(387) Mis viajes apostólicos –4. Salas, megafonía, internet

sala conferencias

–No sé, no sé yo… estas crónicas medio cómicas con la que está cayendo…

–Acuérdese de San Pablo: «Cada día muero» (1Cor 15,31). «El mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gál 6,14). «Alegraos SIEMPRE en el Señor; de nuevo os digo: alegraos» (Flp 4,4)…  Capito?

Sigo y prosigo.

Sala de conferencias

No distinguiré en estos viajes que describo entre «conferencias» y «predicaciones», porque también mis conferencias son siempre predicaciones. Únicamente se distinguen entre sí por el lugar y la circunstancia. Será conferencia si la doy en el auditorio de un seminario o un centro católico, y predicaciones en una casa de ejercicios, por ejemplo, o en una parroquia. Cuando se trata de ejercicios espirituales la opción fundamental es dar las predicaciones en la capilla o en una sala. –«¿Dónde va a dar las meditaciones, padre?». –«Veamos la capilla y alguna sala de la casa y le digo»… Visita a los santos lugares y decisión decisiva. Suelo elegir siempre la sala –al menos si reúne condiciones suficientes–, porque si predico en la capilla, al terminar, los oyentes, cansados del lugar, tienden a salir; mientras que si predico en una sala, es más probable que vayan a la capilla en los tiempos libres –aunque sí, ya lo sé, no hace falta que me lo digan: todos los tiempos son tiempos libres–.

Algunas salas tienen ya todo lo necesario para que se dé en ellas conferencias o prédicas: estrado, mesa y silla, megafonía; incluso pantalla para proyecciones. Pero en no pocos lugares se improvisa ese espacio en una sala de reuniones. Traen una mesa de donde sea. Rara vez aciertan a la primera. Unas veces es demasiado alta, de tal modo que el orador aparece ante los oyentes, sobre todo si están en un nivel más bajo, como asomando la cabeza por encima de una tapia. Otras veces, y casi es más grave, es una mesa demasiado baja, y si quiere uno ver sus papeles al hablar, ofrece al público no la cara sino el cráneo. En caso de mesa escandalosamente baja, ya alguna vez me ha ocurrido no tener acceso a mis apuntes, y tener que dar la conferencia de memoria. No estoy programado para hablar con los papeles en la mano.

También la silla puede ser problema si queda alta o baja en relación a la mesa. La cuestión se agrava cuando los encargados de la casa, buscando la mayor comodidad para el predicador, han colocado un sillón muy cómodo, pero que al que se sienta lo inclina hacia atrás, hacia el acogedor respaldo, alejándolo de la mesa y de los papeles. O cuando buscando mayor dignidad, traen un antiguo sillón frailuno, con tallas en la madera; con respaldo recto, pero muy atrasado; con asiento de cuero, y con unos brazos horizontales y planos muy dignos que, aun acercando lo más posible la silla a la mesa, dejan al orador separado de la mesa, donde están los papeles, a una distancia media de 83 centímetros, haciéndolos así ilegibles­. En este caso ha de cambiarse por una silla escueta, con asiento y respaldo en ángulo recto, que resulta mucho más cómoda. Simplemente, una de las mesas del comedor.

 

Megafonía

Dios reparte sus dones como quiere, con toda libertad. A una persona, por ejemplo, puede darle una voz fuerte y bien timbrada. No es mi caso. Y esto, cuando uno ha de dar varias conferencias o prédicas diarias  durante varias semanas, plantea problemas no menores. En algunas casas tienen megafonía en la sala o capilla donde se dan las prédicas o conferencias. A veces funciona bien, pero cuántas veces no va bien, retumba, «se acopla» –no les explico en qué consiste esto, porque nunca lo he sabido–, hace ruidos extraños, cuando menos se espera y conviene… !!! iiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii ¡¡¡¡, pita, hasta que algún cristiano corre a silenciarlo. Ay, Señor…

Y luego está el problema del micrófono. No siempre tiene, partiendo de la base, un cuello largo que lo acerque a la boca del orador –boca: os-oris, orador–, que es la posición más correcta. Se dan con relativa frecuencia casos de perfidia patente en los que el micrófono tiene un pie vertical cortito, y como en tal caso ha de ser plantado al borde de la mesa, cerca del orador, viene a invadir necesariamente el único lugar apropiado para colocar los papeles. Lo que, una vez más, lo deja a uno iletrado.

