Conversión: desandar el camino (parte 2ª)

La CONVERSIÓN -lo escribíamos hace unos días- es, para todos los católicos, un mandato de Cristo. Lo rcogía el Evangelio de la Santa Misa de este pasado domingo, I de Cuaresma: Se ha cumplido el tiempo, está cerca el Reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio. Evangelio que, para sus contemporáneos -sus hermanos judíos- la Buena Nueva que custodiaba y transmitía, de generación el generación el Pueblo escogido. No podían ser los “Cuatro Evangelios” tal como los hemos recibido nosotros. Para todos en la Iglesia Católica este Evangelio sí son, strictu sensu, los Cuatro que inician el Nuevo Testamento.

Y apuntábamos que conversión significa desandar el camino: volver a la casa del Padre, de la que nos alejamos con nuestros pecados.

Pero la conversión no es algo que sólo se nos pida a los comunes católicos de a pie: en la Iglesia se pide a todos, desde el Papa -encomendemos los Ejercicios espirituales que está haciendo estos días- hasta el más jovencito hijo de Dios, con uso ya de razón.

Ahora bien, la conversión no sólo es cosa “personal". Se nos enseña -y más se nos debería hablar- de que la misma Iglesia, como tal, “debe vivir en permanente estado de conversión". Y es muy cierto. Puede chocar con lo que afirmamos -porque lo creemos y así lo proclamamos- que la Iglesia en sí misma es Una, Santa, Católica y Apostólica, pues así ha salido de las manos de Jesús. Y, por tanto, no hay en Ella ni mancha ni arruga. Sí. Pero…

La Iglesia la hacemos los hombres. Todos los que hemos recibido el mismo Bautismo, con el que adquirimos la ciudadanía de hijos de Dios e hijos de su Iglesia. Pero no a todos nos incumbe del mismo modo y, por tanto, con la misma responsabilidad.

De modo especialísimo -por misión divina-, la Iglesia la “hace” la Jerarquía. En consecuencia, la Iglesia en permanente estado de conversión es tarea sobreañadida a los miembros de la Jerarquía; junto a la tarea -faltaría más- de conversión “personal” que les incumbe como miembros de esa misma Iglesia.

Porque son ellos -el Papa, los cardenales, los obispos-, desde y por su misión eclesial propia de la plenitud del sacerdocio recibido, los que determinan los pasos, las directrices, los planes, la vigilancia, el hacer cumplir la Ley moral y la Ley eclesial -la Doctrina, los Mandamientos y el Derecho- que, por Pastores con responsabilidad personal, les obliga en conciencia delante de Dios, en primer lugar; pero también delante de la misma Iglesia, y delante de las almas todas, sus ovejas.

Aquí -en los Pastores- es donde tiene su verdadero ser y sentido ese “permanente estado de conversión” que la misma Iglesia enseña sobre sí misma, y debe esforzarse en vivir.

La Iglesia, en/con sus Pastores legítimos, lo debe hacer recorriendo el mismo itinerario espiritual que, en palabras de Jesucristo, se nos exige a todos: volver en sí para poder luego, y con esa base, desandar el camino para volver a la casa del Padre. No hay otro modo.

La Iglesia, en la persona de sus Pastores, debe volver en sí, es decir: debe reconocer en qué se ha equivocado; qué medidas han sido acertadas y cuáles no; qué presupuestos -doctrinales y/o pastorales- han respondido o no a las expectativas y a la confianza puestas en ellos; debe estudiar muy bien los datos: que no engañan, sino todo lo contrario; y debe olvidar -desterrar para siempre- los “providencialismos” y los “mesianismos” que tanto daño han hecho a la propia Iglesia y a sus hijos desde el CV II hasta hoy.

Pero lo primero de todo, y como premisa para que pueda entrar a fondo en lo expuesto en el párrafo anterior: la Iglesia, en sus Pastores, debe perder el miedo a decir “me he equivocado -"nos hemos equivocado"- y hay que dar marcha atrás: ¡hay que desandar el camino!".

Con una premisa ineludible e inesquivable: ni puede ni debe olvidar -ya nunca más- que, en la Iglesia y para sus hijos, “el progreso” ya está dado: es Jesucristo: no hay otra meta a la que llegar. El fin de la Iglesia y de todo lo suyo -su misión- ya está dada: la Salvación y la Vida Eterna: tampoco aquí hay que pretender ir a otro sitio; haberlo, haylo, pero no compensa. Y los medios para llevar a todos a la Salvación tampoco los tiene que inventargeneración tras generación: también le han sido dados; ni, mucho menos, pretender hacer tabla rasa de toda la historia y de toda la tradición anterior, por ejemplo, al CV II, como si no hubiese habido Iglesia hasta ese momento: no digamos tras el Concilio y su “espíritu"; y los medios son: los Sacramentos -la gracia-, con una especial incidencia de la Santa Misa en la vida de los fieles; la Doctrina - y la catequesis, en el sentido más ampio del término-; y la Persona de Cristo, al que hay que llevar a la gente en un ambiente de oración, personal y colectiva; o como decía un santo contemporáneo: “hay que hacer que la gente cruce su mirada con la de Cristo".

Porque no he oído o leído ni una sola declaración de ningún pastor a ningún nivel que diga exactamente ésto: “¡nos hemos equivocado!” Incluso cuando no tienen más remedio que hacer alguna alusión a que algo no va bien o no ha ido bien -alusión levísima, por otro lado, y sin más recorrido, es decir, sin ninguna pretensión de que eso surta efecto alguno- automáticamente añaden: “pero, por otro lado…". Por ejemplo, en la vida religiosa, y dicho y publicado por ellos mismos: “somos menos, es verdad, pero somos mejores” (no es literal); o cuando se hace referencia al vaciamiento de las iglesias o de los seminarios…, automáticamente la misma cantinela. Como escribió Frossard en su “Cartas a los señores obispos": “visto y oído lo dicho por algunos obispos, cuando ya no vaya nadie a las iglesias habremos alcanzado el estado de la Iglesia perfecta". (No es literal).

¿Dónde está ahí la tan cacareada “permanente conversión de la Iglesia"? ¡Si no se reconocen ni lo que indican los mismos datos oficiales, que se tienen perfectamente recogidos…! Esto no es volviendo en sí. 

Y sin eso, ¿cómo se va a desandar el camino y volver a la casa del Padre? ¿Cómo se va a volver a empezar desde la casa del Padre? Así no hay forma. Lo siento.

Ahora se explica muy bien -perfectamente, me atrevería a decir- cómo ya a nadie, ni siquiera “en una objetiva situación irregular grave” se le pide conversión de ninguna clase. Ni se le ofrece. Sólo “acompañamiento, discernimiento…” y no sé qué más. Pero que siga tal cual, que no hay ningún problema: ni por su parte, ni por parte de la Iglesia, porfa.

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13:15

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