Fragmento tomado de mi tesis de Licenciatura en Derecho canónico:
La Revolución del 25 de mayo de 1810, de tanta repercusión en América, se inicia sorprendentemente jurando fidelidad a Fernando VII. ¿Cómo se explica que, en esa fecha, lo que parece ser una Revolución emancipadora e independentista, se hace a nombre del Monarca español?, se pregunta Auza. Éste es el tema espinoso en torno al cual se ha entablado una polémica, entre historiadores argentinos, ofreciendo diversas explicaciones; son los más cuestionados quienes han considerado que el punto de partida inspirador de dicha Revolución ha sido en forma dominante el pensamiento del contrato social de Rousseau, sin perjuicio de admitir otros factores influyentes. Para el grupo de historiadores, que no son los que mayor influencia, tienen en la construcción del saber histórico nacional, la cuestión es más simple y no necesita recurrir al pronunciamiento apelando a la “máscara de Fernando”, ya que ello sería admitir que los actores de ese acontecimiento tan capital, eran falsos y hacían dicho pronunciamiento engañando para desorientar al imperio y los colaboradores que rodeaban a Fernando VII. Lo que queremos decir con esto, es que, la legitimación, de estos movimientos insurgentes, fue, como dice Pena González “expresar teóricamente aquello que el sentimiento popular estaba realizando con los hechos”. Y los hechos de mayo, como hemos insinuado, no tenían la claridad de lo que forjarían, como la podemos tener nosotros hoy, doscientos años después. En este sentido, pero referido al clero, hay un artículo de Durán que en el título refleja esta dinámica: “La Iglesia y el movimiento independentista rioplatense: incertidumbres, aceptación y acompañamiento (1810-1816)”[1]. En 1810 se declara la independencia del ocupante francés y en 1816 de España.
Ni rebeldes ni vasallos
Los teólogos –en especial uno de ellos, el eminente y sólidamente formado fray Francisco de Paula Castañeda[2]– ofrece la explicación que parece la más ajustada y coherente y que comparten otros teólogos predicadores. Castañeda expresa:
«La América, desde que reasumió sus derechos el día 25 de mayo, como princesa emancipada, no debe ya entenderse, sino con el mismo Fernando, para informarle muy al por menor de la noble y ejemplar conducta que ha observado durante la presión y ausencia de su esposo o de su señor; y para que éste, haciendo comparación con la desgreñada conducta de las provincias ultramarinas, decida quiénes son los leales y en qué grado de lealtad deber ser colocada cada cual de las hermosas regiones que componen lo dilatado de su vasto imperio»[3].
La intención de los hombres de mayo consiste en declararse independientes, para salvar estos reinos de caer en manos de los franceses y hallarse en condiciones de defenderlos, sin el apoyo de la Corona, al menos mientras durase la prisión del Monarca y no recuperase el trono. Contribuye a esta actitud la confusa y dispar conducta de las distintas regiones que integran España. Es por ello que Castañeda sostiene que se presentaban dos posibilidades, a saber: que vuelto Fernando, reconociera la conducta, escuchara a los representantes de la América y admitiera la libertad adquirida al riesgo de la vida. Pero también podía ocurrir otra cosa, y por ello Castañeda afirma:
«El día 25 de mayo es tan solemne, tan sagrado, tan augusto y tan patrio, que si el mismo Fernando, por desgracia suya no lo reconoce, no lo celebra, no lo agradece, no lo admira, deberá ser tenido por un monarca joven mal aconsejado y por consiguiente, incapaz de reinar sobre nosotros»[4].
Y ratifica de inmediato:
«Sí, señores, porque el día veinticinco de mayo es el padrón y monumento eterno de nuestra heroica fidelidad a Fernando VII. Habebitis hune diem in monumentum»[5].
Para este teólogo, América, olvidándose de sí misma y:
«… sepultando en su corazón los agravios, vejaciones y violencias de tres siglos, el día veinticinco de mayo aseguró con juramento, que no quería mudar de dinastía, ni menos constituirse independiente, sino seguir la suerte de Fernando, prevenirle un asilo en su regazo y tributarle a su memoria los más puros y acrisolados homenajes»[6].
