Una pequeña inflamación apareció en mi encía. Esa inflamación podía deberse a algún impacto, por usar la jerga técnica de los dentistas. No le di ninguna importancia, pensando que pocos días después sanaría por sí sola.
Al cabo de una semana, esa inflamación (realmente pequeña) seguía allí, así que decidí ver un médico del hospital, odontólogo. La miró con su linterna y no le dio ninguna importancia. Me aconsejó un gel antiséptico.
Esperé 24 horas. Por la noche me miré en el espejo a ver cómo iba. No me lo podía creer. Me dio la sensación de que el pequeño trocito triangular de encía que había en un intersticio se había necrosado. A la mañana siguiente, es decir, hoy, fui al dentista.
Efectivamente, se había necrosado. Parece ser que había entrado un poco de comida bajo una prótesis y se había producido una infección que yo no había notado.
Ha habido que hacer una limpieza cuyos detalles omito. Bastante tengo con describir los tormentos del infierno (en el más allá), como para describir (en mi estado de viador) paso a paso las operaciones de mi dentista con sus ganchos puntiagudos, curvos, acerados y acabados en un sadismo frío, sin compasión. Los dentistas no albergan compasión.
Dejo para otro día cualquier consideración sobre el número pi o los bellos logaritmos.
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