Homilía para la Misa “in coena Domini”
Si hay un momento de nuestra vida espiritual, de nuestra profesión cristiana, de nuestra pertenencia a la Iglesia, en el que debemos comprometer nuestra atención, nuestra conciencia, nuestro fervor, es este. Un momento muy hermoso y significativo, pero igualmente intenso y difícil, contrario a nuestra distracción habitual. Es un momento de atracción hacia una Realidad presente y misteriosa, que exige a nuestras facultades espirituales una concentración singular: entramos en el misterio.
Para entrar en el misterio debemos ser iniciados. Simplemente decimos: debemos ser creyentes. Nos acercamos, o más bien celebramos el “mysterium fidei“. Necesitamos ese suplemento de conocimiento, de esa virtud intelectual, respaldada por la buena voluntad e iluminada por el Espíritu Santo, que se llama fe, para entrar en el secreto de la Realidad, que hoy está preparado para nosotros y para tener un disfrute vital. ¿Por qué hoy, y no siempre, cuando celebramos los misterios divinos? Siempre, respondemos definitivamente; pero hoy con mayor intensidad, porque el sacrificio divino de la Misa, que celebramos en otros días, deriva de esto y a esto se refiere. Aquí está el misterio pascual, tal y como se nos da para recordarlo y revivirlo; y cada vez que renovamos la ofrenda litúrgica, celebramos este mismo misterio pascual.
Y entrando así en el cenáculo de las supremas comunicaciones divinas, debemos permanecer en silencio y en éxtasis, como aquellos que ven demasiado y solo entienden algo; y al mismo tiempo deberíamos estar conscientes de esto: que en la cena del Señor, como un nudo central, convergen los hilos de la historia antigua de la Salvación, porque la Pascua hebrea depone aquí sus símbolos proféticos, que disuelven sus secretos y se transfunden en la nueva forma, simbólica y profética también, pero confirmada por otra Realidad, a través de la cual tenemos el memorial perenne de nuestra redención realizada con el Sacrificio de la Cruz y la Resurrección gloriosa, y se nos da para compartir su fuerza y tener su promesa; para que de la misma cena del Señor comience otro manojo de nuevos hilos, invadiendo el mundo y la historia, y por cada ser vivo se ramifiquen y lleguen, si queremos, a cada uno de nosotros.
El lenguaje bíblico es más claro que cualquiera de nuestros discursos: el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento se tocan allí, y uno da al otro las intenciones divinas, incluso las intervenciones divinas en el designio sublime y formidable de la relación entre Dios y el hombre, y aquí se ve el mediador: Cristo Jesús. Océanos de verdad, y por lo tanto de doctrina se abren delante nuestro: la Eucaristía, ustedes saben, hermanos, es una síntesis de nuestra fe; y por lo tanto, después de haber hecho un esfuerzo de conciencia religiosa para abstraer nuestros espíritus de cualquier distracción para fijar la mente y el corazón en el punto focal, al cual se dirige esta celebración tan especial, nos sentimos empujados a revisar, bajo la nueva luz de este mismo punto focal, todo: el mundo, la historia, la vida, nosotros mismos.
Demasiado, es mucho, quisiéramos exclamar, y con la voz de los Santos más comprensivos también nos gustaría tartamudear: satis, Domine, suficiente, Señor, suficiente. Esto requiere que ahora estemos contentos con un pensamiento entre los muchos posibles y que centremos nuestra atención por un momento en uno de los aspectos esenciales del misterio del Jueves Santo, en el que me gustaría centrar el pensamiento y la oración de esta santa asamblea.
¿Qué aspecto? El intencional, el final, el de la “comunión”. Como alguien que es experto en ciertas técnicas modernas prodigiosas puede usar ciertos instrumentos mágicos, victorioso de tiempo y espacio, y sabe cómo ponerse en una relación sensible con escenas y palabras lejanas y esquivas de nuestra percepción inmediata, así nosotros, entrando con fe y con amor en el sistema sacramental concebido por Cristo e instituido, es decir, inaugurado en la misma noche en que fue entregado, “in qua nocte tradebatur” (1 Corintios 11: 23), nos podemos poner en contacto con él, Cristo, sobrevolando, por la fuerza de su Palabra, leyes y obstáculos de orden natural, que en sí mismos son insuperables, y “hacer la comunión”, como solemos decir; hacer la Pascua.
La Eucaristía es el sacramento de la permanencia de Cristo, que ahora vive en la gloria eterna del Padre, en nuestro tiempo, en nuestra historia, en nuestra tierra de peregrinación. «Vobiscum sum», estoy con ustedes, Jesús dirá cerrando la escena del Evangelio, y cumplirá su promesa. La Eucaristía es el sacramento de su presencia viva, real y sustancial, en todas partes; donde haya un ministro suyo que haga lo que Él ha hecho, en su memoria. «Hagan esto – Jesús dijo esa noche, instituyendo junto con la Eucaristía el sacramento del Orden Sagrado, un instrumento humano autorizado, para renovar su misterio y extenderlo por toda la tierra – hagan esto en mi memoria» (Luc 22, 19).
