31 de agosto de 1969




El hombre había llegado a la luna el día de mi cumpleaños. Más o menos por esas fechas, don Juan Carlos de Borbón fue proclamado "sucesor a título de rey" de un régimen que agonizaba entre luchas intestinas. En España se hablaba Matesa y de la inminente "crisis" de gobierno. El turismo iba bien; pero a mí todo eso me importaba poco. Lo que realmente me preocupaba era el calor de Madrid, que era insoportable, y más desde que me encontré vestido de negro con una tira de plástico blanco a la altura de la nuez y unas largas faldas imposibles de acomodar para subir y bajar del autobús. Terminaba el mes de agosto y yo estaba a punto de ser ordenado sacerdote.
La noche del 30 al 31 apenas dormí. Por la ventana de mi habitación enraba una luz tenue que iluminaba la larga sotana colgada en el perchero como un fantasma. Me levanté de la cama dos o tres veces y repasé mentalmente la ceremonia. Estaba seguro de que metería la pata. Yo sabía que lo importante era hacer los mismos movimientos que Carlos Elizalde, que estaría siempre a mi izquierda; pero Carlos se había acostado con una gripe de tamaño regular, tenía fiebre y no había podido ensayar.
—No importa —me dijo—; yo  hago lo que tú hagas. Me fío de ti. Por tanto si nos equivocamos, al menos lo haremos a la vez.
—Y en la duda, genuflexión —remaché—.
Empezó la ceremonia a las 10 de la mañana. El primer gesto litúrgico fue la "postración": los 28 ordenandos, permanecimos tumbados en el suelo, boca abajo, sobre una alfombra de lana que hacía subir aún más la temperatura.
Ya en pie, fuimos presentados a Don José María García Lahiguera, arzobispo preconizado de Valencia, que se había prestado a ordenarnos. Antes, alguien leyó la lista de candidatos, y a medida que decía nuestros nombres, dábamos un paso al frente. Creo recordar que el ceremonial prevé varias fórmulas para que cada diácono manifieste su voluntad de ser sacerdote. Nosotros elegimos ésta: un paso al frente, en silencio, como si formáramos parte de un ejército.
Terminada la ceremonia, los abrazos. Estaban mis padres, mis hermanos, algunos primos, amigos… Y el "tío Luis" con su sonrisa portentosa bajo su calva 
deslumbrante. Hablo, por supuesto de Luis Sánchez-Izquierdo, con el que me unía, además de un parentesco en tercer grado, una complicidad especial: Luis era supernumerario de la Obra desde tiempo atrás y me tenía reservada una pequeña trampa.
—Quiero que me confieses —me soltó de sopetón—.
—Es que…, todavía no he confesado a nadie.
—Por eso. Yo quiero ser el primero.
Gracias a Dios pude decir de corrido la fórmula de la absolución. Me la sabía en tres idiomas.
 
 


06:49

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