Hoy he visto la película Silencio. Si debo ser sincero, no me ha gustado. Su director es el autor de esa obra tan monstruosamente formidable que es Casino. Pero Martín ya nos había dejado claro hace muchos años que ya había dado su do de pecho y que no era capaz de repetir nada ni lejanamente parecido. Con El aviador ya perdí toda esperanza. Dada su edad, Silencio era su última posibilidad de hacer una obra que fuera su testamento, su última bala: una gran obra de arte por la que ser recordado. Ciertamente tal ha sido voluntad. Pero las grandes obras de arte las hace el que puede, no el que quiere.
La historia para una película se la prestaba en bandeja la inmensa, gloriosa, orden jesuítica. Bastaba contar la historia de algo tan épico como fue la vida exterior (o la interior) de esos gigantes seguidores de san Ignacio para tener ya algo muy grande que contar. Bastaba eso, la mera historia, contada de un modo sobrio. Desgraciadamente, el primer gran problema, el gran problema, de esta película ha sido el guion.
Tres horas, casi, contando tan solo la vida de un jesuita en una jaula es muy difícil que se sostenga en una película. En el fondo, en esencia, la película consiste sólo en ese encerramiento. Silencio parece que va a ofrecer algo más justo al principio. La película se vuelve de nuevo amena (como debería haber sido todo el tiempo) justo al final, cuando cuenta otras cosas. En medio de ese desierto de tres horas, sólo las comparecencias ante el inquisidor mantienen el interés. Pero ese interés se va disipando cuando la película va cayendo en la reiteración. Hay que reconocerlo, el guionista no ha sabido urdir un guion que mantenga un cierto ritmo. A Scorsese le hubiera aconsejado que visionara de nuevo El expreso de medianoche: una historia de un encerramiento, pero con un guion que tiene justo lo que Silencio no tiene.
Por supuesto, las comparecencias ante el inquisidor no tienen nada que ver con las comparecencias, por ejemplo, de Tomas Moro en Un hombre para la eternidad. Tampoco con las comparecencias de Juana de Arco en la película de Dreyer.
Es cierto que Scorsese quería mantenerse en la contención, centrarse en lo psicológico. Ésa era su intención, su buena intención. Pero de buenas intenciones está empedrado el infierno de las malas películas.
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