Homilía para el XIX Domingo durante el año A
El relato de Jesús que camina sobre el agua, que Mateo, Marcos y Juan unen al milagro de la multiplicación de los panes; transmite una experiencia, que dejó una impresión profunda sobre los discípulos de Jesús. Cada uno de estos tres Evangelistas relata los hechos de manera un poco diversa con respecto a los otros, pero siempre el relato encuentra su centro en el encuentro de Jesús con sus discípulos sobre el mar, y en las palabras sublimes y consoladoras de Jesús: “¡Ánimo!, que soy yo, no teman”.
Después de la multiplicación de los panes, Jesús invita a sus discípulos a dirigirse en barca hacia la otra orilla del lago, mientras Él, por su lado, después de haber despedido a la muchedumbre, va a la montaña a rezar. Entonces, muy de madrugada, va caminando a su encuentro sobre el agua. Marcos introduce aquí un detalle que puede resultar curioso, pero que es de una gran importancia. Dice que Jesús estaba como siguiendo de largo, “pasando junto a ellos”, cuando lo vieron. ¿Cómo hacía para pasarlos cuándo venía hacia su encuentro? La expresión es una alusión a una de las escenas más fuertes del Antiguo Testamento.
Moisés quería ver el rostro de Dios. Pero si veía a Dios, su rostro moría, por eso el Señor de dice: “haré pasar toda mi gloria delante de ti, y proclamaré mi nombre delante de ti” (Ex. 33, 19). Dios lo invitó entonces a ir sobre la cima del monte Horeb, con estas palabras: «Mira, hay un lugar junto a mí; tú te colocarás sobre la peña. Y al pasar mi gloria, te pondré en una hendidura de la peña y te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado». (Ex. 33, 21-22).
La historia de Elías (en la primera lectura) es una repetición de lo que le sucede a Moisés. Elías se esconde en el mismo lugar de la roca, “Y he aquí que Yahveh pasaba. Hubo un huracán tan violento que hendía las montañas y quebrantaba las rocas ante Yahveh” (1 Re. 19, 11). Y cuando viene la brisa ligera, Elías hace la experiencia de Dios.
En realidad Dios pasa constantemente junto a nosotros. La mayor parte no somos conscientes de su paso, o porque estamos distraídos, o porque estamos replegados sobre nosotros mismos, o porque buscamos encontrarlo en los eventos extraordinarios, mientras pasa cercano a nosotros en la persona de un hermano, de un amigo, de un pobre que tiene necesidad de nuestra ayuda, de alguien que no me cae tan bien, etc.
Moisés fue enviado a su pueblo. Lo mismo sucede con Elías. Los discípulos, después de su encuentro con Jesús, se reencontraron inmediatamente sobre la otra orilla del lago, prontos a comenzar una nueva jornada de trabajo misionero con Jesús.
En nuestra vida, Dios nos da unos momentos de intensa intimidad con Él, como a Pedro, Santiago y Juan en el monte Tabor, y nosotros tal vez podemos decir como Pedro que hermoso es estar aquí, hagamos tres tiendas. Pero nuestra experiencia de Dios aquí abajo es la experiencia de un Dios que pasa muy simplemente junto a nosotros en la vida que nos rodea.
Pero si no tenemos una experiencia tan íntima y fuerte con el Señor nos anima la escena de Pedro. « ¡Ven! », le dijo. Bajó Pedro de la barca y se puso a caminar sobre las aguas, yendo hacia Jesús. Pero, viendo la violencia del viento, le entró miedo y, como comenzaba a hundirse, gritó: « ¡Señor, sálvame! » Al punto Jesús, tendiendo la mano, le agarró y le dice: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?»
Comentando este pasaje, nos dice Agustín: “y el Señor le dijo: Ven… Pudo lo mismo que el Señor, no por sí, sino por el Señor. Lo que nadie puede hacer en Pablo o en Pedro, o en cualquier otro de los apóstoles, puede hacerlo en el Señor. Pedro caminó sobre las aguas por mandato del Señor, sabiendo que por sí mismo no podía hacerlo. Por la fe pudo lo que la debilidad humana no hubiera podido… A muchos les impide ser firmes su presunción de firmeza”[1]. Debemos ser firmes pero no en nosotros, sino en el Señor.
Si en el mar tempestuoso de nuestra vida divisamos a Cristo no saquemos la mirada de Él, y menos para mirar la tormenta, porque si lo hacemos nos hundimos. Seamos personas de mucha fe. Pidámoslo con confianza a la Virgen, para transformar nuestra vida, nuestra familia y nuestra sociedad. Así sea.
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[1] San Agustín, Sermones, Sermón 76, 5-9.
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