“Si me amáis, guardaréis mis mandamientos”. El amor no es algo lírico y vaporoso, sino cumplimiento del querer bueno y sabio de Dios, Padre nuestro. El Señor, que censuró sin miramientos los numerosos preceptos judíos calificándolos de carga pesada (Mt 23,4), recuerda que no hay amor a Dios y a los demás allí donde no hay obras que manifiesten ese amor. No quiere Jesús un amor forzado sino libre y espontáneo, pero sin confundirlo con un sentimentalismo anárquico y caprichoso.
Cuando filosofías que han convertido en clave de especulación el sentimiento o el instinto, confundiendo la sinceridad con la cómoda obediencia al estado de ánimo. Cuando la libertad viene entendida, tantas veces, como licencia. Cuando se apela a la propia conciencia para sortear los deberes para con Dios, afirmando que Dios no puede admitir un servicio forzado, que no se siente, Cristo deja caer esta frase realista, amiga de los hechos y no de las palabras: “El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama”. La espontaneidad de un miembro vivo de un cuerpo vivo -somos miembros del Cuerpo Místico de Cristo y Él es la Cabeza- o está al servicio de la cabeza o es un cáncer.
Preguntémonos: ¿Hago míos los mandamientos de la Ley de Dios? ¿Me intereso por los objetivos de la Iglesia, de la parroquia, u otros intereses priman sobre este principal y gustoso deber? ¿Asisto a la Santa Misa para dar a Dios el culto que Él merece y quiere? ¿Constituye la extensión del Reino de Cristo, el que muchos encuentren la verdad que hace libre al hombre y le asegura la vida eterna, el verdadero motor de mi existencia?
Hay quien tiene del cristianismo una imagen triste, contrariante. Se piensa que todo consiste en obedecer a un gravoso conjunto de disposiciones que, al faltar el amor que les da sentido, acaban fatigando y terminan en el rechazo. Y no es así. Es una tarea de amor. Y no de cualquier amor. Es algo gustoso y llevadero como todo lo que se hace por amor, aunque cueste.
La tristeza no hace mella en quien permanece unido a Dios por amor. “¿Qué puede perturbar al cristiano?, pregunta S. Juan Crisóstomo, ¿la muerte? No, porque la desea como premio. ¿Las injurias? No, porque Cristo enseñó a sufrirlas: ‘Dichosos seréis cuando os insulten y persigan’ (Mt 5,11). ¿La enfermedad? Tampoco, porque la Escritura aconseja: ‘recibe cuanto Dios te mande y mantén el buen ánimo en las vicisitudes de la prueba, pues el oro se prueba en el fuego, y los hombres gratos a Dios, en el crisol de la tribulación’ (Eccli 2,5). ¿Qué queda entonces capaz de turbar al cristiano? Nada. En la tierra, hasta la alegría suele parar en tristeza; pero, para el que vive según Cristo, incluso las penas se le convierten en gozo”.
Ser cristiano es paladear la dicha inmensa, inexpresable, de que Dios me ama, me busca, se interesa por mí y perdona mis torpes y, a veces ingratas, maneras de comportarme, y, en consecuencia, tratar de corresponder a ese amor tan grande como inmerecido.
Lectura del santo Evangelio según san Juan (Jn 14, 15-21)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque mora con vosotros y está en vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él».
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