19 de septiembre. San Jenaro.

En la Capilla de San Jenaro, Nápoles.

1. (Año II) 1 Corintios 12,31 a 13,13
a) La de hoy es una de las páginas más bellas de san Pablo: su himno a la caridad. Ayer hablaba de los carismas que hay en una comunidad cristiana: carismas variados, que deben tender a la vida y unidad del cuerpo. Hoy expone cuál es el carisma mejor: el amor.
Hablar lenguas y predicar es interesante. Predecir el futuro y conocer a fondo las cosas, admirable. Repartir limosnas, meritorio. Pero todo eso, si no hay amor, sirve de poco.
Incluso la fe y la esperanza, las otras dos virtudes que llamamos “cardinales”, con ser tan importantes, lo son menos que el amor. Todo lo demás pasará: sólo el amor durará para siempre. Si amamos, es que hemos llegado a la madurez, dejando atrás las cosas de la niñez.
Pablo entona las alabanzas del amor: es comprensivo, humilde, servicial, no lleva cuentas del mal…
b) ¿Se puede decir que es éste nuestro programa?
Meditemos si en nuestra vida damos esa importancia al amor, a la tolerancia, al buen corazón, a saber perdonar, a construir unidad. Si sabemos poner aceite en las junturas de nuestras relaciones, si nos proponemos hacer el bien a los demás y no nos buscamos a nosotros mismos. Todo lo demás -por muy bien que hablemos y por mucha sabiduría que creamos tener- es “un metal que resuena o unos platillos que aturden”.
¡Qué bien conoce Pablo a sus comunidades! No hemos cambiado mucho desde entonces: tenemos las mismas dificultades que en tiempos de Pablo. El sabe que lo difícil es querer bien, saber disculpar, aguantar sin límites, no irritarse fácilmente, no tener envidia. Puede ser que una persona no tenga muchas cualidades humanas de oratoria o dotes de líder. Pero si ama, tiene lo que una comunidad más necesita. Ésa ha conseguido “los carismas mejores”.
Haremos bien, hoy, en algún momento sereno, de leer todo el capítulo 13 de la carta a los Corintios, en primera persona, aplicando este hermoso canto de Pablo a nuestra propia vida y anticipando de algún modo el juicio final al que nos convocará Dios y que, según Jesús, será sobre si hemos dado de comer, si hemos visitado a los que se encontraban solos, si hemos tenido buen corazón. No sobre si sabíamos mucho o si hablábamos bien.
Como glosó san Juan de la Cruz, “en el último día seremos examinados de amor”. Vale la pena que esa “asignatura” la vayamos repasando con frecuencia.
2. Lucas 7,31-35
a) El episodio de los niños que invitan con su música a otros niños no se puede entender sin hacer referencia a la escena anterior, que no se ha leído en esta selección de lecturas: el pasaje en que Jesús alaba a Juan Bautista y se lamenta de que algunos, los fariseos y escribas, no le aceptan.
Por tanto, no acogen bien ni a Juan ni a Jesús. Uno es austero. El otro, come y bebe con normalidad. Pero hay siempre excusas para no dar crédito a su mensaje. Al uno le tildan de fanático. Al otro, de comilón y “amigo de pecadores”. Aunque haya curado al criado del centurión y resucitado al hijo de la viuda de Naín, no le aceptan.
La comparación de los dos grupos de niños es expresiva: ni con música alegre ni con triste consiguen unos que los otros colaboren. Cuando no se quiere a una persona, se encuentran con facilidad excusas para no hacer caso de lo que nos propone.
b) Eso mismo nos puede pasar a nosotros, en pasiva y en activa.
A la comunidad cristiana -desde sus responsables últimos, el Papa o los Obispos, hasta aquella familia que vive en un piso de la misma escalera dando ejemplo de vida cristiana íntegra- se la rechaza muchas veces, desacreditándola por cualquier motivo. Hay personas siempre críticas, con mecanismos de defensa contra todo. Como decía Jesús de los fariseos, ni entran ni dejan entrar. En el fondo, lo que pasa es que resulta incómodo el testimonio de alguien y por eso se le persigue o se le ridiculiza. Es muy antiguo eso de no creer y de no aceptar lo que Cristo o su Iglesia proponen.
Pero también, por desgracia, podemos hacer lo mismo nosotros con los demás. Cuando no nos interesa aceptar un mensaje, sacamos excusas -a veces ridículas o contradictorias- para justificar de alguna manera nuestra negativa a aceptarlo. Eso puede pasar en nuestra vida de cada día, en esa sutil y complicada relación interpersonal que sucede en toda vida comunitaria: si nos invitan a fiesta, mal, y si nos sugieren duelo, peor. Podemos llegar a ser caprichosos en extremo en nuestras reacciones de cerrazón y sordera voluntaria, a veces por un instinto continuado de contradicción a lo que dicen los demás.
Ya dijo Jesús que sólo “los discípulos de la Sabiduría” entienden estas cosas, los de corazón sencillo y humilde, los que no están llenos de sí mismos.

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