1. Lectura:
Pausada y atentamente se lee el pasaje bíblico seleccionado. Es conveniente, tras la lectura, dejar un momento de silencio para asimilar personalmente lo leído, poder releerlo y captarlo mejor.
2. Meditación:
El texto tiene que ser “rumiado” y “masticado” en la boca antes de hacerlo bajar al corazón y de llevarlo a la propia vida, como escribía San Agustín. Se trata de penetrar en las riquezas que el texto contiene, de conocerlo por dentro, en sus detalles más significativos y descubrir lo que la Palabra dice a cada uno hoy, aquí y ahora. Para ello se contesta a preguntas sobre el texto, teniéndolo delante, remarcando las palabras o la frase que han provocado mayor impacto.
3. Oración:
Responder a Dios después de haber escuchado y meditado su Palabra, con una oración espontánea inspirada en el texto, o leyendo un salmo o cantando un canto apropiado, dando gracias a Dios por lo que ha dicho, pidiendo perdón por no haberle hecho caso o alabándolo por su bondad y misericordia.
4. Contemplación:
A la contemplación no se llega mediante el esfuerzo personal o el ejercicio de la voluntad. Ella es don del espíritu, el momento pasivo de la intimidad personal, en el que Dios lleva la iniciativa y el Espíritu sopla donde quiere. Puede ayudar, en este paso, la contemplación de alguna imagen que tenga relación con el texto, pues una buena imagen es siempre más expresiva que mil comentarios.
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