Fray Castañeda expone con fuerza y rigor la conducta asumida en el capital suceso revolucionario y midiendo su alcance, manifiesta que, “fue un acto heroico en la sustancia, heroico en las circunstancias, heroico en la intención y mucho más heroico en su ejecución y exacto cumplimiento”[7]. Este último aspecto, implica una apreciación del valor moral de la Revolución, pero también un juicio en torno a la orientación del proceso revolucionario, cuando sostiene que implicaba defender:
«la tierra, ya contra Napoleón y sus amigos, ya contra los mandones caducos e inertes, ya contra los europeos comuneros y contra sus repetidas, importunas e injustas coaliciones; ya contra la misma España, que con su mal ejemplo y fuerza armada nos quería forzar a que variásemos nuestro primer juramento para que fuésemos tan renegados y rebeldes como ella. Si, contra la misma España, que nos quería también obligar a reconocer sus Cortes ilegítimas y últimamente nos halaga con una constitución despilfarrada, refractaria y atentadora de la autoridad real»[8].
Hay que observar que la predicación de Fray Castañeda es del mes de Mayo de 1815, cuando corren cinco años de la Revolución, y los sucesos producidos en la península han probado que Fernando VII, lejos de reconocer el gesto americano de fidelidad demostrado a pesar del olvido y ostracismo, en que la Corona había tenido a la América, distante de mostrarse agradecido por la defensa de sus reinos que aquellos han realizado y de incorporarlos con una reconversión política, admitiendo su pertenencia, se comporta con desprecio hacia estos reinos y califica a sus vasallos como rebeldes y díscolos y, lo que es más grave –prueba de su incompetencia e ingratitud– envía ejércitos, no para defender estos territorios, sino para oprimirlos y reconquistarlos. Al contemplar esta situación Castañeda no puede menos de manifestar que, al ver:
«… su indigesta y cruda ingratitud no queremos continuarle por más tiempo, un obsequio –la fidelidad– tan indebido»[9].
He aquí, verificado que España, lejos de comprender la nueva realidad y conducir con imaginación una América con libertad y ejercicio de sus facultades de gobernarse como reinos de la Corona, los quiere sojuzgar y volver al estado de sumisión, el juramento de lealtad, queda roto por la incomprensión del Monarca inhábil, de modo que esa situación le permite decir al teólogo:
«El día veinticinco de mayo es también el origen y el principio y causa de nuestra absoluta independencia política. […] En una palabra, el veinticinco de mayo es nuestra magna carta, nuestra mejor ejecutoria, nuestra razón última contra el poder arbitrario y el non plus ultra o el finiquito de nuestra servidumbre»[10].
Esta es una pequeña muestra argumentativa que nos hace ver distintos puntos del proceso emancipador, en su dinámica, para usar términos escolásticos en su paso del in fieri al infacto esse.
El Rey abandona América
En la misma línea de pensamiento, otros teólogos, insistirán antes y después de Castañeda en que es primeramente el Rey y luego sus representantes en el poder los que abandonan a la América, menosprecian y quieren someter a la antigua condición de colonia, y por ello, viendo que nada ha cambiado, consideran que ha llegado el momento de proclamar la independencia total y absoluta y abandonar la tutoría imperfecta y la servidumbre en que se hallaban. El franciscano Pantaleón García lo dirá en términos menos doctrinales pero más comprensibles para el auditorio que lo escucha. Dice:
«Es de derecho a la emancipación del pupilo cuando la apatía o la disposición del padre o del tutor comprometen su suerte o exponen su patrimonio a ser presa de un usurpador; es el derecho del esclavo llamarse a libertad cuando el amo lo abandona en sus dolencias y esto es lo que ha hecho la América»[11].
Los teólogos se proponen con sus argumentos demostrar que los pobladores de América no se han comportado como insurgentes, ni como traidores o alzados, que es la calificación que aplica Fernando y sus seguidores al enviar sus ejércitos para dominar los pueblos americanos y volverlos el sometimiento del pasado. Uno de los temas, en que los teólogos tienen amplia coincidencia, es aquél en que demuestran que España se ocupa preferentemente en detener el crecimiento de los pueblos Americanos, impedir la promoción comercial de sus mercados y el acceso de los nativos a los puestos de conducción, lo cual los asimila a la condición de vasallos de colonia. Según estos predicadores, los Americanos no han gozado del ejercicio de la libertad, y el Dr. Castro Barros, uno de sus sostenedores, avanza al respecto diciendo que han carecido de cuatro manifestaciones de la libertad, cuales son: la libertad moral, ya que la religión fue introducida a sangre y fuego; la civil, ya que le impidieron acceder al gobierno; la física, ya que buena porción de sus habitantes fueron sometidos a trabajos que no deseaban; la política, porque le negaron la independencia. Por último, han carecido de igualdad frente a los habitantes de la Península y frente a la ley[12].
