Menos mal que vivo solo en casa


Me he comprado una nueva televisión. Finalmente, he cedido a la insistencia de mi madre que repetía desde hace años lo mal que se veía la antigua televisión. El nuevo aparato tiene una característica que para mí resulta formidable: puedo ver vídeos de Internet en la televisión.

Hoy por ejemplo, durante el almuerzo, he visto un reportaje de media hora sobre la vida en un monasterio ortodoxo, cuyo país no se ha revelado. Porque no había ni entrevistas, ni voz en off, sólo imágenes de la vida ordinaria. Ha sido un precioso reportaje.


Mientras desayunaba, también hoy, he visto unos cuantos minutos de otro reportaje sobre la vida en el monasterio de San Macario en un desierto de Egipto.


Este artilugio electrónico ha llenado de nuevo entusiasmo mis desayunos, almuerzos y cenas. Y, encima, qué calidad de imagen. Es que parece que puedas tocar las cosas. En los días anteriores, me he visto vídeos de todo tipo de liturgias, incluso otro reportaje sobre la vida en un monasterio católico de Estados Unidos.


Si me permitís la broma, cuando trabajo estoy en la iglesia, cuando rezo también, y ahora puedo estar incluso hasta cuando desayuno, almuerzo y como. Qué bien. No sé cómo he podido aguantar tantos años con el viejo trasto y aquella dictadura de los canales.


Menos mal que soy hijo único. Porque si viviera con un hermano comunista ateo anticlerical, me diría: ya estoy harto, ceno en la cocina.


Y yo le diría enfadado: ¡Sí, réprobo, vete a escuchar Radio Moscú!



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