21 de agosto. Día del Catequista.

Tumba san Pío X. Vaticano. enero 2015

Tumba san Pío X. Vaticano. enero 2015

SAN PÍO X

 († 1914)

San Pío X está muy reciente en el amor de la Iglesia. Aún perdura el grato recuerdo de su memoria —no hace cincuenta años que nos dejó— como el perfume que llena las naves del templo después de una solemne ceremonia religiosa. San Pío X es algo muy reciente en la Iglesia. Reciente su elevación a los altares por Pío XII, y más reciente la visita de su cuerpo a la bella Venecia en cumplimiento de una vieja promesa hecha a sus amados diocesanos:

 —Vivo o muerto volveré a Venecia.

 En la basílica de San Pedro de Roma un sencillo y hermoso sepulcro guarda sus restos. Este sepulcro es hoy día uno de los lugares vivos de la oración. Nunca faltan allí el recuerdo de las flores secas y la plegaria de los romanos y cuantos católicos visitan el templo de los santos apóstoles Pedro y Pablo.

 Hay otra presencia más viva y fecunda de San Pío X. Presencia de alma a alma, que es como la gracia de su intercesión ante Dios. Cuántos sacerdotes de nuestros días se miran en el rostro de San Pío X y sacan de su ejemplo el impulso de un sacerdocio verdaderamente santo. Me parece que este hecho no se podía escapar de mis líneas al trazar su semblanza, y que debía hacer constancia de él para las nuevas generaciones de hijos de Dios que nos sucedan.

 San Pío X ha dado jornadas de inmensa gloria de Dios a su Iglesia del siglo XX.

 Su figura noble y bondadosa es algo muy cercano que cuelga de la pared de nuestro despacho o se esconde en las páginas de nuestro breviario.

 En muy pocas palabras nos resume su vida la lápida de su sepulcro:

 “Pío Papa X, pobre y rico, suave y humilde, de corazón fuerte, luchador en pro de los derechos de la Iglesia, esforzado en el empeño de restaurar en Cristo todas las cosas.”

 San Pío X nació en Riese, humilde pueblo del norte de Italia, el 2 de junio de 1835. El nombre de bautismo era José Melchor Sarto. Sus padres se llamaban Juan Bautista Sarto y Margarita Sansón. Tuvieron diez hijos, de los cuales vivieron ocho.

 Juan Bautista era alguacil del ayuntamiento de Riese. En su oficio entraba hacer la limpieza de la casa-ayuntamiento y los recados del alcalde. Por todo ello recibía cincuenta céntimos diarios.

 Los padres de San Pío X eran pobres, pero muy piadosos. Sobre todo, su madre.

 “Siendo Beppi Sarto —dice René Bazin—, hijo de padres tan cristianos, no podía dejar de amar a la Iglesia, a los oficios, al cura, al cielo, del que se aparta a tantos niños.

 Vistió muy pronto la sotana de acólito y empezó a decir que deseaba ser sacerdote.

 A los once años hizo la primera comunión. Uno necesariamente tiene que pensar aquí en el amor con que recibiría a Jesús Eucaristía aquel niño que un día Papa iba a abrir de par en par las puertas del sagrario a los pequeños.

 El cura de Riese, que se llamaba don Tito Fusarini, conocía muy bien a Beppi y decía de él:

 —Es el alma noble de este país.

 Todos los niños saben que para ser sacerdote hay que saber latín. También lo sabía el pequeño Beppi. Para ello tuvo que ir a Castelfranco, a siete kilómetros de Riese. Y después, al seminario de Padua. Antes hay que conseguir una beca. De esto se encarga el cura de Riese, quien un día llama con bastante misterio al muchacho y le dice:

 —”De rodillas, Beppi, y da gracias a Dios, que, seguramente, tiene algún designio para ti: pronto entrarás en el seminario, y, como yo, tú también serás sacerdote.”

 José Sarto fue siempre un estudiante aventajado. Junto a las notas de los archivos del seminario de Padua se ha conservado este juicio: “Discípulo irreprochable; inteligencia superior; memoria excelente; ofrece toda esperanza”.

 Fue ordenado sacerdote el 18 de septiembre de 1858 en la catedral de Castelfranco. Al día siguiente canta su primera misa en Riese, ante las lágrimas y gozo de su madre y sus hermanas.

 Don José era un sacerdote de buena estatura, muy delgado, pero de fuerte osamenta y estaba dotado de un rostro encantador, La frente, alta; los cabellos, abundantes y echados hacia atrás; los labios, finos; las mejillas y el mentón sólidamente modelados. Pero, sobre todo, un alma que iluminaba todos sus rasgos del cuerpo con una mirada de pureza, de suavidad, que se transparentaba en sus ojos. Alguien dirá más tarde de Pío X:

 “Todo corazón recto vuela hacia él.”

