Los orígenes apostólico-patrísticos de la "Misa Tridentina" (2-3)

  1. La liturgia en el tiempo de los Apóstoles

 Si, pues, el Señor ha esbozado las líneas fundamentales del Culto litúrgico cristiano, es de creer que, para cuanto Él no haya definido, habrá dejado gran libertad a la iniciativa iluminada de los Apóstoles, a quienes había investido con su misma divina misión y a quienes les había impartido las facultades necesarias, haciéndolos no sólo propagadores de la Palabra evangélica, sino también ministros y dispensadores de los Misterios. Los apóstoles, entonces, continúan la tarea de establecer y promulgar una serie de ritos. Por eso es que el Concilio de Trento, tratando en su 22ª sesión de las augustas ceremonias del Santo Sacrificio de la Misa, declara que hay que relacionar con la institución apostólica las bendiciones místicas, las velas encendidas, las incensaciones, las vestiduras sagradas, y en general todos los detalles aptos para revelar la majestuosidad de este gran Acto, y para llevar el alma de los fieles a la contemplación de las cosas sublimes escondidas en este profundo Misterio, por medio de estos signos visibles de religión y de piedad.

 San Basilio también señala a la tradición apostólica como fuente de las mismas observancias, a las que añade, como ejemplo, las siguientes: el orar hacia el este; consagrar la Eucaristía en medio de una fórmula de invocación que no se encuentra registrada ni en san Pablo, ni en el Evangelio; bendecir el agua bautismal y el aceite de la unción, etc. Y no sólo san Basilio y Tertuliano sino toda la antigüedad, sin excepción, confiesa expresamente esta gran regla de san Agustín, que se ha vuelto banal a fuerza de ser repetida: «es muy razonable pensar que una práctica conservada por toda la Iglesia y no establecida por los Concilios, pero siempre conservada, no puede haber sido transmitida sino por la autoridad de los Apóstoles», como dice Guéranger.

Pero si los apóstoles deben ser considerados, sin duda, como los creadores de todas las formas litúrgicas universales, ellos han tenido empero que adaptar el rito, en sus partes móviles, a las costumbres de los países, al genio del pueblo, para facilitar la difusión del Evangelio: de aquí las diferencias reinantes entre algunas Liturgias de Oriente, que son la obra más o menos directa de uno o más Apóstoles, y la Liturgia de Occidente -de la cual una, la de Roma, debe reconocer en san Pedro a su autor principal.

 Es cierto que el Príncipe de los Apóstoles, aquel que había recibido del mismo Cristo el “poder de las llaves”, no podía ser ajeno a la institución o regulación de las formas generales de la Liturgia que sus hermanos llevaban a todo el mundo. Con todo, debemos tener en cuenta que la formación de la Liturgia a través de los Apóstoles se llevó a cabo de forma progresiva.

San Pablo, en su primera Carta a los Corintios, nos muestra a esta nueva Iglesia ya en posesión de los Misterios del Cuerpo y la Sangre del Señor; sin merma de lo cual demuestra querer dar disposiciones más precisas en cuanto a las cosas sacras.

Recabando de los Hechos y las Epístolas de los Apóstoles, así como también de los testimonios de la tradición de los primeros cinco siglos, se puede -a grandes líneas- reconstruir estos ritos generales que, por su misma generalidad, debe considerarse como apostólicos.

  1. El sacrificio eucarístico en la Edad apostólica

Del relato de los Hechos de los Apóstoles se deduce la existencia de un ritual, ciertamente sencillo pero fijo, y sustancialmente completo, observado de manera uniforme por los Apóstoles y por sus colaboradores en la administración de los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación, del Orden Sagrado, del Óleo para los enfermos. Tampoco podemos ignorar algunas antiguas y valiosas tradiciones, existentes en ciertas iglesias fundadas por los Apóstoles, según las cuales la Liturgia allí en vigor era un patrimonio recibido de los mismos Apóstoles. Tal la Liturgia de san Marcos para la iglesia de Alejandría, de Santiago para la de Antioquía, de san Pedro para la romana. Porque la forma de la oblación del Santo Sacrificio, la Iglesia la recibió de los Apóstoles, como señala san Justino en su famosa Apología (1,66): «el Cristo ha prescrito el ofrecer; lo han prescrito, a su vez, los Apóstoles, y nosotros hacemos en relación a la Eucaristía aquello que hemos aprendido de su tradición».