Cuando el conjunto de las condiciones megafónicas negativas amenaza con sumirle a uno en una crisis depresiva, es el momento de rechazarlo y de echar mano de los recursos propios. Previendo cum fundamento in re que puedan darse estas situaciones calamitosas, llevo siempre conmigo en estos viajes un pequeño megáfono con micrófono inalámbrico, que me hace un maravilloso servicio. Pequeño y ligero, es suficiente como para un grupo de hasta 30 o 50 personas. Hablando sin esforzar la voz, oyen todos perfectamente.

Mi pequeño megáfono SANHA SH-120A+WM-120 (18 x 25 cm) –bendito él: uno de los mejores de Occidente– puede funcionar con seis pilas, pero evito llevarlas, porque pesan demasiado. Uso el aparato enchufando su cable en la electricidad de la red. No pocas veces hay en la sala un solo enchufe, y alejado. Se hace entonces necesario el alargador. En mi habitación tengo uno, pero está multi-empleado, alimentando ordenador, impresora, luz de la mesa de trabajo y de la cabecera de la cama, más el calentador del agua. Y si la casa no tiene para prestarme un alargador –nefasta carencia, inexcusable, incomprensible, indignante–, en cada acto litúrgico y conferencia tengo que traerlo de mi habitación a la sala , desenchufando previamente todo el tinglado informático, iluminativo y culinario establecido laboriosamente. Y por supuesto, he de volver a reponer el alargador en la habitación-despacho una vez terminado su servicio. Viéndome sujeto en tantos viajes a tan lamentable situación –cada día quitar-poner-quitar-reponer media docena de veces–,  después de una prolongada consideración y no sin fuertes combates íntimos entre dos contrarios, tomé finalmente la heroica determinación de llevar en el equipaje 2 alargadores (dos), no uno solo. Créanme que fue una decisión muy seria, en modo alguno compulsiva, ni tomada a la ligera. Y no lo duden: mantuve el principio, realmente fundamental, de que al viajar es preciso limitar el equipaje a lo estrictamente necesario. Esta medida era necesaria.

Comedor

En casa propia –ejercicios a sacerdotes en su Seminario diocesano, a una comunidad religiosa en su convento–, es normal que pongan al predicador comedorcito aparte, y las cosas van así bastante bien: independencia y cierta posibilidad de manifestar las necesidades personales. «¿Tomará vino?», «¿Qué le convendrá para cenar?»…

Pero en casa de ejercicios ajena lo normal es comer con el grupo de ejercitantes, como uno más, todos calladitos, oyendo música o escuchando una lectura. Es el plan más frecuente. Y la verdad es que, durante varias semanas consecutivas, resulta moderadamente molesto. Tres horas tres de comida –y eso que no voy a la cuarta, la merienda, más los numerosos actos de Laudes, Vísperas, Misa, Prédicas, Rosario, Exposición del Santísimo… Son muchas «horas» de estar inmerso en grupo.

El agua. En casa propia es probable una botella de agua mineral. En casa ajena no. Frecuentemente es hervida.  El café suele ser café soluble; en algunos sitios, en grano, del bueno. Yo, gracias a Dios, soy omnívoro, como de todo y con gusto. Pero eso no quita que, comiendo en estos viajes en tantos lugares diferentes, y bastantes veces alimentos que uno no conoce, acabe uno con el sistema digestivo más o menos trastornado.

Mini-cocina portátil

Por lo ya dicho, llevo en los viajes para posibles complementos o sustitutos alimentarios un cacito metálico, con asa, claro; sobres de te, manzanilla, café; leche en polvo; unas galletas saladas, etc. Y por supuesto, un calentador de agua que funciona enchufando un extremo y sumergiendo el otro en el agua del cacito metálico… Después de romper algunos vasos de la casa, demasiado vulnerables al contacto de la barrita eléctrica, incluí el dicho cazo metálico que, por cierto, va en el viaje bien relleno de los sobres recientemente aludidos. Este pequeño equipo ocupa poco lugar en el equipaje, y a veces presta un servicio notable.

