“Pero el maestro de la Ley, queriendo justificarse, preguntó a Jesús: “¿Y quién es mi prójimo?”… Un samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba él y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó”. (Lc 10,25-37)
“¿Quién es mi prójimo?”
Pregunta para “justificarse”.
Es preferible pasarnos el tiempo discutiendo que no abrir los ojos y comprometernos.
El Sacerdote y el Levita que pasan por allí dan un rodeo.
Tuercen la cabeza.
La religión de la Ley les prohibía acercarse a él.
La religión de la Ley les impide ver al prójimo herido.
¿Sería la religión como tal o sería la interpretación que, con frecuencia damos los hombres a nuestra religión?
Pasa un samaritano.
Un pagano sin religión posiblemente.
Y él se baja del caballo, se acerca, lo cura, lo toca y se carga con él.
El samaritano no tiene una Ley que limite su relación con nadie.
El samaritano:
No tiene una Ley que le impida acercarse “al hombre herido”.
No tiene una Ley que le impida tocar “al hombre herido”.
No tiene una Ley que le impida sanar las heridas del “hombre herido”.
No tiene una Ley que le impida subirlo a su caballo y dejarlo en una posada.
El samaritano:
No se pregunta ¿quién es su prójimo?
No se pregunta si podrá hacer algo.
No pierde tiempo discutiendo o cuestionándose.
Le bastó ver a “alguien herido”.
Le bastó sentir lástima por alguien desconocido “herido”.
La bastó sentir misericordia.
Se trataba de “un hombre herido y abandonado”.
No importaba si era judío o samaritano.
Era un “hombre herido y abandonado” y eso era suficiente.
La misericordia no pide nombres.
La misericordia no pide documentos de identidad.
La misericordia no pide informes ni explicaciones.
La misericordia no pregunta si fue culpable o inocente.
Era un hombre sin nombre.
Era un hombre sin nacionalidad.
Era un hombre sin clase alguna de religión.
Era un hombre sencillamente “necesitado”.
Era un hombre sencillamente “apaleado, herido y maltratado”.
El resto son justificaciones inútiles.
No era el momento de hacer preguntas.
Era el momento de “hacer algo”.
Benedicto XVI lo definirá muy sencillamente: “Mi prójimo es aquel que me necesita y por el cual puedo hacer algo”.
El prójimo no tiene nombre ni apellido.
El prójimo es alguien que me necesita.
El prójimo es alguien por quien puedo hacer algo, aunque sea poco.
El prójimo es alguien al que puedo acercarme.
El prójimo es alguien a quien puedo vendar unas heridas.
Sacerdote y Levita vieron a “un herido”.
Sacerdote y Levita vieron a “alguien que les podía hacer legalmente impuros”.
La verdadera religión no divide a los hombres.
La verdadera religión no hace preguntas.
La verdadera religión no hace impuros a nadie.
¡Una verdadera pena que, utilicemos la religión como excusa para no reconocer la dignidad del otro!
¡Una verdadera pena que, utilicemos la religión, como excusa para no comprometernos con el “hombre necesitado”!
¡Una verdadera pena que utilicemos la fidelidad religiosa, para no detenernos, y comprometernos con los que nos necesitan!
Cierto que esa no es la religión que Dios quiere.
Cierto que esa no es la religión que nos lleva a Dios.
El mismo Isaías dirá, hablando de Jesús: “herido y maltratado”.
¿Cuántos heridos encontraré hoy en mi camino?
¿Cuántos heridos encontraré hoy camino de la Iglesia?
¿Daremos vuelta a la manzana para no ver lo que Dios sí está viendo?
Clemente Sobrado C. P.
Archivado en: Ciclo C Tagged: amor, ayuda, buen, generosidad, parabola, projimo, samaritano, solidaridad
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