Otros teólogos, como Julián Segundo de Agüero, agregan que España, al margen del despojo de las riquezas Americanas destinadas a mantener el dominio de la Corona sobre el continente, abandonó a las poblaciones y no les facilitó su crecimiento y, mejor aún, impidió su prosperidad y la satisfacción de sus naturales apetencias de mejoramiento. Igual pensamiento sostiene Felipe de Iriarte. No hay exageración en las expresiones de los teólogos, que llevamos mencionados, ya que, como prueba de lo que sostienen doctrinariamente, conocen muy de cerca lo sucedido en el Río de la Plata –que en vano ha reclamado por largos años la instalación de cátedras de teología, de escuelas de dibujo, la promoción de su industria, la instalación de manufacturas para utilizar sus materias primas, de algunas formas de libre comercio– no sólo sin ser escuchados, sino que, lo que es peor, con prohibiciones severas que ahogaban las mejores iniciativas.
Todo ello, sin recurrir a otras experiencias americanas, que son semejantes en todo el continente, es demostrativo de una clara política de tratamiento de colonia. Sin embargo, los teólogos perciben que, no obstante esa indudable presión, en el seno de los sectores más ilustrados se ha ido formando una conciencia democrática, que hace su aparición de una manera claramente perceptible –salvo para la Corona– a partir de 1806 y 1807. El análisis de los teólogos coincide, en que, a esa conciencia se arriba tardíamente, como fruto de la verificación colectiva, que España ha faltado en el cumplimiento de sus deberes de tutoría al no propiciar el logro de la libertad y la promoción del americano, no buscar su integración territorial y social, negarle el ejercicio de la soberanía y no respetar los derechos sociales en la vida en sociedad. Si ello fuera poco, agregan, España desprotege al continente y lo abandona a sus propias fuerzas sin perjuicio de expoliarlo en sus riquezas. Prueba terminante de ello la conducta, de España, ante las invasiones inglesas al Río de la Plata en 1806 y 1807.
La Revolución de Mayo y la Iglesia, desde la reflexión teológico-canónica
Sintetizando, los sermones de los teólogos, según lo hemos anotado, se pronuncian entre 1810 y 1820, o sea, desde que se inicia el movimiento revolucionario a lo largo de diez años; aunque la declaración formal y el acto de rompimiento definitivo con España es en 1816 cuando se declara la Independencia, ella tiene su punto de partida en Mayo de 1810. Pero si bien ocurre que la lucha contra los ejércitos españoles que vienen a impedir el proceso emancipador y obtener la reconquista territorial se produce a partir de 1810, es a partir de 1824, luego de la batalla de Ayacucho, cuando se pone fin a la guerra americana. El pensamiento de los teólogos, si bien dominantemente, se ha ocupado de justificar la Revolución de Mayo, no ha omitido referirse a otras cuestiones derivadas de la emancipación política, asumiendo un cierto papel profético y de educación de sus fieles. Entre los temas que han tratado pueden mencionarse el de consolidar la libertad; propiciar la declaración de la Independencia, pero sin apresurarla; el uso de la prudencia política, virtud moral que debe presidir la vida pública; la elección de ciudadanos probos para los cargos públicos; la exigencia de la virtud y el talento para quienes asumen tareas de conducción; la confianza en la representación política; y, de un modo especial y muy acentuado, han puesto sus advertencias para ilustrar sobre los peligros que acecha, a la sociedad, que nace, por la presencia del desorden, la anarquía, la división, los odios, las luchas encarnizadas en la política. Y todo ello, lo señalan como peligro inminente surgido de la libertad recién conquistada y como derivación de la cultura heredada, que no supo preparar a los hombres para el ejercicio de la vida cívica. El logro del bien común, la sagaz obtención de la felicidad pública, del sostenimiento de la religión católica, sin imponerla por ningún medio[13], la convivencia pluralista y el respeto a la condición humana son, aunque no siempre extensamente desarrollados, aspectos de una función doctrinaria moralizante y educadora que, el clero, supo y pudo desarrollar por el hecho de haber percibido, más que otros sectores, con una clarividencia y un realismo profético, los acontecimientos. Un último aspecto merece destacarse, aunque parezca obvio, que también es compartido por todos los teólogos predicadores y que ha jugado un papel decisivo en el proceso revolucionario, cual es el lugar que la religión católica ocupa en esos años. Todos los teólogos coinciden en que la Revolución merece ser justificada en virtud de la racionabilidad de sus fundamentos teológicos, políticos y jurídicos, pero advierten que uno de ellos y el más esencial, es que la Revolución de Mayo se ha hecho sin atentar contra los derechos de Dios y la Iglesia, y que ésta, lejos de ser sojuzgada, goza de plena libertad y se asocia libremente al proceso en marcha. El Dr. Victorio de Achega, analizando la relación entre la Revolución y los dogmas cristianos, luego de demostrar que nada impide apoyar a la primera, concluye:
«Nada hay pues, en la sustancia de nuestro sistema, que pueda ser contrario a los principios de la religión y sana moral»[14].
