Aprender a vivir es aprender a mirar recreando la realidad. Recrear la realidad es posible –como dice el Principito- creando lazos con la realidad.
El Principito tenía una rosa, y estaba feliz con ella. Pero un día descubrió unos viveros en los que había miles de rosas, todas iguales a la suya. Ver tantas rosas iguales a la suya le desilusionó en un principio, pero pronto recibió una lección del zorro:
“-Ve y mira nuevamente a las rosas. Comprenderás que la tuya es única en el mundo. Volverás para decirme adiós y te regalaré un secreto.
El principito se fue a ver nuevamente a las rosas:
-No sois en absoluto parecidas a mi rosa: no sois nada aún –les dijo-. Nadie os ha domesticado y no habéis domesticado a nadie. Sois como era mi zorro. No era más que un zorro semejante a cien mil otros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo. Y las rosas se sintieron bien molestas.
-Sois bellas, pero estáis vacías –les dijo todavía-. No se puede morir por vosotras. Sin duda que un transeúnte común creerá que mi rosa se os parece. Pero ella sola es más importante que todas vosotras, puesto que es ella la rosa a quien he regado. Puesto que es ella la rosa a quien puse bajo un globo. Puesto que es ella la rosa a quien abrigué con el biombo. Puesto que es ella la rosa cuyas orugas maté (salvo las dos o tres que se hicieron mariposas). Puesto que es ella la rosa a quien escuché quejarse, o lavarse, o aún, algunas veces, callarse. Puesto que ella es mi rosa.”[1]
Es esta una gran verdad. Aprender a vivir es aprender a mirar recreando la realidad. Recreamos la realidad, la hacemos diferente, la hacemos nuestra y valiosa para nosotros cuando la domesticamos, cuando establecemos lazos con ella, cuando nos atamos a ella. La realidad, cualquier realidad, es vacía si no la he recreado. La realidad, cualquier realidad, resulta plena de significado y sentido –es digna de morir por ella- en el momento en el que la he hecho mía, la he recreado dándome a ella de alguna manera. Tanto es así que podríamos decir que el sentido es lo que me devuelve la realidad cuando recibe mi entrega; esto es, la realidad solo me da sentido cuando yo me he dado a ella, cuando me he atado y gastado por ella.
(1) Antoine de Saint-Exupéry, El Principito, idem, págs. 86-87.</span>
Jose Pedro Manglano, El sentido de la vida
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