Lunes 03 de Septiembre de 2018
San Gregorio Magno, papa y doctor de la Iglesia
Memoria. Blanco.
Martirologio Romano: Memoria de san Gregorio I Magno, papa y doctor de la Iglesia, que siendo monje ejerció ya de legado pontificio en Constantinopla y después, en tal día, fue elegido Romano Pontífice. Arregló problemas temporales y, como siervo de los siervos, atendió a los cuidados espirituales, mostrándose como verdadero pastor en el gobierno de la Iglesia, ayudando sobre manera a los necesitados, fomentando la vida monástica y propagando y reafirmando la fe por doquier, para lo cual escribió muchas y célebres obras sobre temas morales y pastorales. Murió el 12 de marzo de 604.
Antífona de entrada
El bienaventurado Gregorio, elevado a la cátedra de Pedro, buscaba siempre el rostro del Señor, y permanecía en la contemplación de su amor.
Oración colecta
Señor Dios nuestro, que cuidas a tu pueblo con misericordia y lo gobiernas con amor, por la intercesión del papa san Gregorio concede el espíritu de sabiduría a quienes encomendaste la conducción de tu rebaño, y haz que la santidad de los fieles sea el gozo eterno de sus pastores. Por nuestro Señor Jesucristo...
Oración sobre las ofrendas
En la fiesta de san Gregorio, te pedimos, Señor, que sea de provecho para nosotros este sacrificio, por el cual quisiste borrar los pecados del mundo Por Jesucristo, nuestro Señor.
Antífona Cf. Lc 12, 42
Este es el administrador fiel y previsor, a quien el Señor ha puesto al frente de su casa para distribuir la ración de trigo en el momento oportuno.
Oración después de la comunión
Te pedimos, Padre, que a tus hijos alimentados con Cristo, Pan de vida, también los instruyas por Cristo, verdadero Maestro, para que, en la fiesta de san Gregorio, reciban tu verdad y la realicen en el amor. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Lectura 1Cor 2, 1-5
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Corinto.
Hermanos: Cuando los visité para anunciarles el misterio de Dios, no llegué con el prestigio de la elocuencia o de la sabiduría. Al contrario, no quise saber nada, fuera de Jesucristo, y Jesucristo crucificado. Por eso, me presenté ante ustedes débil, temeroso y vacilante. Mi palabra y mi predicación no tenían nada de la argumentación persuasiva de la sabiduría humana, sino que eran demostración del poder del Espíritu, para que ustedes no basaran su fe en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios.
Palabra de Dios.
Comentario
San Pablo predicó en medio del ambiente griego, donde se destacaban maestros y filósofos por su retórica y su persuasión. San Pablo estaba convencido de que la fuerza de la predicación no radica en la elocuencia humana, sino en el tesoro maravilloso de la Buena Noticia: el Nombre de Jesucristo que actúa sobre nuestras vidas.
Salmo Sal 118, 97-102
R. ¡Cuánto amo tu ley, Señor!
¡Cuánto amo tu ley, todo el día la medito! Tus mandamientos me hacen más sabio que mis enemigos, porque siempre me acompañan. R.
Soy más prudente que todos mis maestros, porque siempre medito tus prescripciones. Soy más inteligente que los ancianos, porque observo tus preceptos. R.
Yo aparto mis pies del mal camino, para cumplir tu palabra. No me separo de tus juicios, porque eres tú el que me enseñas. R.
Aleluya Lc 4, 18
Aleluya. El Espíritu del Señor está sobre mí; él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres. Aleluya.
Evangelio Lc 4, 16-30
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas.
En aquel tiempo, Jesús se fue a Nazaret, donde se había criado y, según su costumbre, entró en la sinagoga el día de sábado, y se levantó para hacer la lectura. Le entregaron el volumen del profeta Isaías y desenrollando el volumen, halló el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor».
Enrollando el volumen lo devolvió al ministro, y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en Él. Comenzó, pues, a decirles: «Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír». Y todos daban testimonio de Él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿No es éste el hijo de José?». Él les dijo: «Seguramente me vais a decir el refrán: ‘Médico, cúrate a ti mismo’. Todo lo que hemos oído que ha sucedido en Cafarnaúm, hazlo también aquí en tu patria». Y añadió: «En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria. Os digo de verdad: muchas viudas había en Israel en los días de Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y seis meses, y hubo gran hambre en todo el país; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue purificado sino Naamán, el sirio».
Oyendo estas cosas, todos los de la sinagoga se llenaron de ira; y, levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad, y le llevaron a una altura escarpada del monte sobre el cual estaba edificada su ciudad, para despeñarle. Pero Él, pasando por medio de ellos, se marchó.
Palabra del Señor.
Comentario
Jesús es el consagrado. La unción realiza en él el designio de Dios, que lo lleva a acercarse a los más pobres y desprotegidos. Estas son las personas que están esperando un mensaje y hechos que le den sentido a su vida y le traigan salvación. Así llega Jesús, el ungido de Dios: pregonando y realizando la liberación de todo mal.