Pero no faltan con frecuencia las dificultades para usarlo. El cacito, varias veces aludido y que por tanto les es conocido, tiene un cable propio bastante corto. A veces el enchufe queda junto al suelo, y en el suelo hay que poner el cacito. O queda demasiado lejos del lavabo en el que «cocino», por decirlo así. Desmontar el alargador, separándolo de lo que electrifica, resulta demasiado cruel. Diversos trucos, según los elementos habitacionales que están a nuestro alcance, tendrán que ser aplicados. Por ejemplo, conseguir una bandeja medianamente grande que, puesta sobre el asiento de una silla, nos permita cocinar sobre ella. Ya lo dice en latín ciceroniano desde hace siglos el adagio salmantino: intellectus apretatus discurrit qui rabiat.

Internet

Tiemblo al iniciar este subtítulo.

El uso popular de internet se fue generalizando poco antes del 2000. Yo me conecté por esos años. Y si tenemos en cuenta que mi treintena de apostólicos viajes intercontinentales comenzó en 1972, concluiremos de premisas fidedignas que sólo en la última decena de viajes pude usar internet, habiendo de atravesar, eso sí –sobre todo a los comienzos–, una selva pantanosa de dificultades que hubiera vencido a hombres muy fuertes, diestros y serenos. A mí no. 

Cuando hay en la casa posibilidad de conectar a Internet, son muchas las cosas que quedan a salvo. Puedo comunicarme con otros por el correo electrónico. Me asomo de cuando en vez a un diario local o a algún periódico nacional de España, y en una visita rápida me entero un poco de la marcha del mundo. A veces copio varios artículos o informes en mi ordenador portátil, para ocupar en breve tiempo la línea que me prestan, y luego en la habitación los leo con calma.

Pero el acceso a Internet en cada lugar es una aventura. En cada uno de estos viajes paso por un buen número de domicilios. Logro conectarme, pongamos, en 5 de 7. En dos de ellos, imposible; pero antes de reconocer esa imposibilidad, perdí harto tiempo intentando la conexión. Una vez logré conexión en una tienda muy pequeña de chuches, que había a un par de cuadras –manzanas–, y que tenía dos teléfonos en unas mini-cabinas. Enchufaba mi ordenador, conectaba a Internet y el contador llevaba normalmente la cuenta del gasto. Otras veces, en ciber-cafés o en el despacho del párroco del lugar.

Cada una de las conexiones han sido logradas en otras tantas aventuras diferentes, que no soy capaz de detallar aquí. Normalmente la conexión a la Red se hace en un teléfono que la casa tiene, por ejemplo, en el despacho de la dirección. Despacho que, por supuesto, suele estar cerrado con llave. Con una llave que no se atreve uno a pedir para disponer de ella a cualquier hora. No es raro que ese despacho quede en otro pabellón o en otro piso. En todo caso, para emplear esa conexión, he de desconectar en mi habitación todo el complejo informático, recoger ratón y alimentador, meterlos en un bolso de mano con el ordenador y el cable de conexión a Internet, y partir hacia el lugar del teléfono donde voy a procurar el acceso a la red. Suelo ir después de la cena, de 8’30 a 9, cuando la tarifa es más baja y el despacho de la casa está normalmente vacío.

–«¿Podrá abrirme la M. Jéssica el despacho, por favor?» –«Hace un momento estaba por aquí»… La buscan, llega cuando llega –no antes–, me abre muy amable, ella misma hace sitio en la mesa, despejándola, instalo todos los trebejos informáticos, y allí me quedo un rato, quizá una media hora: parte de ella atendiendo el correo electrónico, y otra parte asomándome a algún diario local o español. O prescindo de la exploración periodística –total, los diarios están diciendo siempre lo mismo– si el correo me ha requerido bastante tiempo. Con cierta frecuencia, como ya he dicho, pasa un mes o a veces más en que Internet es el único contacto con amigos y con información internacional.

 

Conexión a la web y angustia existencial

No quiero ocultar algunos casos en que la dificultad de conexión ha sido extrema. Todavía me estoy viendo a un monje, con su hábito arremangado con la ayuda de su ancho cinturón de cuero, atravesando con sumo cuidado un tejado para hacer llegar por la ventana del despacho del Abad un larguísimo alargador que había de conectar el ordenador de mi habitación con la conexión abacial durante los diez días que durarían los ejercicios.

