De la Feria.
PRIMERA LECTURA
Año I:
Del segundo libro de los Reyes 14, 1-27
REINADO DE AMASÍAS EN JUDÁ Y DE JEROBOAM II EN ISRAEL
Amasías, hijo de Joás, subió al trono de Judá el año segundo del reinado de Joás de Israel, hijo de Joacaz. Cuando subió al trono, tenía veinticinco años, y reinó en Jerusalén veintinueve años. Su madre se llamaba Yehoadayán, natural de Jerusalén. Hizo lo que el Señor aprueba, aunque no como su antepasado David; se portó como su padre, Joás, pero no desaparecieron las ermitas de los altozanos: allí seguía la gente sacrificando y quemando incienso. Cuando se afianzó en el poder, mató a los ministros que habían asesinado a su padre. Pero, siguiendo la que dice el libro de la ley de Moisés, promulgada por el Señor: «No serán ejecutados los padres por las culpas de los hijos ni los hijos por las culpas de los padres; cada uno morirá por su propio pecado», no mató a los hijos de los asesinos.
Amasías derrotó en Vallelasal a los idumeos, en número de diez mil, y tomó al asalto la ciudad de Petra, llamándola Yoctael, nombre que conserva hasta hoy. Entonces, mandó una embajada a Joás, hijo de Joacaz, hijo de Jehú, rey de Israel, con este mensaje:
«¡Sal, que nos veamos las caras!»
Pero Joás de Israel le envió esta respuesta:
«El cardo del Líbano mandó a decir al cedro del Líbano: "Dame a tu hija por esposa de mi hijo." Pero pasaron las fieras del Líbano y pisotearon el cardo. Tú has derrotado a Edom y te has engreído. ¡Disfruta de tu gloria quedándote en tu casa! ¿Por qué quieres meterte en una guerra catastrófica, provocando tu caída y la de Judá?»
Pero Amasías no hizo caso. Entonces, Joás de Israel subió a vérselas con Amasías de Judá en Casalsol de Judá. Israel derrotó a los judíos, que huyeron a la desbandada. En Casalsol, apresó Joás de Israel a Amasías de Judá, hijo de Joacaz, hijo de Ocozías, y se lo llevó a Jerusalén. En la muralla de Jerusalén abrió una brecha de doscientos metros, desde la puerta de Efraím hasta la puerta del Ángulo; se apoderó del oro, la plata, los utensilios que había en el templo y en el tesoro de palacio, tomó rehenes v se volvió a Samaría.
Para más datos sobre Joás y sus hazañas militares en la guerra contra Amasías de Judá, véanse los Anales del reino de Israel. Joás murió, y lo enterraron en Samaria, con los reyes de Israel. Su hijo Jeroboam le sucedió en el trono.
Amasías de Judá, hijo de Joás, sobrevivió quince años a Joás de Israel, hijo de Joacaz. Para más datos sobre Amasías, véanse los Anales del reino de Judá.
En Jerusalén, le tramaron una conspiración; huyó a Laquis, pero lo persiguieron hasta Laquis y allí lo mataron. Lo cargaron sobre unos caballos y lo enterraron en Jerusalén, con sus antepasados, en la Ciudad de David. Entonces, Judá en pleno tomó a Azarías, de dieciséis años, y lo nombraron rey, sucesor de su padre, Amasías. Después que murió el rey, reconstruyó Eilat, devolviéndola a Judá.
Jeroboam, hijo de Joás, subió al trono en Samaria el año quince del reinado de Amasías de Judá, hijo; de Joás. Reinó cuarenta y un años. Hizo lo que el Señor reprueba, repitiendo los pecados que Jeroboam, hijo de Nabat, hizo cometer a Israel. Restableció la frontera de Israel desde el Paso de Jamat hasta el Mar Muerto, como el Señor, Dios de Israel, había dicho por su siervo el profeta Jonás, hijo de Amitay, natural de Gatjéfer; porque el Señor se fijó en la terrible desgracia de Israel: no había esclavo, ni libre, ni quien ayudase a Israel. El Señor no había decidido borrar el nombre de Israel bajo el cielo, y lo salvó por medio de Jeroboam, hijo de Joás.