 El culto y el amor que los santos Apóstoles tenían por Aquél con quien esta Fracción del Pan los ponía en contacto los obligaba, según la elocuente nota de san Proclo de Constantinopla, a rodearlo de un conjunto de ritos y de oraciones sagradas que no podía llevarse a cabo sino en un tiempo bastante largo: y este santo obispo no hace más que seguir en esto el sentimiento de su glorioso predecesor, san Juan Crisóstomo. Ante todo esta celebración, en la medida en que esto era posible, tenía lugar en una sala digna y adornada, ya que el Salvador la había celebrado así en la Última Cena. El lugar de la celebración estaba constituido por un altar: ya no era más una mesa. Una vez reunidos los fieles en el lugar del Sacrificio, el Pontífice, en la era apostólica, presidía sobretodo la primera lectura de las Epístolas de los Apóstoles, la recitación de algún pasaje del santo Evangelio, que formó desde el inicio la Misa de los Catecúmenos. Este mandato apostólico tuvo pronto fuerza de ley, ya que en la primera mitad del siglo II el gran apologista san Justino -en la descripción que dio de la Misa de su tiempo (cf. Apología II)- da fe de la fidelidad con que aquél era observado. Tertuliano y san Cipriano confirman su testimonio.

En cuanto a la lectura del Evangelio, Eusebio informa que el relato de los hechos del Salvador, escrito por san Marcos, fue aprobado por san Pedro para ser leído en las Iglesias.

El saludo a las personas con estas palabras: «el Señor esté con vosotros», estaba en uso ya desde la ley antigua. Booz lo dirigió a sus segadores (cf. Rt 2,4) y un profeta a Asa, rey de Judá (cf. 2 Crónicas 15,2). «Ecce ego vobiscum sum», dice Cristo a su Iglesia (Mt 28,20). De este modo, la Iglesia mantiene este uso de los Apóstoles, como lo prueba la uniformidad de esta práctica en las antiguas Liturgias de Oriente y de Occidente.

 La oración colecta, una forma de oración que reúne los votos de la asamblea antes de la oblación misma del Sacrificio, pertenece también a la institución primitiva. La conclusión de esta oración y de todas las otras Liturgias con estas palabras: «por los siglos de los siglos», es universal ya desde los primeros días de la Iglesia. En cuanto a la costumbre de responder Amén, no hay duda de que se remonta a los tiempos apostólicos (cf. 1 Cor 14,16).

 En la preparación de la materia del Sacrificio tiene lugar la unión del agua con el vino que debe ser consagrado. Esta costumbre, de un tan profundo simbolismo, se remontaría -según san Cipriano- a la misma tradición del Señor. Las incensaciones que acompañan a la oblación han sido reconocidas como de institución apostólica por parte del Concilio de Trento.

 El mismo san Cipriano nos dice que desde el nacimiento de la Iglesia, el Acto del Sacrificio era precedido de un Prefacio, que el sacerdote gritaba: sursum corda, a lo que el pueblo respondía: habemus ad Dominum. Y san Cirilo, dirigiéndose a los catecúmenos de la Iglesia de Jerusalén, les explica la otra aclamación: «gratias agamus Domino Deo nostro! Dignum et iustum est!»

 Sigue el Trisagio: «Sanctus, Sanctus, Sanctus Dominus!». El profeta Isaías, en el Antiguo Testamento, lo oyó cantar a los pies del trono de Yahvé; en el Nuevo, el profeta de Patmos lo repite tal como lo había oído resonar ante el altar del Cordero: todas las Liturgias lo reconocen, y bien se puede garantizar que el Sacrificio eucarístico no ha sido nunca ofrecido sin que éste fuese pronunciado.

A continuación se abre el Canon. «¿Y quién se atreverá a no reconocer su origen apostólico?», se pregunta dom Guéranger. Los Apóstoles no podían dejar sujeta a variación y arbitrio esta parte principal de la sagrada Liturgia. «Es de la tradición apostólica -dice el papa Vigilio en su carta a Profuturo- que recibimos el texto de la oración del Canon».