Más aún, hay una línea de coincidencia con otros teólogos al señalar que el cristiano, consciente de sus deberes, es el mejor constructor de la libertad y de una sociedad pacífica. El teólogo Miguel del Corro resume su exposición diciendo:
«Las virtudes cristianas son el mejor ornamento de un ciudadano y sin ellas nadie puede agradar a Dios y menos ser útil a la patria y a sus semejantes».[15]
No deja de ser sorprendente que, luego de apoyar y justificar el proceso revolucionario, algunos teólogos se permiten señalar los riesgos que consideran próximos, como lo son la anarquía, las divisiones facciosas, la lucha de intereses, pero nada manifiestan en cuanto a que, la religión y la fe católica, corra el riesgo de ser perjudicada por la nueva clase directiva, ni que la Iglesia sufra en el ejercicio de sus derechos. Por el contrario, se advierte que confían en que el goce de la libertad ha de permitir cauces de evangelización ajenos a toda imposición, si bien manifiestan, que la religión católica, ha de ser la oficial del nuevo Estado. El primero de estos propósitos quedará confirmado en los ensayos de organización constitucional sancionados en el período de los tres primeros decenios, a saber, los Proyectos de Constitución presentados en la Asamblea de 1813, el Estatuto Provisorio de 1815, el Reglamento Provisorio de 1817, la Constitución de 1819 y la Constitución de 1826. Así como al comienzo mencionamos que la Revolución de Mayo es aceptada por los sectores populares de las provincias, gracias al fuerte apoyo que le presta el clero secular y regular, debemos agregar, luego del recorrido efectuado, que son los clérigos con estudios superiores los que asumen el papel de justificarla teológica y políticamente, a la vez que acompañan el proceso revolucionario, las luchas armadas y la guerra de la Independencia, sin perjuicio de intervenir en las Asambleas convocadas para concordar un proyecto constitucional que organice democráticamente al país. Al servicio de la organización nacional, de la forma de gobierno, de las decisiones vinculadas al bienestar público, el clero, se hace presente como una prolongación del programa, que un número considerable, de teólogos, ha esbozado en sus sermones pronunciados al celebrarse la fiesta máxima de la Emancipación política. No es forzado manifestar que, en la búsqueda del sistema democrático, que configura a la Argentina en los tres primeros decenios, cabe al clero un papel singular y de primera magnitud. La debilidad que conlleva ese enorme esfuerzo que ocupa a las primeras figuras de ambos cleros, en tan largo período, radica en que los alejó –o al menos los distrajo– de la labor de evangelización, ya que el esfuerzo colocado al servicio de la empresa organizativa del país les impide reflexionar y aún actuar sobre las múltiples cuestiones, que la Iglesia debe abordar al pasar de un régimen de colonia, a un sistema de libertad y con un indudable proceso de secularización.
[1] DURÁN, J., La Iglesia y el movimiento independentista rioplatense: incertidumbres, aceptación y acompañamiento (1810-1816) [en línea]. Teología, 103 (2010) http://bibliotecadigital.uca.edu.ar/revistas/iglesia-movimiento- independentista-rioplatense.pdf [consulta: 3.V.2014].
[2] Francisco de Paula Castañeda, 1776-1832. Nace en Buenos Aires; desde su adolescencia ingresa en la Orden de San Francisco y cursa estudios en el Colegio de San Carlos, dedicándose con especial interés a la filosofía y la teología. Sin pasar por la Universidad obtiene por oposición la cátedra de Filosofía en la Universidad de Córdoba. Desde 1819 a 1828 ejerce el periodismo, siendo uno de los más notables en ese oficio en su tiempo; escribe simultáneamente hasta cinco periódicos por día, en defensa de la Iglesia. Cultiva varios géneros, incluso el poético. Sufre destierros, sin haber actuado en el campo político, por causa de sus campañas religiosas. Se distingue por sus trabajos a favor de la educación. Vid. FURLONG, G., Fray Francisco de Paula Castañeda. Un testigo de la naciente patria argentina, Buenos Aires: Castañeda, 1994. Vid. Furlong, G. S. J., Fray Francisco de Paula Castañeda, Buenos Aires: Ediciones Castañeda, 1994; TROISI-MELEAN, J., Redes, Reforma y Revolución: Dos Franciscanos Rioplatenses sobreviviendo al siglo XIX (1800-1830), in: Hispania Sacra, LX 122, julio-diciembre (2008) 467-484.
