28 de mayo.

Homilía para la ascensión del Señor, ciclo A

La muerte de Jesús fue para los discípulos, y en particular para los apóstoles, una verdadera tragedia. Esta tragedia no había golpeado solamente a Jesús mismo, sino que los tocaba profundamente a ellos. No es fácil darse cuenta, de lo que, esta desgracia aparente, representaba para ellos. Habían puesto toda su fe (mucha o poca) y todas sus esperanzas en aquél joven maestro. Para seguirlo habían dejado todo, no sólo los pocos bienes materiales que tenían, si no a su familia, sus oficios, sus sueños. Habían apoyado todo en Él, y entonces, todo crujía. La frase que, quizá, nos trasmite mejor esto, podría ser aquella de los discípulos de Emaús: “Pensábamos que era él que libraría a Israel”, “Pensábamos… pero ahora, nada…”

Las muchas apariciones de Jesús, en las semanas que siguieron a su muerte y Resurrección, fueron como un tiempo de transición para ellos. Un tiempo para elaborar el luto de todas sus esperanzas humanas. Jesús admirable pedagogo, los habituaba gradualmente a su ausencia.

El inicio de los Hechos de los Apóstoles muestra bien que la última aparición de Jesús, su Asunción, fue el fin de este período de luto (no luto de Cristo, sino de todas las esperanzas demasiado humanas. Jesús no era un liberador político, Jesús no venía a buscar el éxito humano, Jesús no era un milagrero presumido) y es el inicio de un nuevo período. El inicio de la Iglesia. Todo esto que mira a Jesús –todo lo que ha enseñado y hecho, san Lucas lo ha puesto en su Evangelio. En el libro que comienza, Los Hechos, dirigiéndolo a su amigo Teófilo, narra la historia de la Iglesia, en sus inicios.

Pero hay un sentido más profundo, que no se percibe en un primer momento. En la página de los Hechos de los Apóstoles se dice ante todo que Jesús “fue elevado” (Hch 1, 9), y luego se añade que “ha sido llevado” (Hch 1, 11). El acontecimiento no se describe como un viaje hacia lo alto, sino como una acción del poder de Dios, que introduce a Jesús en el espacio de la proximidad divina. La presencia de la nube que “lo ocultó a sus ojos” (Hch 1, 9) hace referencia a una antiquísima imagen de la teología del Antiguo Testamento, e inserta el relato de la Ascensión en la historia de Dios con Israel, desde la nube del Sinaí y sobre la tienda de la Alianza en el desierto, hasta la nube luminosa sobre el monte de la Transfiguración. Presentar al Señor envuelto en la nube evoca, en definitiva, el mismo misterio expresado por el simbolismo de “sentarse a la derecha de Dios”.

En el Cristo elevado al cielo el ser humano ha entrado de modo inaudito y nuevo en la intimidad de Dios; el hombre encuentra, ya para siempre, espacio en Dios. El “cielo”, la palabra cielo no indica un lugar sobre las estrellas, sino algo mucho más osado y sublime: indica a Cristo mismo, la Persona divina que acoge plenamente y para siempre a la humanidad, Aquel en quien Dios y el hombre están inseparablemente unidos para siempre. El estar el hombre en Dios es el cielo. Y nosotros nos acercamos al cielo, más aún, entramos en el cielo en la medida en que nos acercamos a Jesús y entramos en comunión con él. Por tanto, la solemnidad de la Ascensión nos invita a una comunión profunda con Jesús muerto y resucitado, invisiblemente presente en la vida de cada uno de nosotros.

Este año tenemos el relato de san Mateo, en el Evangelio de hoy. Detengámonos un instante en la palabra de Jesús. Él, primero, afirma que “todo poder me ha sido dado en el cielo y en la tierra”. A primera vista parece sorprendente oír hablar así, a Jesús, de poder, mientras durante toda su vida terrena, ha rechazado el poder, como ha rehusado ejercitarlo. Pero el paradojal evangelio nos muestra que es precisamente el que se abaja, el que se ensalza. Como dirá el himno cristológico de san Pablo en su carta a los Filipenses: “Él se humilló, se hizo obediente, hasta la muerte… y por eso Dios lo ha exaltado y le ha dado el nombre de Kyrios, Señor”. El nombre de Dios. Él tiene, entonces, plena autoridad sobre sus discípulos, y los manda, como el Padre había hecho con Él. “vayan pues a todas las naciones….”

Su misión es de “hacer discípulos por todas las naciones, bautizándolos y enseñándoles a seguir todos los mandamientos recibidos de Él”. ¿Cómo harán esto? Esencialmente siendo testigos con su vida. Es lo que hemos escuchado en los Hechos de los apóstoles: “Ustedes serán mis testigos en Jerusalén, en Judea y Samaría y hasta los confines de la tierra”.

Decía el papa emérito en 2009: “el carácter histórico del misterio de la resurrección y de la ascensión de Cristo nos ayuda a reconocer y comprender la condición trascendente de la Iglesia, la cual no ha nacido ni vive para suplir la ausencia de su Señor “desaparecido”, sino que, por el contrario, encuentra la razón de su ser y de su misión en la presencia permanente, aunque invisible, de Jesús, una presencia que actúa con la fuerza de su Espíritu. En otras palabras, podríamos decir que la Iglesia no desempeña la función de preparar la vuelta de un Jesús “ausente”, sino que, por el contrario, vive y actúa para proclamar su “presencia gloriosa” de manera histórica y existencial. Desde el día de la Ascensión, toda comunidad cristiana avanza en su camino terreno hacia el cumplimiento de las promesas mesiánicas, alimentándose con la Palabra de Dios y con el Cuerpo y la Sangre de su Señor. Esta es la condición de la Iglesia —nos lo recuerda el concilio Vaticano II—, mientras “prosigue su peregrinación en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva” (Lumen gentium,8). La solemnidad de este día nos exhorta a fortalecer nuestra fe en la presencia real de Jesús en la historia; sin él, no podemos realizar nada eficaz en nuestra vida y en nuestro apostolado”.

Esta misión transmitida a los discípulos es también la nuestra. Sea cual sea nuestra vocación particular, en el seno de la Iglesia. Estamos todos llamados a ser testigos de Cristo resucitado, el Viviente, a través de nuestra vida cristiana. Pidamos, entonces, al Señor en esta Eucaristía, de manos de María, nuestra madre, ser siempre fieles a esta misión, fortalecidos con la certeza de que Él está siempre con nosotros, con nuestra Iglesia, en cada uno de nosotros, y con Él podemos ir hasta el fin del mundo. Amén.

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