Oración introductoria
Jesús, concédeme iniciar esta meditación con una actitud abierta y dócil para poder escuchar y percibir tu presencia. No quiero ser un pasivo espectador, con un corazón duro y ciego, insensible y mediocre... porque estoy hecho para ser el reflejo de tu amor. Quiero reconocerte en todas las personas que hoy podría, por amor a Ti, servir.
Petición
Dios mío, dame la gracia de reconocerte y amarte más el día de hoy.
Meditación
Hoy, «se cumple esta escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21). Con estas palabras, Jesús comenta en la sinagoga de Nazaret un texto del profeta Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido» (Lc 4,18). Estas palabras tienen un sentido que sobrepasa el concreto momento histórico en que fueron pronunciadas. El Espíritu Santo habita en plenitud en Jesucristo, y es Él quien lo envía a los creyentes.
Pero, además, todas las palabras del Evangelio tienen una actualidad eterna. Son eternas porque han sido pronunciadas por el Eterno, y son actuales porque Dios hace que se cumplan en todos los tiempos. Cuando escuchamos la Palabra de Dios, hemos de recibirla no como un discurso humano, sino como una Palabra que tiene un poder transformador en nosotros. Dios no habla a nuestros oídos, sino a nuestro corazón. Todo lo que dice está profundamente lleno de sentido y de amor. La Palabra de Dios es una fuente inextinguible de vida: «Es más lo que dejamos que lo que captamos, tal como ocurre con los sedientos que beben en una fuente» (San Efrén). Sus palabras salen del corazón de Dios. Y, de ese corazón, del seno de la Trinidad, vino Jesús —la Palabra del Padre— a los hombres.
Por eso, cada día, cuando escuchamos el Evangelio, hemos de poder decir como María: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38); a lo que Dios nos responderá: «Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír». Ahora bien, para que la Palabra sea eficaz en nosotros hay que desprenderse de todo prejuicio. Los contemporáneos de Jesús no le comprendieron, porque lo miraban sólo con ojos humanos: «¿No es este el hijo de José?» (Lc 4,22). Veían la humanidad de Cristo, pero no advirtieron su divinidad. Siempre que escuchemos la Palabra de Dios, más allá del estilo literario, de la belleza de las expresiones o de la singularidad de la situación, hemos de saber que es Dios quien nos habla.
La efusión del Espíritu de Cristo sobre la humanidad es prenda de esperanza y de liberación contra todo aquello que nos empobrece. Dicha efusión ofrece de nuevo la vista al ciego, libera a los oprimidos y genera unidad en y con la diversidad. Esta fuerza puede crear un mundo nuevo: puede "renovar la faz de la tierra". Fortalecida por el Espíritu y provista de una rica visión de fe, una nueva generación de cristianos está invitada a contribuir a la edificación de un mundo en el que la vida sea acogida, respetada y cuidada amorosamente, no rechazada o temida como una amenaza y por ello destruida. Una nueva era en la que el amor no sea ambicioso ni egoísta, sino puro, fiel y sinceramente libre, abierto a los otros, respetuoso de su dignidad, un amor que promueva su bien e irradie gozo y belleza. Una nueva era en la cual la esperanza nos libere de la superficialidad, de la apatía y el egoísmo que degrada nuestras almas y envenena las relaciones humanas. Queridos jóvenes amigos, el Señor os está pidiendo ser profetas de esta nueva era, mensajeros de su amor, capaces de atraer a la gente hacia el Padre y de construir un futuro de esperanza para toda la humanidad.
En nuestra vida como cristianos todos tenemos una misión muy concreta que realizar. Cristo desenrolló las escrituras (porque estaban en forma de pergaminos) y encontró justamente aquello que Dios Padre deseaba de Él. "Anunciar la Buena Nueva, proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor". Todo esto lo cumplió Jesús a lo largo de su vida terrena y aunque algunos se empeñaban en no abrir su corazón a las enseñanzas de Cristo, como es le caso de los escribas y fariseos. A pesar de su obstinada actitud Cristo no desmayó en su esfuerzo por predicarles la ley del amor.
Propósito
De la misma forma que Cristo predicaba las enseñanzas de su Padre nosotros también atrevámonos a predicar el evangelio sin temor ni vergüenza. Antes bien pidámosle confianza y valor para que nos haga auténticos defensores de nuestra fe.
Diálogo con Cristo
Padre Santo, ¿por qué tanta cerrazón y dureza de corazón? Tú siempre dispuesto a darme todo lo que me puede llevar a la santidad y yo pretendiendo ser el protagonista principal en vez de darte el lugar que te corresponde en mi vida. Gracias, Señor, por el don de mi fe que me lleva a reconocerte en el amor, en el ejercicio continuo de la caridad. Ayúdame a ser santo desde ahora para aprovechar, así, la fe que me has dado.
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