Responsorio 2Cro 25, 8; Sal 59, 14
R. Si te apoyas en los efraimitas, Dios te derrotará frente a tus enemigos. * Porque Dios puede dar la victoria y la derrota.
V. Con Dios haremos proezas, él pisoteará a nuestros enemigos.
R. Porque Dios puede dar la victoria y la derrota.
Año II:
De la primera carta a Timoteo 5, 3-25
LAS VIUDAS Y LOS PRESBÍTEROS EN LA IGLESIA
Timoteo, hijo mío: Honra a las viudas que son verdaderamente tales. Y si una viuda tiene hijos o nietos, que ante todo aprendan éstos a practicar sus deberes para con la propia familia, v a corresponder por lo que deben a sus progenitores. Esto agrada a los ojos de Dios.
La viuda que es verdaderamente tal, es decir, desamparada de todos, pone toda su confianza en Dios y persevera día y noche en plegarias y oraciones. Pero la que se entrega a una vida frívola está ya muerta en vida. Incúlcales esto; para que no tengan nada que se les pueda reprochar. La que no mira por los suyos, y en particular por los de su casa, ha renegado de la fe y es peor que un infiel.
No se admita en el grupo de las viudas a ninguna de menos de sesenta años. Que no se haya casado más de una vez; que sea recomendada por sus buenas obras, tales como haber educado bien a sus hijos, haber ejercitado la hospitalidad, haber lavado los pies a los fieles y asistido a los atribulados; haber sido solícita en toda clase de beneficencia.
Pero no admitas a viudas jóvenes, porque, cuando les asaltan deseos contrarios a su decisión en Cristo, luego quieren casarse; así incurren en juicio condenatorio por no haber sido fieles a su compromiso anterior. Y a todo esto, no teniendo nada que hacer, se dedican a ir de casa en casa; y no sólo están ociosas, sino que se vuelven habladoras y entrometidas, hablando de lo que no deben. Quiero, pues, que las viudas jóvenes se casen, que críen hijos y gobiernen su casa, y que no den al enemigo ningún motivo para que se hable mal de nosotros. Que ya algunas se han extraviado y han ido en pos de Satanás. Si alguna mujer de la comunidad tiene viudas en su parentela, manténgalas, para que la comunidad no se vea gravada. Así podrá la Iglesia mantener a las que son verdaderamente viudas.
Los presbíteros que ejercen bien su cargo merecen doble honor, principalmente los que se afanan en la predicación y en la enseñanza. La Escritura, en efecto, dice: «No pondrás bozal al buey que trilla», y también: «El obrero tiene derecho a su salario.» No admitas ninguna acusación contra un presbítero si no viene con el testimonio de dos o tres. A los culpables, repréndelos delante de todos, para que los demás cobren temor. Yo te conjuro en presencia de Dios, de Cristo Jesús y de los ángeles escogidos, que observes estas recomendaciones sin dejarte llevar de prejuicios ni favoritismos. No te precipites en imponer a nadie las manos, y así no te harás partícipe de los pecados ajenos. Consérvate puro.
Deja ya de beber agua sola. Toma un poco de vino para tu mal de estómago y por tus frecuentes achaques. Los pecados de algunos hombres son ya manifiestos aun antes de que los examines; los de otros, en cambio, no lo son hasta después. Lo mismo sucede con las obras: las buenas están al descubierto, las que no lo son no pueden quedar siempre ocultas.
Responsorio Flp 1, 27; 2, 4: 5
R. Llevad una vida conforme al Evangelio de Cristo, luchando todos a una por la fe; * no os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás.
V. Tened entre vosotros los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús.
R. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás.
