Lo que sucedió en la década de los 70 y los 80 fue una verdadera destrucción de la Iglesia: la profanación entró en el Templo de Dios. Como en las visiones de Ezequiel, los sacerdotes mezclaron el culto a Dios con todo tipo de cosas profanas y hasta impuras. Los casos de abusos sexuales clericales fueron una muestra de hasta qué punto un porcentaje de miembros del clero estaban enfermos.
En esto no tuvo culpa ni el concilio ni la reforma litúrgica. La infiltración de lo mundano, del modernismo, del marxismo, ya había comenzado antes. En el postconcilio, simplemente, eclosionó como algo ya maduro.
Desde algo antes de los años 50, lo afirmo sin ninguna duda, España se había convertido en el país más religioso del mundo, por encima de Italia, de Irlanda o de Polonia. Lo que ocurrió aquí fue una verdadera conversión de un pueblo. Dos generaciones después el demonio se ha encargado de convencer, incluso a los creyentes, de que aquello fue forzado y que lo que fue forzado fue pura hipocresía. Me imagino que las decenas de millares de misioneros que se fueron a Latinoamérica, a África y a Asia eran meros hipócritas. Los millares de monjes que llenaron prioratos, monasterios y abadías que florecieron por toda la geografía española, lo mismo: pura hipocresía.
Bien, dejemos al demonio con la baba de su falsedad. Lo que me interesa hoy decir es que Dios concedió a España y Portugal unos caudillos totalmente de acuerdo a su corazón. Unos caudillos acordes a la situación que Dios mismo iba a suscitar.
Pero Franco, al final de su vida, tuvo que ver cómo la isla de fe y religión que se había creado aquí estaba siendo destruida por el mismo clero joven. El triunfo del Reino de Dios estaba siendo socavado en sus mismos cimientos por los mismos constructores. Por los jóvenes, es de justicia hacer la precisión.
Vuelvo a repetirlo, con independencia de lo que cada uno piense sobre ese régimen, la tragedia personal tuvo que tambalear toda su alma hasta sus fundamentos. Hasta sus fundamentos, no más allá. Porque aquel anciano frágil tenía muy claro el Credo, a pesar de que a la mesa de su despacho llegaban escándalos que clamaban al cielo. Y es que se iniciaba una época en la que se escribirían los capítulos más negros del clero en mucho tiempo. La pedofilia no había casi empezado en algunos países, pero pronto empezaría.
Mientras el progresismo más herético se extendía por Europa Occidental, no por la oriental, España seguía protegida por un Salomón que tenía detrás de sí a más del 90% de los españoles. Aunque los referéndums se hubieran realizado con todas las garantías actuales, en ningún caso, el apoyo a su persona hubiera bajado del 90%. Hasta un ateniense como yo, hasta un amante de la Luz de la Razón como yo, tengo que reconocer que su régimen fue legítimo: legítimo en su origen, legítimo en su prolongación.
España era una isla. La isla del reinado de Cristo. De ahí el odio que el demonio le tiene. Hasta que se murió, todos los planes del infierno estaban detenidos aquí. En España la ley suprema era el Evangelio. Eso era así les pesase a los masones, a los comunistas y a todos los enemigos de la civilización cristiana. Mientras Franco siguiera vivo, los planes del infierno tendrían que esperar.
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