 Y después de la primera audiencia que como Papa concedió al cuerpo diplomático, preguntaban éstos al cardenal Merry del Val:

 —Monseñor, ¿qué tiene este hombre que atrae tanto?

 La vida sacerdotal de don José Sarto empieza como coadjutor de Tómbolo y termina en la cátedra de Pedro. Se puede decir que pasó por la mayoría de los cargos por que puede pasar un eclesiástico. Un estupendo aprendizaje brindado por la Providencia al hijo del humilde alguacil de Riese.

 Hay una hermosa anécdota de sus tiempos de cardenal de Venecia. Nos la cuenta don José María Javierre en su estupenda vida de San Pío X.

 Al patriarca de Venecia, la ciudad más bella del mundo, le gustaba jugar alguna que otra vez una partidita a los naipes. Esta tarde son cinco amigos en torno a la mesa. Una niebla espesa cubre los canales y apenas se divisan las luces movedizas de las góndolas. Dentro se está bien al calorcillo de la estufa. Se acaba la partida y Rosa, la hermana del cardenal ha traído unas tacitas de café. Brota la charla festiva.

 —De todos modos —bromea el cardenal—, me dará mucha pena dejar Venecia. Sí, porque pronto se cumplirá mi fecha. Cada nueve años cae una hoja de mi calendario. Fui nueve años coadjutor de Tómbolo. Nueve años párroco de Salzano, y otros nueve, canónigo de Treviso. Nueve años goberné Mantua como obispo. ¿Qué me harán al terminar mis nueve años de patriarca en Venecia? ¿Papa? Porque otra solución no veo.

 Ríen todos. El patriarca está firmemente convencido de que sus días terminarán en Venecia.

 Pero Dios ha dispuesto otra cosa. A los nueve años es elegido Papa y tiene que dejar su amada Venecia.

 El Papa ha muerto. León XIII, el anciano y sabio pontífice acaba de morir. Los cardenales de todo el mundo se han reunido en Roma para elegir al nuevo Papa. Al lado del cardenal Sarto está el cardenal Lecot, arzobispo de Burdeos, quien le pregunta en francés:

 —Vuestra eminencia es, sin duda, arzobispo en Italia. ¿De qué diócesis?

 —No hablo francés —responde Sarto en italiano.

 —¿De qué diócesis sois arzobispo? —pregunta ahora en latín, el cardenal francés.

 —Soy patriarca de Venecia.

 —¿Y no habláis francés? Por tanto no sois papable, pues el Papa debe hablar francés.

 —Cierto, eminencia, no soy papable. Gracias a Dios.

 A pesar de no saber francés fue elegido Papa. Se resistió cuanto pudo, pero finalmente tuvo que rendirse a lo que claramente era la voluntad de Dios.

 El cardenal Oreglia, decano del Sacro Colegio y camarlengo de la Santa Romana iglesia, se acerca al trono del patriarca de Venecia para recibir su aceptación del Sumo Pontificado:

 —¿Aceptas la elección que acaba de hacerse de tu persona, en calidad de Papa?

 Un momento de silencio, y el elegido contesta:

 —Que ese cáliz se aparte de mí. Sin embargo, que se haga la voluntad de Dios.

 La contestación no fue considerada válida y el cardenal decano insiste:

 —¿Aceptas la elección que acaba de ser hecha de tu persona, en calidad de Papa?

 El cardenal Sarto contesta:

 —Acepto, como una cruz.

 —¿Cómo quieres ser llamado?

 —Puesto que debo sufrir, tomo el nombre de los que han sufrido: me llamaré Pío.

 El 4 de octubre de 1903 publica Pío X su primera encíclica que empieza por las palabras E supremi apostolatus cathedra. En ella va el programa de todo su pontificado: Restaurar todas las cosas en Cristo.

 “Puesto que plugo a Dios —dice— elevar nuestra bajeza hasta esta plenitud de poder, Nos sacamos ánimo de Quien nos conforta, y poniendo manos a la obra, sostenido por la fuerza divina, Nos declaramos que nuestro fin único, en el ejercicio del Sumo Pontificado, es restaurar todo en Cristo, a fin de que Cristo sea todo y esté en todo…”

 Pío X, intrépido y manso, va a dar a la Iglesia de Cristo uno de los pontificados más fecundos de toda la historia. Pío X es el papa de la Eucaristía, de la codificación del Derecho canónico, de la condenación del modernismo y restaurador de la música sacra. Cada una de estas empresas es suficiente para hacer glorioso a un pontificado.