SEGUNDA LECTURA
De los Sermones de san Agustín, obispo
(Sermón 23 A, 1-4: CCL 41, 321-323)
EL SEÑOR SE HA COMPADECIDO DE NOSOTROS
Dichosos nosotros si llevamos a la práctica lo que escuchamos y cantamos. Porque cuando escuchamos es como si sembráramos una semilla, y cuando ponemos en práctica lo que hemos oído es como si esta semilla fructificara. Empiezo diciendo esto porque quisiera exhortaron a que no vengáis nunca a la iglesia de manera infructuosa, limitándoos sólo a escuchar lo que allí se dice, pero sin llevarlo a la práctica. Porque, como dice el Apóstol, estáis salvados por su gracia, pues no se debe a las obras, para que nadie pueda presumir. No ha precedido, en efecto, de parte nuestra una vida santa, cuyas acciones Dios haya podido admirar, diciendo por ello: «Vayamos al encuentro y premiemos a estos hombres, porque la santidad de su vida lo merece.» A Dios le desagradaba nuestra vida, le desagradaban nuestras obras; le agradaba, en cambio, lo que él había realizado en . nosotros. Por ello, en nosotros, condenó lo que nosotros habíamos realizado y salvó lo que él había obrado.
Nosotros, por tanto, no éramos buenos. Y, con todo, él se compadeció de nosotros y nos envió a su Hijo a fin de que muriera, no por los buenos, sino por los malos; no por los justos, sino por los impíos. Dice, en efecto, la Escritura: Cristo murió por los pecadores. Y ¿qué se dice a continuación? Apenas habrá quien dé su vida por un justo; quizás por un bienhechor se exponga alguno a perder la vida. Es posible, en efecto, encontrar quizás alguno que se atreva a morir por un bienhechor; pero por un inicuo, por un malhechor, por un pecador, ¿quién querrá entregar su vida, a no ser Cristo, que fue justo hasta tal punto que justificó incluso a los que eran injustos?
Ninguna obra buena habíamos realizado, hermanos míos; todas nuestras acciones eran malas. Pero, a pesar de ser malas las obras de los hombres, la misericordia de Dios no abandonó a los humanos. Y Dios envió a su Hijo para que nos rescatara, no con oro o plata, sino a precio de su sangre, la sangre de aquel Cordero sin mancha, llevado al matadero por el bien de los corderos manchados, si es que debe decirse simplemente manchados y no totalmente corrompidos. Tal ha sido, pues, la gracia que hemos recibido. Vivamos, por tanto, dignamente, ayudados por la gracia que hemos recibido y no hagamos injuria a la grandeza del don que nos ha sido dado. Un médico extraordinario ha venido hasta nosotros y todos nuestros pecados han sido perdonados. Si volvemos a enfermar no sólo nos dañaremos a nosotros mismos, sino que seremos además ingratos para con nuestro médico.
Sigamos, pues, las sendas que él nos indica e imitemos, en particular, su humildad, aquella humildad por la que él se rebajó a sí mismo en provecho nuestro. Esta senda de humildad nos la ha enseñado él con sus palabras y, para darnos ejemplo, él mismo anduvo por ella, muriendo por nosotros. Para poder morir por nosotros, siendo como era inmortal, la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros. Así el que era inmortal se revistió de mortalidad para poder morir por nosotros y destruir nuestra muerte con su muerte.
Esto fue lo que hizo el Señor, éste el don que nos otorgó. Siendo grande, se humilló; humillado, quiso morir; habiendo muerto, resucitó y fue exaltado para que nosotros no quedáramos abandonados en el abismo, sino que fuéramos exaltados con él en la resurrección de los muertos los que ya desde ahora hemos resucitado por la fe y por la confesión de su nombre. Nos dio y nos indicó, pues, la senda de la humildad. Si la seguimos confesaremos al Señor y con toda razón le daremos gracias, diciendo: Te damos gracias, oh Dios, te damos gracias, invocando tu nombre.
Responsorio Sal 85, 12-13; 117, 28
R. Te alabaré de todo corazón, Dios mío, daré gloria a tu nombre por siempre; * por tu grande piedad para conmigo.
V. Tú eres mi Dios, yo te doy gracias; Dios mío, a ti dirijo mi alabanza.
R. Por tu grande piedad para conmigo.
La oración conclusiva como en las Laudes.
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