También recuerdo todavía cuando, con ocasión de unos ejercicios, estaba yo en el convento de una religiosas instaladas por la Providencia de Dios en lo alto de una colina, donde justamente tenían luz eléctrica y uso de móviles –celulares–. Una de las religiosas jóvenes, la hermana Clara Lucía, recordaba que un amigo de la comunidad, Juan Oswaldo, médico muy experto en informática, hace un año, le había conseguido a un sacerdote visitante conectarse con internet por vía satélite. Le llamaron y vino cuando terminó su trabajo a media tarde. La amabilidad en el trato es cualidad común hispanoamericana, y ateniéndose a ella me explicó:

–«Simplemente, con esta piecita pinchada en el USB de su portátil lo vamos a conseguir. Las señales del satélite, recibidas y enviadas por la estación de tierra, son dos haces de frecuencias distintas, una descendente y otra ascendente, con polarizaciones diversas, que los transpondedores del satélite modulan en frecuencias variables. ¿Entendido?» –«Perfectamente». –«En vez de modem externo, como el que tengo en mi despacho, usaremos tarjeta PCI para satélite (DVB-S). Mejor operaríamos con iLNB 1, pero yo he traído un LNB interactivo, que nos hace el mismo servicio. Con los driwers que traigo en un pen –es un BOOSTER driwer 3 free de aplicaciones muy diversas–, aseguramos que el LNB interactivo, unido a un celular potente, cree virtualmente el estándar DOCSIS over satelital bidireccional, que opera en función de la zona de cobertura –lo que solemos llamar huella o footprint– del satélite. Es lo que nos da el acceso a internet. ¿Entendido?» – «Entendido». – «Abra por favor la ventana. Voy a sujetar la antena parabólica portátil que usted ve –es lo mínimo, es la que uso en los viajes: foco primario, paraboloide de revolución, con rendimiento máximo del 60%–. Encienda, por favor, su PC. Y active el PX-M14 en el sistema operativo… No, que no sabrá. Yo mismo lo hago», etc. etc.

(Nota.–Debo aclarar en conciencia que cuando le respondía al doctor Juan Oswaldo «entendido», en realidad yo quería significar que había entendido «algunos términos», como «ordenador» –computador–, «abrir la ventana», y algún otro; pero no, por supuesto, todo lo demás. En casos semejantes no es absolutamente necesario entenderlo todo, todo, todo. Basta con captar lo fundamental, digamos, la intención de la obra).

No funcionó el invento, aunque parezca increíble, y nos moriremos sin saber por qué. El caso cierto, objetivo y experimentalmente comprobado, es que no conseguimos conectar mi portátil con internet. Bendito sea Dios. Lo malo es que por el teléfono celular de las monjas me habían avisado de mi Arzobispado de Pamplona el envío de un email que requería mi respuesta, a poder ser pronta.

No problem. El bueno de Juan Oswaldo, inasequible al desaliento, conocía la solución y estaba dispuesto a aplicarla: –«Ahorita mismo lo bajo a mi casa en mi pick up [camioneta de Nissan]. Es un cuarto de hora [de hecho, media hora]. Conectamos con su correo, descargamos en un pen los mensajes que tenga»… –«Yo llevo un Kingston de 2 GB–»… –«Perfecto. Conoce usted a mi señora y a los niños, hacemos una comida [cena] rápida, y para las 22 horas lo traigo a usted de vuelta. Usted lee en su portátil los mensajes recibidos, contesta en Word lo que sea, los graba en un pen, y cuando baje mañana sor Luz de María a comprar el pan, pasa por mi casa, mi señora copia los datos en mi PC, y a fin de tarde, en cuanto llegue yo a casa, envío los mensajes que haya usted preparado. Bien sencillo, ¿no?».

Qué gente tan tan buena he conocido yo en estos viajes míosBuenos cristianos, con hijos, amigos-serviciales de curas y monjitas. Y en no pocos casos, por don de Dios, han quedado vínculos estables de amistad. Dios los bendiga a todos.

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

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