la nuestra “del seno de la Santísima Virgen María, por obra del Espíritu Santo", y se hizo uno de nosotros, “semejante en todo a nosotros menos en el pecado”, precisamente para “cargar sobre sí con nuestros pecados” y “hacerse obediente hasta la muerte y muerte de Cruz”. Así es como podemos rezar en el Credo: “por nosotros, y por nuestra salvación, bajó del cielo".
Y todo con la libertad que da el Amor. Esa “locura de Amor” en favor nuestro -por todos y por cada uno- es realmente el “mysterium amoris” que nos trae -nos revela-, la Escritura Santa: el “misterio del amor de Dios por nosotros".
Por eso, además de dejarnos claro aquel “para ésto he venido”, llamará “¡Satanás!” a todo el que pretenda apartarle de “su” Camino; por ejemplo, al mismo Pedro: ¡Apártate de Mí, Satanás, que me escandalizas! Tendrá prisa por subir por última vez a Jerusalén: así lo relatan los evangelistas. Y en la hora agónica de su Oración en el Huerto de los Olivos, se identificará plenamente, totalmente, con la Voluntad de su Padre-Dios, reiterando: “Padre mío, si es posible pase de Mí este Cáliz; pero no se haga Mi voluntad sino la Tuya”.
Ciertamente, existe otra cara de la moneda: la que ponemos nosotros. Frente al “mysterium amoris” se alza -soberbio, desafiante, engreido, loco y altanero- el “mysterium iniquitatis", el PECADO: la maldad de la criatura que se alza contra su Creador; la maldad del hombre que se revuelve contra Dios, en un intento, tozudo pero inútil, por ser más que Él, por independizarse de quien depende de un modo absoluto: para nacer, para vivir, para morir y para alcanzar la verdadera felicidad, la que anhela íntimamente aún sin querer reconocerlo, y que sólo está en Dios: la Vida Eterna en el Cielo.
El Crucifijo, el Crucificado, es la respuesta -real, innegable, sublime- a la pregunta sobre el Amor de Dios por nosotros y sobre la realidad del pecado.
El Amor de Dios por nosotros: “Tanto amó Dios al mundo, que nos entregó a su propio Hijo". Por eso Juan, al comienzo del capítulo 13, donde nos va a narrar al por menor toda la Pasión y Muerte del Señor -incluyendo su larga “oración sacerdotal": el único que la recoge así- escribe esta entradilla como la clave de interpretación de todo lo que va a escribir a continuación: “Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, como hubiese amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó -"nos” amó- hasta el fin”. Y no es un fin teórico sino real: hasta dar su Vida por nosotros. San Juan sabe de lo que escribe porque ha sido testigo directo: ha estado allí, junto a Jesús, al pie de la Cruz -y antes en todo su Via Crucis-, porque la Santísima Virgen se lo ha cogido y lo ha llevado con Ella todo el rato.
La realidad del pecado. Se lee en Camino: “A Jesús le cosen al madero no tres clavos sino tus pecados y los míos". Y el mismo autor reiterará en varios escritos suyos que “el pecado es hacerle repetir a Cristo toda su Pasión y Muerte": es volver a crucificar a Jesús.
Es más: nuestros pecados tienen mucha más malicia que el que cometieron los que le entregaron y los que materialmente le mataron. Por una muy directa razón: porque nosotros SÍ SABEMOS lo que le han costado -y le cuestan- nuestros pecados, y aquellos otros sujetos, no. Y, aún así, preferimos -elejimos- pecar.
¿Quién no se estremecerá ante estas dos realidades, tan distintas -muy distintas- pero inseparables en la práctica: el Amor que Dios nos tiene y la maldad del pecado?
Para ésto celebra nuestra Madre la Iglesia la Semana Santa: para que nos entre hasta por los ojos estass cosas. Para que no sea algo “inimaginable", sino bien visible. Es lo que ponen delante de nuestra vista primero, y de nuestro corazón después, esas espléndidas Procesiones -cada una con su “espíritu” propio-, especialmente las del Viernes Santo, que han cuajado a lo largo del tiempo desde lo más hondo del corazón de los hombres: desde el de los artistas que tallaron todos esos tesoros del arte religioso, hasta el de los que les pagaron sus buenos dineros, pasando por el de la gente sencilla y alta, rica y pobre, pecadora y santa, religiosa o menos, creyente y alejados… Hay personas que, a lo largo del año, es casi lo único que las mantiene “unidas” al Señor, a la Virgen, a la Iglesia y a la Fe.
No perdamos esta oportunidad, porque bien puede ser “la” oportunidad de nuestra vida. El Viernes Santo es Jesús que pasa frente a nosotros diciéndonos -mostrándonos-: “Yo te quiero así. ¿Y tú?"
Porque seremos juzgados por nuestra respuesta personal al Amor que Dios nos tiene: a lo que hemos hecho con Jesús, que nos quiere “hasta elfin".
Amén.
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