La primera lectura de ayer domingo anda que no clarifica cosas:
En aquellos días, al crecer el número de los discípulos, los de lengua griega se quejaron contra los de lengua hebrea, porque en el servicio diario no atendía a sus viudas. Los Doce convocando a la asamblea de los discípulos, dijeron:
«No nos parece bien descuidar la palabra de Dios para ocuparnos del servicio de las mesas. Por tanto, hermanos, escoged a siete de vosotros, hombres de buena fama, llenos de espíritu y de sabiduría, los encargaremos de esta tarea: nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la palabra».
Basta esta noticia para cargarnos de una puñetera (perdón) vez eso de que lo que tenemos que hacer los curas y los obispos es estar con los pobres, porque no es verdad. Lo que tenemos que hacer curas y obispos es dedicarnos a la oración y a la predicación y garantizar que haya gente que atienda a los pobres.
Lo nuestro, lo que nos toca, es una tarea muy desagradable a los ojos del mundo, muy denostada y fuertemente criticada. Porque resulta que predicar a tiempo y a destiempo que no todo es igual, que Cristo es camino, verdad y vida, que el hombre está destinado al cielo y a la inmortalidad, clamar por la conversión a Jesucristo, orar con la gente, dedicarnos al ministerio de la reconciliación, administrar sacramentos, formar en la fe, predicar la verdad, eso hoy no vende. Vete a la gente a decirles que la verdad del hombre y la mujer, lo que Dios dice, es que fueron creados por Dios para complementarse y unirse en alianza para siempre. Hoy no te apedrean. Te asesinan en las redes sociales, mandan una carta al obispo y apareces en cualquier noticiario televisivo.
Esta tarea, la de proclamar sin miedo la verdad, es desagradable a los ojos del mundo, incomprendida, denostada y ridiculizada. Se hace si hay una vida de fe muy enraizada en Dios.
A mí me parece que hemos perdido la fe y nos queda apenas un barniz ligerito de costumbres y lenguaje religioso. Consecuencia de ello es que abandonamos la predicación, mejor, peor, la convertimos en cuatro frases hechas rellenas de buenismo y relativismo, obviamos realidades tremendas como pecado, conversión, gracia y predicación sobre los novísimos, que siempre es cosa desagradable, mientras anunciamos que como Dios es bueno todo el mundo al cielo y ni arrepentimiento vivo ni sufragios muerto. No predicamos de esto porque no nos lo creemos. Y si no nos creemos lo del pecado original, la necesidad de redención, la gracia y los méritos de Jesucristo, es que no nos creemos nada. Por eso la predicación insulsa y la celebración mecánica.
Lo que hacemos, para justificar posiblemente la falta o tibieza de la fe, es trocar la palabra y la liturgia en trámite de necesario cumplo y miento, y dedicarnos algo mucho más gratificante y amable a los ojos del mundo como es dar comida a los pobres y sentirnos solidarios con el necesitado. Gran opción que te trae el aplauso de la gente, los premios, los reconocimientos y una placa en tu jubilación.
Los sacerdotes y obispos, claro, estos más, no estamos para eso. El sacerdote santo, el que sabe lo que es su ministerio, los grandes santos, han sido incansables predicadores, confesores de horas y horas, gente de exquisita liturgia, oración constante. Gente enraizada en Cristo. Y al revés. Si nos falta la fe descuidamos la liturgia, menospreciamos el confesionario, predicamos cualquier cosa y para rezar no tenemos tiempo porque no están esperando en Cáritas.
¿Y los pobres? (Pesaditos con los pobres, oiga). Para eso están los voluntarios, diáconos de hoy, ordenados o no, que ya en tiempos de Cristo, atendían a las mesas y encima predicaban la Palabra. Qué cosas.
Publicar un comentario