Tengo ya muy avanzada la lectura de las 976 páginas de Franco y la Iglesia de Luís Suárez. En realidad, esta es la segunda lectura, si bien la primera no fue línea a línea como esta vez.
Cualquiera que sea la idea que uno tenga del régimen de Franco, hay algo que me parece fuera de toda duda: y es la nobleza de espíritu, la grandeza, con que Franco asumió el trato que le dispensó el Vaticano en los últimos años de su vida.
Como fidelísimo hijo de la Iglesia, aguantó como un santo la cicatería, el cálculo y, a veces, el modo lamentable con que fue tratado en muchas ocasiones. Franco era plenamente consciente del desafecto de Roma para con él. Cualquier elogio debía hacerse con la boca pequeña. Franco amó al Papa sin doblez alguna, con toda sencillez. Los tejemanejes de la Curia solo dejan en mal lugar a los que los realizaron.
El Franco de la guerra civil y el de después de la guerra no me parecen nada especial en el campo de las virtudes. Pero el Franco anciano que cree en la Iglesia por encima de todo, pasando por encima de las afrentas de tantos eclesiásticos, sí que me parece heroico.
Los detalles totalmente documentados resultan admirables. Su actuación fue un ejemplo de cómo un laico puede creer siempre en la sacralidad del sacerdocio y del episcopado. Desgraciadamente, en esos años, no pocos presbíteros fueron un escándalo continuo por meterse en el campo de lo político. Roma no estuvo a la altura de las circunstancias.
Fue Franco, el verdadero último rey de España, el que siempre recordó a todos (incluidos muchos de sus ministros de comunión diaria) que el Reino de Dios estaba por encima de todo. Menos mal, como ya dije en otro post, que los obispos españoles estaban con él sin ambigüedades, así como todos los sacerdotes. Otra cosa eran los jóvenes presbíteros… y Roma.
Eso sí, obispos de la talla espiritual del arzobispo de La Higuera o Guerra Campos hicieron piña con él. Cuando uno tiene a su lado a estos obispos, ¿quién necesita más? Aunque una cosa que me sorprendió de la lectura de este libro fue el decidido apoyo de los jesuitas a Franco tras la guerra civil. Ellos fueron de todo, menos neutrales. Y sobresale, especialmente, el padre Ledochowski, el general.
En fin, se piense lo que se piense del régimen, es de justicia reconocer el esfuerzo interno que tuvo que realizar Franco en su alma para mantener el mayor respeto sagrado hacia aquellos obispos que callaban y transigían frente sacerdotes que le atacaban desde posiciones totalmente marxistas.
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