Educar la mirada es una lucha importante, que influye en la apertura y la calidad de nuestro mundo interior. Se trata de descubrir a Dios en todo, y de huir de lo que pueda apartar de Él.
Aprender a mirar es, pues, un ejercicio de contemplación: si nos acostumbramos a contemplar lo más alto y hermoso, la mirada sentirá repulsa hacia lo bajo y sucio. Quien contempla asiduamente al Señor, en la Eucaristía y en las páginas del Evangelio, aprende a descubrirle también en los demás, detrás de las bellezas de la naturaleza o de las obras de arte. Disfruta más de lo bueno y adquiere sensibilidad para rechazar lo que enturbia. Al mismo tiempo, como la vida en esta tierra es una lucha, estamos siempre expuestos a volver al barro. Aprender a mirar es también aprender a no mirar. No conviene mirar lo que no es lícito desear.
Las ofensas a Dios se presentan de diferentes modos ante nuestros ojos: algunas veces nos repugnan humanamente, y nos sale sincero y natural el rechazo, por ejemplo ante cosas violentas; otras veces el mal toma la forma de tentación, y se presenta con el atractivo de la carne, el egoísmo o el lujo.
En cualquier caso, siempre se puede convertir la actitud defensiva en actitud constructiva, con el valor redentor de los actos de desagravio. Desagraviar supone que veamos esas realidades en cuanto ofensa a Dios. No sólo como algo desagradable, que nos molesta; ni sólo como una tentación, que rechazamos; sino sobre todo en cuanto que ofenden a Dios.
Cuando Jesús dice que todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio en su corazón (Mt 5, 28), deja claro que el desorden en la mirada no consiste sobre todo en el mal uso de un sentido externo, sino que se mueve en un nivel más hondo: ese deseo muestra una visión equivocada de la persona, que deja de ser vista como digna de respeto, como hija de Dios. La mirada que dirijo sobre el otro decide sobre mi humanidad.
Si miramos a los demás con ojos limpios, con respeto, descubriremos en ellos nuestra propia dignidad de hijos de Dios, nos sentiremos siempre hijos de Dios Padre. Si, por el contrario, la vista se enturbia, también se deforma nuestra imagen interior. «Así como puedo aceptar o reducir al otro a cosa para usar o destruir, del mismo modo debo aceptar las consecuencias del propio modo de mirar, consecuencias que repercuten en mí» dice Ratzinger. La mirada es decisiva; tal como uno mira se siente mirado, porque tal como uno ama se siente amado.
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