Me decía Rafaela, y repetidas veces, que a los curas no hay quien nos entienda. Llega uno, contaba, y decide quitar el altar de donde está y colocarlo en medio de la iglesia para que las misas sean más comunitarias. Dinero para el invento. El siguiente cree que el altar mucho mejor donde estaba antes. Más dinero. Y de paso, una nueva sede más austera, que la que tienen forrada de terciopelo es demasiado. Dinero para la sede y la anterior al trastero o el vertedero. Pero llega otro cura y prefiere la solemnidad, así que se acabó la sede actual y a comprar un sillón a todo trapo porque la liturgia requiere grandiosidad. Todo, evidentemente, a cargo de Rafaela, Joaquina, y todos los demás, porque los curas en esto no solemos poner un euro de nuestro bolsillo.
Dicho esto, me atrevo a señalar algunas cosillas que deberíamos tener en cuenta los curas a la hora de administrar los bienes de la parroquia, quizá la primera que tienen una finalidad de evangelización, es decir, anuncio del evangelio, liturgia y caridad.
Siempre lo he tenido claro, pero en mis pueblecitos actuales, con mucho mayor motivo, y es que por más que tengamos consejos de economía, salvo rarísimas excepciones con el dinero de la parroquia se acaba haciendo lo que le viene en gana al señor cura, que se piensa, nos pensamos, que somos sus dueños y podemos emplear en lo que queramos, sin tener en cuenta que es dinero fruto de la generosidad a veces heroica de nuestros fieles.
No hay cura, me decían, que no acabe retocando el presbiterio a su gusto. No hay cura que no compre ornamentos, vasos sagrados o vinajeras, aunque sea, si le es posible. Nos resistimos a ver cada día los mismos candelabros.
Les cuento mis criterios, que míos son, para administrar los bienes de la parroquia:
Empezaría por mantener los edificios en un estado de conservación suficiente y garantizar los suministros de agua, luz, calefacción y demás servicios.
Después tocaría revisar todo lo referente al culto, es decir, que cada parroquia disponga de vasos sagrados decentes y ornamentos básicos, así como de los libros litúrgicos que sean necesarios. No hace falta que estén nuevos ni sean de lujo, pero sí que esté todo no limpio, sino perfecto por respeto al propio sacramento. Es decir, que no necesitamos dos cálices para diario, dos para festivos, uno para solemnidades y el de plata o más para algún día.
Importantes los muebles. Tampoco lujo, pero si una decencia básica.
Cosas básicas para catequesis y formación. Insisto: básicas.
Y una disponibilidad total para que jamás un pobre se quede desatendido.
Finalmente diría a los sacerdotes que rigen parroquias con muchos posibles económicamente hablando, que tengan en cuenta que gracias a ellas podemos vivir otros, y que sean generosas a la hora de ayudar a otras comunidades, que muchas son realmente ejemplares. No basta entregar al fondo común lo establecido y luego, si me sobra, que sobra, ver en qué lo empleo, que otros a lo mejor lo necesitan.
Si esto siempre me ha parecido importante, imaginen ahora donde estoy. Pues eso, que la monedita que pone Rafaela, el billetito de Juan o los céntimos de Joaquina son dinero sagrado y que deben ser administrados con escrupulosa atención.
Pero claro, nos queda un problema: concretar los adjetivos. ¿Qué es un templo con estado de conservación suficiente? ¿Cuidar que no haya goteras y pintar de cuando en cuando o es otra cosa? ¿Y ornamentos básicos? ¿Una casulla de cada color? ¿Dos, tres? ¿Varias de cada? ¿Y muebles decentes? ¿Sillas de oferta o de diseño? Es que depende, claro…
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