 San Pío X abrió las puertas del sagrario a los niños. El jansenismo había propagado un concepto de Dios demasiado severo. Exigía una pureza extraordinaria para acercarse a comulgar. A los niños no se les permitía hacerlo hasta los doce años o más. Y una vez hecha la primera comunión, las restantes se distanciaban mucho.

 Pío X señaló los siete años como edad normativa para la primera comunión. Basta —decía— que los niños conozcan las verdades fundamentales de la fe y sepan distinguir este pan divino del otro pan.

 Una dama inglesa presentó su chiquitín a Pío X pidiéndole la bendición.

 —¿Cuántos años tiene?

 —Cuatro, Santidad, y espero que dentro de poco pueda él recibir la comunión.

 —¿A quién recibirás en la comunión?

 —A Jesucristo.

 —¿Y Jesucristo, quién es?

 —Es Dios —contestó el pequeño sin titubeos.

 —Tráigamelo mañana —dijo a la madre—, y yo mismo le daré la comunión.

 Uno de los problemas más difíciles de su pontificado fue la condenación del modernismo. Este le costó la encíclica Pascendi, probablemente la más importante de San Pío X. En ella califica a estas doctrinas como “el punto de cita de todas las herejías”. Era un ataque sutil a la revelación y sentido sobrenatural del catolicismo. Algo muy peligroso por salir del mismo seno de la Iglesia y minar los fundamentos de nuestra santa religión. Influenciados por las corrientes filosóficas en boga daban una interpretación enteramente natural y racionalista de las verdades religiosas, Hizo falta el instinto sobrenatural de un santo y toda la fortaleza del espíritu de Dios para desenmascarar y afrontar al modernismo.

 Fueron días de tormenta para la barca de Pedro. No era fácil ver claro entonces. Hoy, en cambio, todos vemos claro la certeza con que obró el Papa.

 Otra gran empresa de San Pío X fue la codificación del Derecho canónico.

 En una audiencia con monseñor Gasparri, uno de los canonistas más eminentes del momento, le dice el Papa:

 —Seguramente, es posible la codificación del Derecho canónico.

 —Sí, Santo Padre.

 —Pues bien, hágala usted.

 No pudo ver esta obra terminada. El día de Pentecostés de 1917 promulgaba Benedicto XV esta gran obra legislativa.

 Escogió el nombre de Pío porque así se habían llamado los papas que habían sufrido mucho. No se equivocó; tuvo que sufrir mucho. El mayor sufrimiento le vino de Francia, la hija mayor de la Iglesia.

 El 6 de diciembre de 1905 el Parlamento francés votó la ley de separación entre la Iglesia y el Estado. Era el laicismo para el pueblo francés y la pobreza para la Iglesia de Francia.

 El 11 de febrero de 1906 se dirigía el Papa a los cardenales, obispos, clero y pueblo de Francia:

 “Tenemos la esperanza, mil veces cumplida, de que jamás Jesucristo abandonará a su Iglesia, y jamás la privará de su apoyo indefectible. No podemos temblar por el futuro de la Iglesia. Su fuerza es divina… y contamos con experiencia de siglos.”

 El catolicismo francés cuenta en nuestros días con un magnífico florecimiento. Sin duda que Pío X no tiene en ello la menor parte.

 Don José María Javierre tiene en su vida de Pío X un capítulo extraño y simpático. Se titula “Los defectos de Pío X”. Acaso sea la única vida de santos que tiene ese capítulo, aunque lo deberían de tener todas. Así nos daríamos perfectamente cuenta de lo que les costó llegar a la santidad y nos animaríamos a imitarlos.

 Allí se nos cuenta que José Sarto era de un temperamento fuerte y que en un momento de intenso dolor de muelas dio un tortazo a su hermana Rosa.

 A cargo de su ironía se cuentan bastantes anécdotas. De no ser santo, hubiese sido mordaz e insoportable. Pero la santidad despejó totalmente este peligro.

 La gente empezó a equivocarse cariñosamente y a llamarle Papa Santo. El corregía inmediatamente:

 —No Papa Santo, sino Papa Sarto.

 Esa santidad suya se reflejaba en su rostro, en sus palabras, en su espíritu de oración y en su incansable sentido apostólico. Cuantos le trataron de cerca aseguraban que acababan de ver a un santo. En vida se le atribuían milagros.

 Su blanca figura de Papa era la encarnación de la mansedumbre y el sentido sobrenatural.

 La Iglesia ha reconocido oficialmente su santidad. El 29 de mayo de 1954 es elevado al honor de los altares por Su Santidad Pío XII.

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