En el día del sacerdocio católico venga un testimonio de dos vocaciones.
A raíz de los mensajes recibidos sobre el libro de Santa Juana de Arco de la Hna. Sagesse Sequeiros (agotado en su primera edición y hoy reimpimiéndose), publico este breve texto como testimonio.
Recemos siempre para que, de nuestras familias, surjan como un fruto natural, vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada.
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi
Normalmente no conviene hablar de uno mismo, pero toda regla puede tener su excepción.
Trataré de contar brevemente cómo fue que entré al seminario pues, quizás, sirva un poco para quien lo esté pensando como posibilidad.
Con 17 años cumplidos terminé el colegio sin saber qué profesión estudiar; me anoté en Economía y luego de un par de meses vi que la cosa no funcionaba. Después vino Psicología y Sociología… y nada… Seguí entonces el famoso proverbio popular que dice “serás lo que debas ser, o serás abogado…” y fue así nomás que me inscribí en la facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires.
Unas vacaciones, durante un viaje al norte de la Argentina, hicieron que me pusiera de novio con la hermana de un gran amigo: casi mi misma edad y estudiante de Derecho, congeniamos rápidamente. Nuestros gustos y quehaceres eran similares: a ambos nos encantaba la lectura, el arte y la música; hasta pudimos, con un grupo de amigos, hacer algunos viajes por Europa que despertaron nuestro interés por la Iglesia y su historia.
El tiempo fue afianzando ese noviazgo que iba creciendo día tras día hasta que, luego de tres años, nos comprometimos en una Misa privada. Estábamos en eso cuando una tarde su hermano nos dio una gran noticia: “me voy al seminario” – nos dijo.
Fue una gran alegría pero al mismo tiempo un baldazo de agua fría; entre nuestros amigos, habían algunos que ya habían abrazado la vida sacerdotal o religiosa pero la suya fue una decisión casi sorpresiva, pues acababa de conseguir su segundo título universitario.
Como para despedir a mi amigo y hermano de la que era mi novia, ambos decidimos llevarlo al seminario (más de 900 kilómetros de viaje), sin saber que con ello estábamos acelerando nuestros propios destinos. Cargamos las valijas y comenzamos a hablar de su decisión, del futuro y de lo que haría en su nueva vida.
Al llegar a la ciudad donde debíamos dejarlo, decidimos visitar un monasterio y hablar con un monje que ya conocíamos. El Cielo, las dudas, la Santa Misa y la Iglesia eran algunos de los temas que salían casi naturalmente durante la charla. De repente, entre conversación y conversación, nos encontramos preguntándonos acerca de nuestras vidas: ¿Qué haríamos cuando nos casáramos? ¿cómo podríamos ser útiles a la Iglesia, a la Patria, a nuestras familias?¿era ese el estado de vida al cual Dios nos llamaba?
El monje simplemente se limitó a decir: “Ese es un problema entre uds. y Dios; yo no puedo hacer nada”. Y ahí nos dejó…
Nos despedimos y emprendimos el retorno a Buenos Aires; durante el viaje de vuelta, como quien no quiere la cosa, salió el tema de la vida religiosa y la posibilidad de que Dios llamase a alguno de nosotros. Con plena libertad consideramos la posibilidad de entregarnos por completo a Dios.
Sabíamos que parecía una locura, pero algo nos empujaba a preguntarnos, al menos, acerca de la posibilidad de ese llamado. Decidimos seguir juntos hasta que Dios dispusiera cuál fuese Su voluntad. Fueron dos años más de hermoso noviazgo pero a la vez de una larga despedida, sin embargo, Dios había custodiado dos vocaciones por medio del noviazgo; porque Él es un gran ironista…
Casi al final de la carrera universitaria, con cinco años y medio de novios, cada uno por su parte decidió entregarse por completo a Dios. Nos graduamos de abogados e ingresamos a este nuevo estado de vida, perseverando hoy, gracias a Dios, en nuestras vocaciones y manteniendo, luego de casi veinte años, una amistad hermosa, como el de un verdadero hermano con su hermana.
Dios de la perseverancia a los hijos que se le han encomendado.
P. Javier Olivera Ravasi
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