La Eucaristía es el sacramento que multiplica, que universaliza la presencia y la acción de Jesús: cómo una sola y misma palabra puede ser escuchada por muchos y adquirir eficacia lógica en quienes la escuchan y entienden, así el Señor, a través de la Eucaristía, se vuelve accesible para todos los que lo acepten bajo este signo. La Eucaristía es Cristo para cada uno de nosotros, cubierto precisamente por las apariencias de pan para hallarse adaptado y listo para satisfacer nuestro hambre, para hacerse desear, acercarse, asumir, asimilarnos a él.
La Eucaristía es la figura de Cristo sacrificado por nosotros, para que sea posible y urgente recordar siempre su Pasión, participar en el drama sacrificial y obtener su eficacia redentora. Recordémoslo para que tengamos clara la intención universal de Cristo: la de unirse a nosotros y admitirnos a su comunión. No es posible tener una idea de esto sin admitir un amor excesivo e infinito que se proyecta sobre cada uno de nosotros y que no nos da paz hasta que algo de entendimiento, alguna correspondencia no surja también de nuestro árido corazón. Decía el beato Pablo VI: la Eucaristía es una escuela de amor; y, para poner nuestra mente en fase con la ardiente y abrumadora corriente de su amor, al menos tenemos que decir con el Apóstol, que en esa noche bendita y trágica del Jueves Santo puso su oído sobre el pecho de Cristo y escuchó los latidos de su corazón: sí, “hemos creído en el amor” (1 Jn. 4, 16). Y aquí se perfecciona la nueva vida espiritual, el interior, de todos los que han entrado en comunión con Cristo.
Esto no es todo. La gracia que nos ofrece la Eucaristía no es solo en relación a la comunión con Cristo; otra comunión es el resultado de este sacramento; y es la comunión con todos aquellos hermanos en la fe y en la caridad que están sentados en la misma mesa. Muy conocidas, pero siempre memorables, las palabras de San Pablo: “Hablo a personas inteligentes; juzguen lo que digo. ¿El cáliz de bendición que nosotros bendecimos, no es una comunión de la sangre de Cristo? ¿El pan que partimos no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque el pan es único, un solo cuerpoformamos, aunque somos muchos todos participamos de aquél único pan“(1 Corintios 10: 15-17).
Y ahora, queridos hermanos, que la realidad profunda y sobrenatural del misterio pascual nos introduce en la realidad, mística sí, pero también visible y experimental, de la sociedad naciente de Cristo, su cuerpo místico, la Iglesia (cfr. S. Th . III, 73, 3), que quisiéramos inundada, precisamente a causa de este jueves Santo, por la gracia propia de este bendito día, la gracia de la comunión, la gracia de la unidad con Cristo y con ella misma; y para este fin rezamos todos juntos. Uno de los frutos de la eucaristía es la unidad de la Iglesia (Catecismo 1396).
Pedimos la unidad para toda la Iglesia. La unidad tiene diferentes grados: puede ser superficial y formal, sufrida y no amada, consuetudinaria e inoperante; y puede ser profunda y cordial, convencida y activa, impregnada de mutua y santificante caridad: esta unidad, viviente de fe y de amor a Cristo y de sincera fraternidad. Recemos, hoy que conmemoramos el mandamiento nuevo del amor que de verdad la unidad de vida en la fe se refleje en nuestra sociedad.
Jueves santo: Eucaristía, Sacerdocio, Mandamiento nuevo del amor. Veamos otro fruto de la Eucaristía que nos presenta el Catecismo, 1397: “La Eucaristía entraña un compromiso en favor de los pobres: Para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos (cf Mt 25,40)”: Decía san Juan Crisóstomo: «Has gustado la sangre del Señor y no reconoces a tu hermano. […] Deshonras esta mesa, no juzgando digno de compartir tu alimento al que ha sido juzgado digno […] de participar en esta mesa. Dios te ha liberado de todos los pecados y te ha invitado a ella. Y tú, aun así, no te has hecho más misericordioso» (S. Juan Crisóstomo, hom. in 1 Co 27,4).
Expresión de este compromiso hacia los pobres es el lavado de pies que en unos instantes escenificaremos. Hermanos, que nuestra liturgia no sea mero rito, sino sea signo de que hemos escuchado al Señor, sea signo de que participamos conscientemente de su mesa y queremos hacer siempre memoria de Él.
María madre de Jesús sumo y eterno sacerdote haznos seguir a tu hijo Jesús hasta el Calvario y hasta la Resurrección, viviendo como él nos mostró. Amén.
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