[3] Ibid., CARRANZA. A. P., El clero argentino de 1810 a 1830, 145.
[4] Ibid., 146.
[5] Ibid., 147. Aquí el orador evoca la Pascua judía citando Éxodo 12, 14: «Y este día os será en memoria».
[6] Ibid., 150.
[7] Cf. Ibid., 151.
[8] Ibid., 151.
[9] Ibid, 156.
[10] Ibid.
[11] Ibid., 97.
[12] Cf. Ibid., 120.
[13] Y esto se patentiza en lo pronto que se consagraron libertades modernas, como es hoy la libertad de culto. La cultura hispánica y católica fue el sustrato para que este proceso revolucionario se transforme en emancipatorio, y muestra a las claras que diverso es al liberalismo ilustrado, no sólo en la opinión de las personas, sino, también en la aplicación de las leyes. Hasta la sanción del Código, la legislación argentina se basaba en la española, previa a la Revolución de Mayo, y en la llamada Legislación Patria. La legislación española vigente en el país, era la Nueva Recopilación de 1567, ya que la Novísima Recopilación de 1805 no tuvo aplicación antes de la Revolución. La Nueva Recopilación contenía leyes provenientes del Fuero Real, el ordenamiento de Alcalá, el Ordenamiento de Montalvo y las Leyes de Toro. El orden de prelación era el siguiente: 1º) Nueva Recopilación, 2º) Fuero Real, 3º) Fuero Juzgo, 4º) Fuero viejo de Castilla, 5º) las Partidas. Sin embargo, debido al prestigio, la extensión de las materias tratadas y al mayor conocimiento que tenían de ellas los jueces y abogados, se aplicaban ordinariamente las Siete Partidas. La Legislación Patria se componía de las leyes sancionadas por los gobiernos nacionales y provinciales. Estas leyes eran consideradas de menor importancia comparadas con la legislación española y no la alteraron, conforme al principio según el cual la emancipación política deja subsistente el Derecho privado anterior, hasta que el nuevo Estado en ejercicio de su soberanía disponga de otra manera. (Cf. Cabral Texo, J., Historia del Código civil argentino, Buenos Aires: Jesús Menéndez, 1920, 1) Las principales leyes nacionales eran la de libertad de vientres y de los esclavos que entraren al territorio (1813), la de supresión de mayorazgos (1813), la de enfiteusis (1826), y la de supresión del retracto gentilicio (1868), o derecho del pariente más próximo dentro del 4º grado para adquirir los bienes raíces de la familia vendidos a un extraño. El Derecho canónico tuvo una gran influencia en lo referente al Derecho de familia, en especial sobre el matrimonio. Vélez Sársfield, autor del Código civil (promulgado por Sarmiento, que era presidente, en 1871), dejó este instituto bajo la jurisdicción de la Iglesia Católica, tomando la institución del matrimonio canónico y adjudicándole efectos civiles. Pero la validez del matrimonio quedó sujeta al régimen canónico y a las disposiciones de los tribunales eclesiásticos, lo que se mantendría hasta la sanción de Ley de matrimonio civil. En relación a esto, el codificador argumentó: «Las personas católicas, como las de los pueblos de la República Argentina, no podrían contraer el matrimonio civil. Para ellas sería un perpetuo concubinato, condenado por su religión y por las costumbres del país. La ley que autorizara tales matrimonios, en el estado actual de nuestra sociedad, desconocería la misión de las leyes que es sostener y acrecentar el poder de las costumbres y no enervarlas y corromperlas. Sería incitar a las personas católicas a desconocer los preceptos de su religión, sin resultado favorable a los pueblos y a las familias. Para los que no profesan la religión católica, la ley que da al matrimonio carácter religioso, no ataca en manera alguna la libertad de cultos, pues que ella a nadie obliga a abjurar sus creencias. Cada uno puede invocar a Dios en los altares de su culto». (Nota del artículo 167, Código Civil Argentino). Esta resolución tomada por Vélez Sársfield, tiene su explicación en los usos y costumbres del momento, como lo prueba la sanción de una ley de matrimonio civil, por parte de la Legislatura de la Provincia de Santa Fe 1867: la ley produjo una reacción popular que culminó con la renuncia del gobernador y la disolución de la Legislatura, que al volverse a constituir la dejó sin efecto.
[14] Ibid., 63.
[15] Ibid., 310.
Publicar un comentario