Sugerente reflexión de Enrique G. Máiquez:
Mi método va mucho más allá del manual de supervivencia: no piense en divertirse, no se esfuerce en descansar y, sobre todo, no veranee. Concentrarse en divertirse es una paradoja etimológica y existencial que conduce a la neurosis. Esforzarse en descansar es una contradicción. Veranear convierte un sustantivo tan evocativo como el verano en un verbo activo, con lo que exige eso.
El verano es una ola en la playa. Se puede aguantar estoicamente el golpe de mar, o sea, el veraneo a pie firme, como un hoplita de las vacaciones, arrostrando el revolcón. Se puede uno tapar la nariz, cerrar los ojos y meter la cabeza por debajo de la ola, esto es, rebajar las expectativas y dejar que el veraneo nos pase por encima. O se puede coger impulso y saltar grácilmente sobre la ola, como Dick Fosbury. Ni rozar la ola. No veranear por amor a los veranos.
¿Cómo se hace? Veraneando todo el año, empalmando veranos. Hay que desprenderse de inmediato de la angustia que el veraneo impone. Desactive la cuenta atrás, que es la auténtica bomba de relojería —tic-tac— de los veraneantes. Convénzase: no son las vacaciones las que interrumpen los días laborales, sino el trabajo el que da un breve respiro a nuestra intensa vida de rentistas epicúreos. Hay que mirar el año como si fuese un tablero de ajedrez, fijamente, hasta que deje de ser unos cuadrados blancos desperdigados sobre un fondo muy negro y se convierta en un inmaculado fondo blanco, como de arena de playa, con algunos cuadrados negros de días de trabajo por aquí y por allí para romper la monotonía (y ganar un sueldo (y santificarse)).
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