Después de la consagración, mientras los dones santificados están sobre el altar, encuentra su sitio la Oración dominical, ya que -dice san Jerónimo-: «ha sido después de la enseñanza del mismo Cristo que los Apóstoles se atrevieron a decir cada día con fe, ofreciendo el sacrificio de su cuerpo: Padre nuestro que estás en los cielos».

El Sacrificador procede de inmediato a la Fracción de la Hostia, haciéndose en esto imitador no sólo de los Apóstoles, sino del mismo Cristo, que tomó el pan, lo bendijo y lo partió antes de distribuirlo. Pero, antes de unirse con la Víctima del amor, todos tienen que saludarse en el beso santo. «La invitación del Apóstol -dice Orígenes- ha generado en las Iglesias el hábito que tienen los hermanos de intercambiarse el beso cuando la oración ha llegado a su fin».

Confirmado, entonces, el origen apostólico de los ritos principales del Sacrificio, tal como se practicaban en todas las Iglesias, de esta reconstrucción se derivan algunas conclusiones fundamentales:

  1. La Liturgia instituida por los Apóstoles tuvo que contener necesariamente todo lo que era esencial para la celebración del Sacrificio cristiano y la administración de los Sacramentos, tanto bajo el aspecto de las formas esenciales como bajo aquel de los ritos obligados para la decencia de los misterios, para el ejercicio del poder de Santificación y de Bendición que la Iglesia recibe de Cristo por medio de los mismos Apóstoles.
  2. A excepción de un pequeño número de referencias en los Hechos de los Apóstoles y en sus Epístolas, la Liturgia apostólica se encuentra completamente fuera de la Escritura, y es de dominio puro de la Tradición. Desde sus orígenes, por lo tanto, la Liturgia ha existido más en la Tradición que en la Escritura. Pero esto no debe sorprender, sobre todo si se considera que la Liturgia era practicada por los Apóstoles, y por aquellos que éstos habían consagrado obispos, sacerdotes o diáconos, mucho antes de la redacción completa del Nuevo Testamento.
  3. Muy a menudo los Padres de los siglos III y IV, hablando de algún rito o ceremonia en particular, afirman que es de origen o tradición apostólica. Con esta expresión es verosímil que los Padres entendieran referirse al período más antiguo de la Iglesia, demostrando con ello lo mucho que todavía estaban vivas, en las distintas Iglesias, los recuerdos de la actividad litúrgica de los Apóstoles.
  4. En toda la antigüedad cristiana no se encuentra ninguna pista que insinúe una injerencia directa de las Comunidades en las funciones del Culto. La fijación y la reglamentación progresiva de la Liturgia siempre se revela tarea exclusiva de los Apóstoles y de sus sucesores, los obispos.

A fines del siglo IV se reportan estas significativas palabras del Papa san Siricio que revelan toda la importancia de la unidad litúrgica como fundamento de la unidad de la Fe y del Dogma: «la regla apostólica -escribe- nos enseña que la confesión de fe de los obispos católicos debe ser una. Si hay una sola fe, no habrá más que una sola tradición. Si hay una sola tradición, tendrá que haber una sola disciplina en toda la Iglesia». Se remonta justamente a este período (aprox. 430) el conocidísimo lema que se convirtió en ley en la ciencia litúrgica: «lex orandi lex credendi». Si éste es conocido por todos, tal vez no sea por todos conocido el autor y el conjunto de la cita. Parece que se remonta al papa san Celestino, que escribía así a los obispos de la Galia contra el error de los pelagianos: «además de los decretos inviolables de la Sede Apostólica, que nos han enseñado la verdadera doctrina, también consideramos los misterios contenidos en las fórmulas de plegarias sacerdotales que, establecidas por los Apóstoles, se repiten en todo el mundo de manera uniforme en toda la Iglesia católica, de modo que la regla de la fe se deriva de la regla de la oración: ut legem credendi lex statuat supplicandi».

En conclusión: durante los tres primeros siglos hubo una unidad sustancial de ritos. Se trataba, por supuesto, de una uniformidad de sustancia más que de accidentes. Los detalles variables son gradualmente fijados y entran en la Tradición de la Iglesia, aunque el rito se mantenga fluido -si bien dentro de las líneas bien establecidas.

(continuará)


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