Las palabras, las expresiones lingüísticas, nunca son inocentes. El lenguaje encierra una enorme capacidad de revelar o de ocultar lo real, de contribuir al bien, al reconocimiento de la dignidad del hombre, o al mal, al sometimiento del hombre por el hombre; en el peor de los casos, a la reducción de la persona humana a objeto del capricho de los más fuertes, a mera mercancía, a disposición del mejor postor.
Algunas expresiones son especialmente inquietantes: “Maternidad subrogada”; “interrupción voluntaria del embarazo”; “reasignación de sexo”; “teoría de género”… Uno se pierde en medio de ese piélago de las palabras que, tantas veces, en lugar de ser medios para ayudar a comprender lo real, se convierten en señales crípticas que desorientan y que abren la puerta a un ejército reducido de expertos que venden muy caros sus consejos y sus terapias.
“A río revuelto – dice el refrán – ganancia de pescadores”. Y, en ocasiones, el río no se revuelve solo, sino que conviene a muchos que esté cada vez más turbio.
La maternidad, a mi modo de ver, puede ser cualquier cosa menos “subrogada”, “sustitutiva”. La maternidad es una relación muy importante no solo para uno de los términos de la misma – la madre – sino, sobre todo, para el otro término, el hijo. Una persona que no es la madre gestante puede asumir, legalmente, por adopción, el papel de madre, pero sin sustituirlo. Se hace cargo del niño, lo trata como a su hijo, lo convierte en un hijo propio, pero no debe negar al hijo que ella no lo ha gestado, sino que lo ha adoptado.
En el mejor de los casos, se cosifica el cuerpo de la mujer gestante. Se convierte en un “vientre de alquiler”, en una especie de “incubadora”; pero una incubadora es un artefacto y una mujer es una persona.
Además, ese tipo de “maternidad” (“subrogada”) establece una separación extraña entre la madre y su hijo. Un niño no está en el vientre de su madre como un “ocupa” esperando el desahucio. El vientre de la madre en el que el niño es gestado no puede ser una habitación prestada, sino el hábitat más propio para que esa vida humana que se abre camino sea acogida y aceptada. La que gesta y la que da a luz no puede ser una “incubadora”. Es muy difícil no pensar que sea la madre, y no meramente “sustitutiva”, sino la madre sin más.
Y, para terminar esta exposición, se debe decir que un bebé no puede ser solamente la satisfacción de un capricho. No basta con desear ser padre para tener un derecho absoluto a serlo. No basta con “desear” ser cualquier cosa para tener derecho a serlo de verdad. Un hombre y una mujer pueden desear ser “padres”, pero ese deseo suyo no puede pasar por encima del derecho del hijo a no ser un “producto”.
Todos tenemos un cierto sentido del bien y del mal, un conocimiento moral espontáneo. Pero, cuando se plantean dilemas, es necesario razonar para que los propios deseos e intereses no nos cieguen. Es preciso buscar criterios más universales, como enseñó Kant (¿qué pasaría si lo que yo quiero lo quisiesen todos?).
La fe católica ayuda también a orientar a la razón para que pueda iluminar a todos, con mayor facilidad y sin que se enrede tanto el error.
Guillermo Juan Morado.
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